LA AMENAZA DE LA MANADA (y II)




La democracia moderna acaba en la práctica por asumir la forma sustancial de una οκλοκρατία, del dominio despótico de una turba amenazante (“the rule of a howling mob”). Esta oclocracia, de acuerdo con la doctrina platónica clásica, se desliza insensiblemente hacia una oligarquía degenerada finalmente en franca tiranía. Es un proceso que Platón designa como κατάβασις, el descenso a los infiernos, con la ignominia de la reducción a un estado de opresión apesebrada, complaciente, moralmente envilecida.
Muchos autores, que jamás se han confesado o reconocido como  tradicionalistas, han levantado su voz de alerta contra la democracia totalitaria (J. Talmon), la democracia de masas basada en la sublimación de la fuerza bruta de la mayoría numérica (4), instauradora de una mera legalidad formal en demérito de cualquier pretensión de legitimidad moral y social. José Ortega y Gasset hablaba de “democracia morbosa” – como manifestación singular de la actitud propia del “hombre-masa” -, Gustavo Bueno de “fundamentalismo democrático”, mientras que F. W. Nietzsche ya había definido la democracia como “la politización delirante de todas las cosas”.
La democracia moderna ha acabado por responder a un esquema dialéctico y su motor ineludible es el conflicto social. En lugar de respetar el orden moral como algo previo y trascendente al puro orden social, así como a las distintas comunidades que surgen históricamente como fruto de la sociabilidad natural del ser humano, el Estado moderno se empeña en dividir a las personas por su adscripción al credo de una religión secular artificial (ideología), contrario a otros rivales en los que se encuadra a otras personas, pretendiendo que la libertad social surja precisamente del combate sin fin entre uno y otro bando para la conquista de los poderes públicos. Un arbitrismo concebido supuestamente para permitir la renovación pacífica y periódica de las magistraturas políticas del Estado ha terminado por someter la vida de los pueblos a una zozobra permanente, al libre juego de fuerzas impersonales y amorales, a la tiranía protagonizada por una falsa autoridad que no reconoce límites o presupuestos externos a ella misma.  
La comunidad, invertebrada o más bien desmedulada, convertida en un montón informe de granos de arena idénticos, se somete a manipulación por medio de fuerzas mecánicas, atizando las pasiones del odio, la envidia y el resentimiento. Los cuerpos y estados sociales que constituyen naturalmente la comunidad han quedado suplantados por la representación por bandos en lucha, en beneficio del poder omnímodo (soberanía) del Estado – hoy en su versión mundialista -. ¿Con qué herramientas cuenta el Estado para someter a servidumbre a una multitud despersonalizada de individuos? Básicamente con el igualitarismo a ultranza o identitario (“the cult of sameness”) corporizado institucionalmente como democracia totalitaria en la ideología de Rousseau y sublimado en las múltiples doctrinas socialistas (5). El concepto moderno de soberanía es totalitario, puesto que supone la legitimidad de un poder que pretende dar razón de sí mismo por sí mismo, sustrayéndose al orden moral o, si se quiere, creando e imponiendo su propio pseudo-orden moral.  
Por todo ello, cuando presenciamos con horror cómo se perpetran crímenes nefandos en nuestras sociedades (6) y cómo se amparan, a veces se alientan o quedan impunes, con el concurso de las potestades democráticas, los tradicionalistas, y menos aún las tradicionalistas, no caeremos en la aberración de proclamar que “somos manada”. Nos negamos a ser manada, nos negamos a ser horda (una palabra castellana que guarda más relación etimológica con el término inglés herd), nos rebelamos si pretenden tratarnos como a un rebaño de borregos.
Hemos de reconquistar nuestra tradición secular, reconstruyendo de abajo a arriba el completo tejido orgánico de la comunidad, de modo que cada persona, cada familia, cada municipio, cada territorio, cada agrupación laboral o profesional vea reconocidas y tuteladas sus libertades concretas y conozca con certeza los deberes socialmente exigibles en que debe materializar su contribución al bien común. No se trata de retornar al pasado, sino de recuperar la senda perdida, en el tramo que corresponda a la altura de los tiempos que nos ha tocado vivir. No queda más remedio que emprender una ανάβασις que nos permita recuperar todo lo que hemos perdido en el proceso histórico de κατάβασις propio de las sociedades de masas, alcanzando así formas de convivencia social de dimensión más humana. Sólo así podremos realizar una auténtica democracia, en el sentido tradicional de acción benéfica en favor del pueblo, que supere el despotismo de la plutocracia característico de las sociedades mecanicistas contemporáneas (La Tour du Pin). Y finalmente, coronando todo el cuerpo social organizado, la monarquía: un origen o principio (αρχή) de autoridad único, cuya razón de ser consiste en proteger todo ese orden de libertades concretas y deberes socialmente exigibles, como rezan los legendarios Fueros de Sobrarbe:


Nos, que cada uno de
nosotros somos igual
que Vos y todos juntos
más que Vos, te
hacemos nuestro Rey si
cumples nuestros fueros
y los haces cumplir, si no, no¡


Jerónimo Blancas, Coronaciones de los Sereníssimos Reyes de Aragón (1585).


En estas líneas resplandece la genuina doctrina de la Legitimidad. El eterno problema del equilibrio entre autoridad y libertad: ¿cómo obtener una obediencia no servil, no basada en la fuerza coactiva del poder público? Configurando formas de gobierno de escala humana al servicio del bien común. Con este fin, nuestros mayores instituyeron la monarquía, una magistratura que resulta constitutivamente apta para sustraerse a la lucha por el poder y a la misma voluntad de poder (M. Clavel). La obediencia en conciencia no se debe a la persona de quien se halla investido del poder público, sino que se presta a la consecución del bien común a cuyo servicio se producido esa investidura. Y como garantía real de la libertad se reconoce y tutela la autarquía de todos los sectores y entidades que constituyen naturalmente la comunidad como fundamento de la suprema potestad y de todo el orden social.
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NOTAS
(4) En este sentido, un tradicionalista como Álvaro D’Ors escribió en La violencia y el orden (Criterio-Libros, Madrid, 1998), pp. 162-163: “La relación profunda entre pacifismo y democracia es tan clara como oculta. Se trata simplemente de sustituir la decisión armada, que en principio conduce a la victoria del más fuerte, por la negociación económica, que conduce al dominio del más rico. Esto es así porque la democracia, por sus mismos principios, postula la transitoriedad del gobernante, cuya potestad depende de las elecciones populares, dentro de ciertos límites constitucionales. Esto quiere decir que el gobernante aparente, al no ser estable, no tiene el poder realmente decisivo, sino que este debe reservarse a un cierto grupo de personas que, por su gran potencia económica, pueden controlar la vida social, dentro de cada Estado, incluyendo el mismo resultado de las elecciones, pero, a la vez, puede establecer un sistema de entendimiento supranacional permanente. De este modo, la Democracia es, en el fondo, una Criptocracia plutocrática, para la cual la negociación, los negocios, son su oficio, y no la violencia militar. Y al ser un poder oculto, es natural que se combine con todas las otras redes y sectas de connivencia oculta que existen en el mundo y que, revistiendo diversos nombres, conducen, en último término, al poder sinárquico del que ya hemos hecho mención. Pero por este camino de la Criptocracia encubierta bajo apariencias democráticas, es el mismo Estado el que viene a caer en crisis: se convierte también él en un puro instrumento de la Sinarquía mundial”.

(5) La última metamorfosis de estas doctrinas es la conocida como ideología de género, que aparentemente se presenta como amparo e impulso de la diversidad, pero que no es sino una forma más de paroxismo igualitario, que pretende negar la diversidad y complementariedad natural entre hombre y mujer, la realidad de que el ser humano se realiza plena y naturalmente como hombre y como mujer.


(6) Que no comunidades, puesto que son fruto de un “contrato social”, por supuesto de carácter temporal y más bien precario, que suplanta a las autoridades legítimas de un cuerpo social organizado por una oligarquía degenerada periódicamente renovada por cooptación.


R.P.

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