Estamos
ya prácticamente inmersos en el cuadragésimo aniversario del restablecimiento
formal de la democracia en España con la aprobación de la Constitución de 1978.
Se ponía fin, de modo solemne, a la dictadura del general Franco y daba
comienzo una nueva andadura en un régimen que hacía de la libertad y el
pluralismo político su gran divisa. En la mayoría de las gentes había un deseo,
quizá ingenuo pero hasta cierto punto sincero, de iniciar una etapa histórica
de convivencia en paz y en libertad, con la plena incorporación de España a lo
que por entonces, todavía en plena guerra
fría, se conocía como “el mundo
libre”. Al menos, en estos términos se expresaban las crónicas del momento.
En ese
año culminante de la pomposamente llamada transición
española, una suerte de marcha triunfal hacia la libertad a tenor de la
enseñanza que algunos hemos recibido desde nuestra más tierna infancia, el
profesor José ZAFRA VALVERDE hablaba de “una
Constitución éticamente neutra” (1). En efecto, uno de los elementos que
delataban la inspiración absolutamente liberal - en el sentido doctrinario o
fuerte de este término - de la nueva carta magna era la consagración del
relativismo axiológico como fundamento del nuevo orden político, con su
correlato necesario de un único límite de carácter negativo al ejercicio de las
potestades públicas, estrictamente basado en un mínimo ético común configurado
por el ethos existente de hecho entre
los hombres (y mujeres, que dirían hoy los pedantes) que poblaban el país en un
momento dado. Adolfo SUÁREZ proclamaba, en línea con este planteamiento, que “hay que hacer legal lo que ya es normal en
las calles”.
La
gnosis socialdemócrata imperante a nivel global tras el final de la Segunda Guerra Mundial
dictaba a España las condiciones para su incorporación al club de las naciones desarrolladas, modernas, avanzadas … Estas
condiciones no eran sino la imposición de un nuevo ethos social antitradicional, emanado de la filosofía iluminista de
la emancipación y cuajado en una mentalidad reformista que busca remover los
viejos vínculos de lealtad y jerarquía en instituciones como el matrimonio y la
familia, las relaciones laborales, la docencia, la investigación, el arte y la
cultura, el ejército, la atención sanitaria o la asistencia social.
George
POMPIDOU profetizaba en su obra El
nudo gordiano que “cuando se
hayan destruido todas las creencias, inculcando la negativa a cualquier orden
social y a cualquier autoridad, sin proponer nada a cambio, de nada servirá, en
presencia de una humanidad desorientada y entregada irrevocablemente a las
fuerzas más ciegamente brutales, gritar: ¡No habíamos querido eso¡”. ¿No
nos traen estas palabras el siniestro recuerdo de las pronunciadas por el
liberal José ORTEGA y GASSET en tiempos de la II República
española: ¡No es esto¡ ¡No es esto¡?
Dice el
preámbulo de la vigente Constitución española que pretende “consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como
expresión de la voluntad popular”. Y en el artículo 1.2 declara
solemnemente que “la soberanía nacional
reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. La
soberanía popular es la ideología de la omnipotencia del número, de la mayoría
aritmética de los sufragios. El Derecho y la Ley se fundan así en el criterio más
inconsistente, accidental, voluble y arbitrario. No en vano, ya decía JURIEU
que “el pueblo es la única autoridad que
no necesita tener razón para dar validez a sus actos”. Cualquier persona
con un mínimo de sentido común advierte cuán absurdo, insensato e irresponsable
es este criterio político, basado en la volatilidad infinita de los intereses
egoístas y las opiniones atrabiliarias. La experiencia histórica documenta la
acumulación de ruinas provocada por la adulación y la demagogia.
No es
verdad que el hombre no tiene más deberes que los que se autoimpone o reconoce
libremente. Por encima de las convenciones políticas, están las dependencias
naturales que constituyen deberes y compromisos irrenunciables, y la primera y
principal de ellas es la religiosa, que vincula a la criatura con su Creador.
El hombre nace en una familia y en una Patria determinada, estribada en el
sacrificio secular de muchas generaciones que la han ido conformando
históricamente. Es heredero de una tradición y responsable de un destino
histórico con sus compatriotas. Nace y crece comprometido y vinculado a
sociedades que tienen su origen en la sociabilidad natural del ser humano, en
las que, por esta misma razón, también la voluntad tiene una importante
intervención.
Claro
que es razonable sostener que el poder político reside en el pueblo, si con
este término nos referimos a la población unida, jerarquizada, organizada,
donde una parte gobierna para el todo. Pero la legitimidad de un gobierno
político no radica sin más en las elecciones ni en el consentimiento de las
mayorías – por otra parte, muy conveniente -, sino en el cumplimiento de su fin
propio que es el servicio eficaz al bien común. El bien común es un bien en el
que deben participar todos los miembros de la comunidad política, aunque en
grados diversos, según sus propias funciones, méritos y condiciones. Los
poderes públicos, al promoverlo, han de mirar porque en él tengan parte todos
los ciudadanos, sin dar preferencia a alguno en particular o a grupos
determinados.
El
horror a la responsabilidad personal se refugia a la sombra del populismo. Los
gobernantes de turno, consagrados por el voto o el consentimiento de la mayoría,
operan con una cierta impunidad ante un “soberano”
tan voluble e inconsciente. Es justamente la seguridad fundada en esa
ficción que es la soberanía popular lo que ha permitido la mediatización de los
poderes públicos por el imperialismo internacional del Dinero (J. B. GENTA).
En
España nos han falsificado las instituciones, rompiendo nuestra tradición moral
y política. Nos han impuesto desde fuera instituciones inadaptadas a nuestra
tradición, nuestra idiosincrasia y nuestras creencias y convicciones más
profundas. Para ello el pensamiento moderno, la Revolución con sus
diferentes disfraces, máscaras y caretas, ha hecho uso de la filosofía dialéctica, que no es sino la lógica de
la contradicción.
En el artículo
2 del texto constitucional de 1978 se declara que “la Constitución
se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de
todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
Está claro que la nacionalidad es el vínculo jurídico-político que une a cada
hombre con su Patria. Por lo tanto, el precepto anteriormente transcrito o es
un paralogismo, o es un sofisma anfibológico o es simplemente una logomaquia.
Dicho esto, ¿cuál es la diferencia entre las nacionalidades y las regiones? La
disposición transitoria segunda nos ofrece la pauta hermenéutica: son
nacionalidades históricas, o al menos podían serlo entonces de modo inmediato
(hoy ya lo es cualquier Comunidad Autónoma que se precie), “los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente
proyectos de Estatuto de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse esta
Constitución, con regímenes provisionales de autonomía”. Por tanto, los
únicos derechos históricos que cuentan para esta Constitución son los que traen
causa de la II República
española.
La
historia de España relevante a efectos constitucionales es la que discurre
entre 1931 y 1936. El resto de la historia de España no existe para el
legislador constituyente. Es decir, no se reconoce la realidad jurídica de los
reinos, condados, señoríos, municipios, comarcas y demás comunidades
territoriales que han configurado históricamente la Patria. ¿Qué sentido tiene
que el artículo 11.3 del mismo texto constitucional hable de los pueblos que tengan
una vinculación tradicional con
España? La organización territorial del Estado español, “regulada” en el título VIII con un carácter indefinidamente
constituyente, se remite a la decisión de los partidos políticos que en cada
momento logren conformar las mayorías parlamentarias exigidas, bien para
legislar o bien para designar a los miembros del Tribunal que resolverá los
conflictos de competencia (legislador negativo). Hay que decir que, en la
práctica, estas mayorías dependen, a su vez, de las que se consigan en los
comicios correspondientes, pero estas últimas se pueden “fabricar” con cierta facilidad, ya que el padrón a partir del cual
se configura el censo electoral puede nutrirse de personas en estado de
necesidad procedentes de otros países que estén dispuestos a mantener con su
voto a quienes les garanticen la supervivencia (“qui potest capere, capiat”).
En la
misma línea, los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales se
regulan exactamente a continuación de los partidos políticos, indicando en
ambos casos que “su estructura interna y
funcionamiento deberán ser democráticos”. Las quejas sobre la realidad de
una estructura interna y de un funcionamiento no democráticos en la práctica de
los partidos políticos y de los sindicatos y asociaciones patronales demuestran
un desconocimiento absoluto de la auténtica naturaleza de la democracia
liberal. Son totalmente democráticos en el sentido de que son políticos, responden siempre a una
dialéctica ideológica, y en el caso de los sindicatos y organizaciones
patronales rara vez a legítimos intereses de índole social o económica. De
hecho, el artículo 38 de la
Constitución , al reconocer el derecho de huelga habla
simplemente de la “defensa de sus
intereses”. No ha sido posible hasta ahora aprobar una Ley Orgánica
reguladora del ejercicio de este derecho, sigue vigente el Real Decreto Ley
17/1977, de 4 de marzo, y ahora las huelgas políticas se denominan
eufemísticamente “generales” (2).
Los
colegios y organizaciones profesionales han sido relegados a la sección 2ª del
capítulo I de este título I (artículo 36), en el que curiosamente se reitera el
mandato de que “su estructura interna y
funcionamiento deberán ser democráticos”. Últimamente, con la experiencia
de las cajas de ahorros, ya sabemos en qué consiste exactamente esa estructura
interna y ese funcionamiento democráticos, y el papel decisivo que en su
efectiva implantación han tenido partidos políticos y sindicatos. En todo caso,
estas asociaciones estrictamente profesionales y no políticas, debían ser
convenientemente neutralizadas, ya que recordaban demasiado al corporativismo y
al régimen gremial tradicional, cosas todas ellas inficionadas de “franquismo” para el punto de vista de
la intelligentsia dirigente.
En
cuanto a la educación, parece una broma de pésimo gusto, pero no lo debe ser
tanto para quienes buscan también el control de los grandes grupos de
comunicación. Se trata de las dos herramientas principales para implantar el “pensamiento único”, llamado en terminología
gramsciana la “hegemonía cultural”.
“Artículo 27
1. Todos tienen el derecho a la
educación. Se reconoce la libertad de enseñanza.
2. La educación tendrá por objeto el
pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos
de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.
3. Los poderes públicos garantizan el
derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
4. La enseñanza básica es obligatoria y
gratuita.
5. Los poderes públicos garantizan el
derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la
enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados y la
creación de centros docentes.
6. Se reconoce a las personas físicas y
jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los
principios constitucionales.
7. Los profesores, los padres y, en su
caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros
sostenidos por la
Administración con fondos públicos, en los términos que la
ley establezca.
8. Los poderes públicos inspeccionarán
y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las
leyes.
9. Los poderes públicos ayudarán a los
centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca”.
Como
decía Romanones, “ustedes aprueben la
ley, que nosotros haremos el reglamento”. La historia de las leyes
educativas de la democracia en España es elocuente por sí misma.
En otro
orden de cosas, el artículo 57.1 señala que “la Corona de España es
hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo
heredero de la dinastía histórica”. Si la dictadura franquista es un
régimen ilegítimo y la legitimidad histórica proviene de la II República , la
única que se fundaba en una legalidad democrática, este precepto deviene nulo e
inaplicable. En efecto, el 29 de noviembre de 1931 las Cortes constituyentes de
la II República
aprobaron el dictamen de la
Comisión de Responsabilidades creada por Ley de 24 de agosto
de 1931, con el texto finalmente propuesto por el gobierno que declaraba a
Alfonso XIII reo del delito de alta traición, privándole de todos sus derechos
y de la nacionalidad española, “sin que
pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores”. Esta
disposición fue abrogada en 1938 por decisión de Francisco Franco.
No comments. No
vale la pena perder el tiempo con el título II. Es la vieja mascarada del “rey que reina, pero no gobierna”. Me
limito a reproducir parcialmente el texto publicado por Juan Manuel DE PRADA,
al hilo de la reciente boda de un príncipe británico: “… la monarquía se funda en el encumbramiento de una familia sobre todas
las familias – lo mismo ricas que pobres -, para que desde su cumbre pueda
defender al pueblo pueda defender al pueblo de las asechanzas del Dinero sin
servidumbres ni compromisos; y a cambio de este privilegio espléndido esa
familia encumbrada se compromete a dar cosas que nadie obliga y a abstenerse de
cosas que nadie prohíbe. Una realeza que disfruta de sus privilegios pero no
asume sus obligaciones ímprobas no es realeza auténtica, sino familia de
monigotes hedonistas que ya no pueden cumplir la función para la que fueron
encumbrados. O todavía peor, familia de marionetas cegadas por el capricho que
el Dinero maneja y mantiene, para que conviertan la ira popular en emotivismo
barato, cada vez que celebran bodorrios con faranduleras o gigolós. Mucho
más nociva que la demolición de las instituciones es su degeneración y
perversión. Antes republicano que defensor de una monarquía de sitcom
cutre” (3).
Hay,
sin embargo, un precepto, que no llama especialmente la atención por su
ubicación sistemática, pero que resulta extraordinariamente revelador. Y ello
no sólo ni tanto por su tenor literal, como también y sobre todo por la
interpretación unánime que de él han ido elaborando tanto la jurisprudencia del
Tribunal Supremo como la del Tribunal Constitucional. Me refiero al artículo
128.2 del texto constitucional de 1978: “Se
reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá
reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en
caso de monopolio, y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo
exigiere el interés general”. Según doctrina reiterada y a estas alturas
pacíficamente consolidada de la jurisprudencia ordinaria y constitucional, la Constitución de 1978
parte de un principio diametralmente opuesto al de subsidiariedad, que suponemos
se reputa ilegítimo por “franquista”( 4).
¡Gran
error¡ (¡o gran villanía¡). Poner al mismo nivel la iniciativa pública y la
iniciativa privada en la actividad económica es reconocer implícitamente un
poder totalitario al Estado en un ámbito tan intrínsecamente vinculado a las
libertades reales como ese. En todo caso, recordando la advertencia ya citada
de GENTA, es preciso señalar que la que en realidad ejerce efectivamente esa
tiranía es la sinarquía, mediatizando a los Estados supuestamente soberanos a
través del poder internacional del Dinero. Gana siempre el que engaña mejor al
pobre pueblo, dispuesto siempre a creer al que se arrodilla a sus pies y le
promete mucho pan y mucho circo, y nada de fatigas para ganarlo.
Después
de 40 años, los resultados están a la vista. El ambiente social es
irrespirable. La convivencia hoy por hoy, bajo el disfraz de la igualdad y la
tolerancia, una quimera: izquierda contra derecha, las nacionalidades “oprimidas” contra el Estado español, los
empresarios contra los trabajadores y
los trabajadores contra los
empresarios, … y, para que no nos falte de nada, el lobby LGBTI imponiendo su agenda a toda la sociedad.
En
estos momentos la tasa de natalidad ha caído en España por debajo del nivel de
1939, mientras que el aborto, sufragado por lo que se atreve a llamarse sistema
público de salud, alcanza cifras cada vez mayores (superando cualquier registro
histórico de mortalidad infantil). España es el segundo país de la Unión Europea con
mayor tasa de divorcios con una media de 400.000 anuales. Se producen cinco
cada minuto. 150.000 niños se ven afectados al año por el divorcio de sus
padres. España lleva años a la cabeza del consumo de drogas en Europa (cocaína,
heroína, drogas de síntesis, …).
Hemos
recordado muchas veces las palabras de MELLA: “no se pueden levantar tronos a las premisas y cadalsos a las
consecuencias”. El hecho es que bajo el signo de la democracia y la
soberanía del pueblo, con sus infinitas siglas, disfraces y caretas, se está
rayendo de la faz de la tierra hasta el último vestigio de la Hispanidad , una
civilización cuyo esplendor alumbró durante siglos a una muchedumbre de pueblos
y culturas en los cinco continentes. De este modo, parece confirmarse el aserto
de Eugenio VEGAS LATAPIÉ de que este sistema político constituye “un arquetipo de institución corruptora”.
R. P.
(1) La neutralidad del Estado es una consigna tradicional de la
masonería para expulsar a la
Iglesia de la vida social. La neutralidad no existe, nunca ha
existido y nunca existirá. Cosa muy distinta es el respeto a la libertad
religiosa, que no se da, de hecho, en los Estados que presumen de neutrales y
que son sencillamente anticristianos. En ellos se aprecia claramente una
confesionalidad negativa. En febrero de 2017, con ocasión del tercer centenario
de la creación de la masonería moderna (con la fundación de la Gran
Logia de Londres),
el por entonces todavía presidente de la República Francesa ,
François Hollande, visitaba la sede emblemática del Grand Orient de France en el número 16 de la rue Cadet de París: "Mi
presencia constituye un reconocimiento de lo que habéis aportado a la República. La
República sabe cuánto os debe y siempre estaréis ahí para defenderla".
En su discurso, HOLLANDE reiteró su compromiso con el laicismo de Estado como
componente esencial de la ideología republicana: "A partir de 2012 he procurado que pudiésemos llevar esa laicidad a todas partes, sobre todo a nuestras
escuelas". Vincent
PEILLON, ministro de Educación entre 2012 y 2014 y ahora eurodiputado,
lo dijo con claridad en su libro La Revolución no ha terminado: "La laicidad puede considerarse como la
famosa religión de la República buscada
después de la Revolución ".
(2) La huelga revolucionaria o huelga general
revolucionaria es la huelga que responde a propósitos de subversión política de
carácter general. Aunque puede motivarse de modo inmediato en reivindicaciones
de carácter económico o social, su objetivo último supera esas esas
reivindicaciones. Históricamente es una de las herramientas de acción directa
del socialismo revolucionario. Se trata de una huelga masiva desestabilizadora
del gobierno al que se combate, promovida con el propósito de derribarlo e
instaurar un Estado formalmente socialista o un gobierno socialista de unidad
popular.
(3) En un artículo publicado con motivo de la abdicación del
llamado Juan Carlos I, titulado Monarquía
y República, el mismo autor apuntaba: “Siendo completamente sinceros, hemos de reconocer que los apologistas
de la república suelen ser, por lo común, mucho más convincentes que los
apologistas de la monarquía, por una sencilla razón. sus apologías republicanas
son sinceras y coherentes, mientras que las apologías monárquicas resultan
siempre utilitarias, inconsistentes y molestamente aderezadas con cuadros
amedrentadores de épocas republicanas pretéritas. La razón por la que los
apologistas republicanos resultan más convincentes que los monárquicos es bien
sencilla. mientras los republicanos creen en unos principios (que sean
acertados o erróneos es otro cantar), los exponen y desarrollan sin ambages, los
monárquicos escamotean sus principios (o simplemente no los tienen y los
sustituyen por razones de conveniencia), de tal modo que sus apologías resultan
vacuas, dejando además el fétido regusto de que solo desean preservar su
posición. (…). El régimen político natural de la sociedad católica era la
monarquía tradicional y representativa, que se convirtió en monarquía absoluta
en los países protestantes. En España, la monarquía tradicional alcanza su
apogeo cuando la sociedad era más netamente religiosa; y empieza lentamente a
declinar cuando flaquean tales creencias y la monarquía se contamina de
absolutismo. La monarquía tradicional creía en el origen divino del poder; la
absolutista, en el origen divino de los reyes, cosa muy distinta, pues desde el
momento en que el rey se cree un diosecillo es inevitable que acabe
infatuándose. Surge así el concepto de ‘soberanía’ definido por Bodino, al
principio soberanía absoluta del rey, posteriormente soberanía popular en la
era de las revoluciones, que no hacen sino transferir al pueblo un poder que ya
había perdido, para entonces, su entronque divino. Y como la bajada del
termómetro religioso apareja la subida del termómetro político, la soberanía
popular, organizada democráticamente, hubo de fundar una serie de mitos
políticos (a modo de sucedáneos de los dogmas religiosos, para llenar su
hueco): derechos humanos, división de poderes, etcétera. Y, al lado de estos
mitos políticos, una ‘técnica’ de funcionamiento que habría de consagrar una
nueva modalidad de político que desempeña su labor sin fin moral alguno, según
avizorase Tocqueville en La democracia en América. He visto otros que,
en nombre del progreso, se esfuerzan por materializar al hombre, queriendo
tomar lo útil sin ocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias y el
bien separado de la virtud. he aquí, se dice, a los campeones de la
civilización moderno. Estos campeones de la civilización moderna ya no son
guerreros dispuestos a ofrendar su sangre para proteger a su pueblo de los
abusos del Dinero, al estilo de los viejos reyes, sino jugadores al servicio
del Dinero (¡bien pagaos!) que se organizan en equipos (partidos políticos) y
compiten en estadios (antaño parlamentos, hoy también platós televisivos),
jugando a veces en casa (cuando gobiernan) y a veces fuera (oposición), para
disfrute o cabreo de sus respectivas hinchadas; y el modo fetén de organizar
este juego ¡la liga de campeones del mundo mundial! es la república. Lo cierto
es que un rey no pinta nada en esta liga, ni siquiera como ‘árbitro’ (así
llaman eufemísticamente los apologistas de la monarquía la posición del rey,
aunque saben que más bien es un ‘dontancredo’), porque los reyes lo son cuando
mandan y son depositarios de una encomienda divina. Si el clima de la época
rechaza tal encomienda, o simplemente no la reconoce, la monarquía ya no se
puede defender sino mediante subterfugios, como ocurre siempre que se defiende
algo escamoteando su verdadera naturaleza. De ahí que los apologistas de la
monarquía resulten tan poco convincentes. A los pueblos sin teología solo les
queda la república, coronada o sin coronar; y es que el moderno, como ironizaba
Paul VALÉRY, se conforma con poco”.
(4) “En general, el Estado
no será empresario sino cuando falte la iniciativa privada o lo exijan los
intereses generales de la nación”. Ap.XI.4 del Fuero del Trabajo
(1938). “La iniciativa privada,
fundamento de la actividad económica, deberá ser estimulada, encauzada y, en su
caso, suplida por la acción del Estado”. Ap. X de la Ley de Principios del
Movimiento Nacional (1958).
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