MENÉNDEZ PELAYO COMO EDUCADOR DE LA JUVENTUD ESPAÑOLA - UNA REIVINDICACIÓN (3)




Inevitablemente, la deuda de Menéndez Pelayo con la filosofía de su siglo no podía ser muy amplia, de puro limitada: juzgará con dureza el neoescolasticismo, que considerará algo caduco en sus presupuestos en su negativa a ir más allá del Aquinate; condenará integralmente el krausismo, tanto por su cuerpo doctrinal importado del extranjero como por su espíritu de secta infectada de masonería, que no cesará de denunciar; sí mostrará sus simpatías, no obstante, por Donoso y, sobre todo, por Balmes, aunque diferenciando con milimétrica precisión el pensamiento de sendos autores, que considera el anverso y el reverso de la misma medalla. Pero sus influencias determinantes vienen de más atrás, concretamente de la filosofía de un autor capital y hoy un tanto minimizado: Juan Luis Vives; por esta razón, Menéndez Pelayo se declarará “vivista”. No obstante, no todo termina en Vives. Sus influencias fuertes provienen también de la filosofía escocesa, de una serie de ingenios hoy considerados menores pero en su día considerables. Manifiesta ciertos reparos ante los sistemas de la filosofía alemana, pese a su especial predilección por Schiller y Hegel. Con excepción de algunas perlas de su literatura, desdeña cordialmente todo aquello que provenga de la verbalista Francia, galofobia que denota también un profundo resentimiento histórico. Su segunda patria, para él, es Italia o, más concretamente, Roma. Rechazará las filosofías orientales. No así los clásicos grecolatinos, que conoce como la palma de su mano. La literatura latina es otra de sus debilidades, con una predilección cierta por el cordobés Séneca, que no duda en considerar, en justicia, el padre de la filosofía española.

Filólogo nato, traductor eximio, Menéndez Pelayo es el primer español que, de primera mano, se ha adentrado en los más extraños títulos, en las más arcanas filosofías, descifrando con ojo de lince en unas horas o unos días lo que otros apenas hubieran despejado torpemente en varios meses o años de extenuante trabajo. Lo ha leído casi todo, es capaz incluso de memorizar y localizar los capítulos, los párrafos, las líneas exactas de determinados libros, conocidos o raros. Su prodigiosa memoria desorienta a cualquier mortal normal y corriente. Su bibliofilia deviene obsesión, por no decir patología: la suya es la biblioteca privada más abultada de la Europa de la época: al morir, sus estantes acopian más de 40.000 volúmenes, algunos de ellos de valor incalculable. Ante tamaña suma de conocimientos, cualquier profano podría pensar que don Marcelino fue una especie de erudito local, de esos que tanto proliferaban en el siglo, un intento de filósofo ecléctico sin un pensamiento realmente propio, un autor de tercera fila asfixiado en su polvorienta mastaba de libros. Pero nada de esto es así. En esta época atestada de especialistas dedicados de por vida a exprimir dos o tres temas, la prodigiosa fecundidad del polígrafo se nos antoja, más allá de la pura provocación, el fruto más cumplido de dos conquistas infrecuentes en todo escritor íntegro: la pasión por la verdad y el buen uso de la libertad. Él, que nunca sucumbió a esa tierra de nadie tan en boga entonces -ya no digamos hoy- que es el periodismo, dedicó su vida -fuera de sus horas muertas destinadas a la docencia, profesión que nunca le agradó- a la producción de las obras de erudición más importantes producidas en España en los últimos ciento cincuenta años. Pero, ¿qué conclusión filosófica podemos extraer de toda esta informe retahíla de hechos y anécdotas? ¿En qué lugar queda no ya el filósofo, sino su filosofía? 
        
Coyunturas al margen, la filosofía de Menéndez Pelayo no es producto del azar, como tampoco capricho subjetivo de una personalidad arrolladora. Surge, antes que nada, como reacción frente a un presente que el autor sojuzga decadente, corrompido, indigno del pasado de gloria que las crónicas nos han confirmado. Este presente, auténtico comienzo de la era neo-pagana en la que vivimos, provoca en el autor un malestar que se concreta en una amargura inconfundible, perceptible a través de sus escritos, y sobre la que cimentará su discurso crítico-político.

Sintetizando pues, los tres pilares básicos sobre los que se sustenta su filosofía son: 1) la crítica de lo presente, que implica una ética y una estética; 2) la reconstitución del pasado, que le permite desarrollar su filosofía de la historia, suma de teología y filosofía de la historia de la filosofía; y 3) la regeneración del porvenir, que supone una filosofía política y una moral política.

Tres pilares básicos, ni uno más, destinados a edificar un proyecto filosófico cuya consecución última es la metafísica, preocupación capital de Menéndez Pelayo, en cuanto que la concibe como “la ciencia de los cánones permanentes que presiden siempre toda la actividad del espíritu”; simplificando enteros, podríamos decir que todo conduce a la metafísica. Estos tres pilares, por lo demás, están aferrados a una realidad inteligible: ESPAÑA.

Así, la CRÍTICA DE LO PRESENTE no es sino el cuestionamiento de unas estructuras socio-morales que el autor analiza desde su privilegiada posición central, en la por él tan detestada Madrid. Aparece aquí, en este roce con lo mundano, el reaccionario que Menéndez Pelayo llevaba dentro, una figura trágica e incomprendida que, disfrazada de triunfador arropado por las instituciones, asiste a la ruina de España como a la suya propia. Entre medias y como Montaigne, el polígrafo iría a refugiarse durante sus vacaciones a su castillo particular, en Santander, que no era otro que su biblioteca.

El segundo pilar del que hablamos, la RECONSTITUCIÓN DEL PASADO, surge como resultado de la investigación de las grandes obras de la filosofía española de épocas pasadas. Menéndez Pelayo llegará a identificar hasta tres grandes filosofías españolas, cada una de ellas correspondiente con las obras de Raimundo Lulio, Juan Luis Vives y Francisco Suárez; estas tres grandes filosofías, “lulismo”, “vivismo” y “suarismo”, respectivamente, dada su resonancia europea, tendrán un carácter anticipatorio con respecto a las corrientes europeas luego dominantes, de las que suponen inequívocos precedentes, cual es el caso de que de la filosofía de Vives surja el intento armonizador de Sebastián Fox Morcillo, en el que éste intenta conciliar (y lo consigue con asombrosa maestría) a Platón con Aristóteles, al tiempo que el montañés lo postula como inequívoco precedente de Descartes, al haber hecho ya referencia al problema de la duda metódica como constitución del pensamiento filosófico. Los ejemplos podrían enumerarse por decenas. Pero, más allá de las singularidades y los exclusivismos, dominan dos tendencias vertebrales, que resumen la dualidad del pensamiento español: por una parte, el armonismo crítico, seña de identidad de los creyentes, es decir los ortodoxos como Vives o Lulio; y por la otra, el panteísmo, doctrina común a la que tienden los no creyentes y los deístas, heterodoxos del tipo de Miguel de Molinos o Servet.  

Por último, y como tercer pilar, está la REGENERACIÓN DEL PORVENIR, que tal y como la aborda Menéndez Pelayo no debe confundirse con el “regeneracionismo” de Costa y Mallada, cuyos aspectos socialistas difícilmente podían armonizar con el sincero catolicismo del polígrafo. No obstante y pese a su catolicismo “a machamartillo”, sería un error de bulto encasillar al santanderino entre los integristas químicamente puros, tendencia que sí se manifestó en sus años mozos, en los que la luz abrasadora de la juventud le llevaron a escribir algunos de los pasajes más incendiarios y magistrales de sus Heterodoxos.

Por todo ello, Menéndez Pelayo es un posibilista, tradicionalista y reaccionario sin complejos, sí, al tiempo que precursor de no pocas ideas relativas a la justicia social del pueblo y con el pueblo, y sobre tal tendencia se sustenta su idea de la regeneración del porvenir. Una regeneración entendida en un sentido amplio y sin fisuras. El hormigón de este soporte, en fin, no es otro que el profundo amor del polígrafo a España, una España cuya pasada grandeza histórica, que tiene su apogeo en el siglo XVI, no fue debida a las cualidades de la raza, sino a esa argamasa que resultó ser el CATOLICISMO: PRINCIPIO UNIFICADOR DE LA UNIDAD DE ESPAÑA.

CONTINUARÁ…

José Antonio Bielsa Arbiol

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