EL ESCÁNDALO DE LA INCINERACIÓN, UN SIGNO DE LOS TIEMPOS


De modo alarmante en nuestra decadente España presente, ebria de laicismo y secularización, la inhumación de los cuerpos de los difuntos -y con ella el misericordioso hecho de la cristiana sepultura que todo español merece- está dejando predominante paso a la bárbara moda neopagana de la incineración. Así, tras “aplicarle fuego” (y nunca mejor dicho) al difunto en un siniestro horno crematorio, la cosa será reducir a cenizas dicho cuerpo previa inyección de minutos de calorífica destrucción: he aquí el resultado, drásticamente resumido.
Pensemos por un momento, mortales como somos, en el cuerpo muerto de nuestro difunto, amigo o pariente. Imaginemos lo que la incineración supondría con respecto a éste, y en un ligero esfuerzo, con respecto a nuestro propio cuerpo: el ejercicio de la violencia sobre el tan depreciado (por el moderno) cadáver, vía la agresión del fuego, “el fuego purificador”, como dicen todavía ciertos materialistas melifluos. Objetarán algunos melindrosos que esta práctica resulta preferible a la licuefacción del humano despojo. Y eso, añadirán otros, sin contar el alarmante problema de la presión demográfica en ciertos lugares del globo, todavía sin evangelizar apenas (como la comunista China o la astrosa India): en un planeta con más de siete mil millones de almas (!) la cuestión del espacio no es cosa baladí: los cementerios, literalmente, están a rebosar; claro que esta cuestión es secundaria en España, sin problemas de espacio, al menos en el grueso de sus poblaciones. Mas esos siniestros burócratas de la muerte ajena parecen olvidar que, en efecto, algunos cuerpos de santos, como los gloriosos restos de San Juan Bosco, Santa Catalina de Bolonia, San Camilo de Lelis, Santa Clara de Asís, San Roberto Belarmino o San Vicente de Paúl, tales cuerpos, decimos, han permanecido incorruptos, magníficos y magnéticos en su poderosa presencia física. De haber cremado a estos grandes santos, no conservaríamos sus envoltorios carnales, otrora templos vivos del Espíritu Santo, ni mucho menos nadie acudiría a venerarlos, como en justicia se hace. Frente a esta argumentación nuestra que algún escéptico no dudará en calificar de “impresentable y pueblerina”, el laico cosmopolita embebido de seudo-ciencia y humanismo tolerante, amigo de las carillas dentales y la limpieza de cutis, alegará que la existencia de dichos cuerpos incorruptos no requiere de intervención divina alguna, sino de unas condiciones ambientales peculiares que así lo posibiliten. ¡Valiente explicación!
Hasta el 5 de julio de 1963, la Santa Madre Iglesia era clara y preclara en esta materia: la cremación presuponía la negación de las Exequias para aquellos fieles que abogasen por el hecho violento del fuego con respecto a su cuerpo. Mas desde el Concilio Vaticano II, esta perspectiva se trocó, tornándose ambigua o meramente difusa, tal y como puede comprobarse en el Código de Derecho Canónico (Canon 1176 § 3), al no prohibirse ya dicha costumbre, tan contraria como en el fondo debería ser a la doctrina cristiana. ¿Una concesión más de la Iglesia a los tiempos actuales?
En cuanto al hecho mismo de la futura Resurrección de los cuerpos (a la espera de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo), la cremación no es aquí tema pertinente, de puro inocuo en sí mismo: el “esfuerzo” que a Dios Trino le supone resucitar un cuerpo a partir de una partícula de polvo o de un omóplato abandonado en un osario es el mismo: ¿qué puede haber realmente difícil para Dios Trino? Toda esta cuestión debe pues entenderse como un viraje con respecto a la Tradición, y por ser la cremación contraria como es a la Tradición, está de moda (la cremación): es decir, es chic. Y la modernidad, no lo olvidemos, es un perpetuo ataque a la Tradición, y por tanto a la inhumación, que ya no es vista como mera obra de misericordia hacia el reverenciado cuerpo del difunto, sino como obsoleta y antihigiénica acción, propia de supersticiosos e ignorantes.
No creen los modernos relativistas en resurrección alguna, de puro alienados como están en la ruda materia que rige sus eones; para ellos las basuras y los cadáveres son una y la misma cosa: material de desecho. ¿Y qué podrían creer ellos, los relativistas modernos, que ubican el alma en alguna región localizada del cerebro? Nosotros les refutamos: la resurrección no es hipótesis peregrina, sino Verdad Una: la Historia nos ofrece algunos ejemplos implacablemente documentados, de puro flagrantes ya incontestables: sirva como botón de muestra la resurrección -por intercesión de la Santísima Virgen del Pilar- de la pierna muerta y enterrada de Miguel Pellicer, formidable milagro acaecido en Calanda (Teruel) el año de 1640, extraordinario por varios conceptos, y que bien nos puede servir como precedente de lo que habrá de ocurrir el Día del Juicio (aunque no es lo que resucita aquí la persona tal cual, sino una parte de ella, concretamente una porción muy considerable de su pierna amputada años ha, rodilla abajo).
Incinerar a los muertos -salvo en ocasiones de excepción en que la necesidad bien lo requiera: epidemias, contagios, etc.- no es sino bárbara brutalidad, más propia de los antiguos paganos y de los demacrados gentiles del Indostán que de los occidentales tibios e incrédulos de nuestros días. A fin de cuentas, el fin último de la incineración en el mundo moderno no consiste sino en borrar cualquier huella de algo que fue alguien. ¡Borrar! ¡Negar! Y a otra cosa.


José Antonio Bielsa Arbiol

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