Nunca antes la sugestión masiva había sido tan eficaz.
Nunca antes los manipuladores han tenido a su disposición una técnica de
promoción tan buena y tan bien fundada sobre experimentos científicos. Nunca
antes dispusieron de medios masivos de difusión tan intrusivos como los
actuales.
Konrad Lorenz
He
aquí una afirmación categórica: que en mayor o menor grado, todos somos
esclavos de la imagen. Y es que cuando
una imagen es proyectada sobre una pantalla en blanco, en una oscura sala, a
una velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo o así, la impresión puede
ser demoledora, ¿o no? Sobre todo la primera vez. Siempre hay un comienzo,
por eso es importante que el comienzo sea objetivamente bueno, en todos los
órdenes. Permítaseme traerles un recuerdo de infancia, no por trivial menos
sintomático.
Recuerdo
muy bien que la primera película que pude ver en un cine fue Marcelino pan y
vino, de Ladislao Vajda. Contaba cuatro años de edad, y a falta de
un gran pasado cinematográfico que custodiar, aquella experiencia iba a ser, si
no definitiva, sí al menos altamente estimulante. Sus imágenes, animadas por
una vida misteriosa, parecían llamadas a dejar en mí algo más que una huella
difusa. Lo más curioso del caso es que comencé viendo -que no visionando- la
película por el final. En aquella ocasión (algo por lo demás infrecuente en un
cine de pueblo) la iban a proyectar dos veces seguidas, y mis padres, con los
horarios no muy claros, me metieron en la sala a oscuras con la primera sesión
a punto de finalizar. Así que, sin mayores problemas, asistí a las últimas
secuencias de esta mágica obra de arte sin mucha conciencia de lo que estaba
descubriendo en pantalla. Terminada la primera sesión, y sin levantarme de la
butaca, pude al fin encadenar con la segunda proyección y ver, ahora sí, la
película completa, comprendiendo el final que previamente me habían destripado.
¡Y claro que comprendí! Recuerdo bien que aquella película me conmovió
profundamente, pues salí del cine muy afligido, entre lágrimas. Pero no lloraba
como el niño que llora porque le han arrancado de la mano su juguete o tiene
hambre: lloraba porque en lo más hondo de mi ser un estremecimiento inefable,
de signo místico, había sacudido las blandas raíces de mi espíritu a través del
cinematógrafo. Aquel milagro revelado en pantalla, prodigio de sensibilidad y
amor de Dios, potenciado por la cuidadísima estética trabajada por Vajda,
no me podía dejar indiferente. Aquel día, no lo puedo dudar, fue mi bautismo
como cinéfilo. Un bautismo acaso inconsciente (como les suele ocurrir a casi
todos los bautizandos), pero certero en un sentido muy espiritual: de algún
modo, comenzaba a amar el cine. Hasta aquí el recuerdo.
Muchos
hemos tenido una primera película: para unos como quien aquí escribe, ésa fue Marcelino
pan y vino, y fue muy bien; para otros habría de ser Sonrisas y lágrimas,
y fue bien; para muchos más, tal vez La guerra de las galaxias o E.T.,
y fue; para tantos otros, Pulp fiction o Titanic, y seguro que no
fue tan bien; para los más jóvenes, en fin, algún episodio de las sagas de Harry
Potter, de Fast & Furious, de Crepúsculo, de… ¿y qué
habrá sido de ellos?
Asistimos
a una inexorable degradación del cinema en todos los órdenes. Hasta hace no
muchos lustros, todavía podían descubrirse en las salas de cine películas estimables,
con aciertos narrativos o estéticos, en las que se manifestaba al menos un
cierto respeto por la inteligencia del público. Cineastas y realizadores,
con ideas razonables más o menos pensadas, manifestaban su genio, su talento o
su medianía profesional a través de sus respectivas puestas en escena,
entregando trabajos que oscilaban entre la excelencia y la insignificancia. Por
la pantalla transitaban (aunque cada vez menos) seres humanos de carne y hueso,
íntegros, que conseguían arrastrar consigo al espectador, atrapándolo cuán
larga era la proyección del filme. Estos tiempos ya han pasado y seguramente no
volverán. El cine legítimo, para qué engañarnos, murió hace tiempo,
posiblemente en la década de 1980, cuando los últimos maestros entregaban sus
grandes obras postreras; desde entonces y hasta nuestros días, la
esporádica aparición de algunas notables entregas aisladas no ha conseguido
quebrar la sensación de vacío creativo y pérdida de sentido fílmico de una
industria envilecida por el mercado y las consignas políticas dominantes,
virtualmente mediatizada por seudolenguajes no cinematográficos como el del
videoclip, el videojuego o el anuncio televisivo, sin descender a cotas
más bajas.
Esta
imparable degradación del cinema supone, y confirma, el triunfo del denominado cine
degenerado, al que se ha dado impunemente vía libre para devastar las
estructuras mentales de toda una generación ahogada en las letrinas del
marxismo cultural. ¿Qué contra-valores promueve este anti-cine destinado a
menoscabar la inteligencia del público y pervertir su moral? ¿Cómo logra
imponerse este hollywoodismo de cloaca a las masas como parte del
Sistema, aceptado y reverenciado?
Para
empezar, es preciso abolir prejuicios y poner al cine degenerado (llamado
por algunos analistas cine sionista) en su ínfimo lugar, con
independencia de su factura formal/industrial o su (falso) prestigio crítico:
sea un subproducto de serie Z al servicio de algún culturista del momento
destinado al mercado del vídeo, sea una publicitada superproducción destinada a
inflar las taquillas y de paso arrasar en la entrega de los Óscar, la
composición química de los ingredientes siempre suele ser la misma, si bien
unos ingredientes presentan mayor calidad/entidad que otros, pese a que su
composición, insistimos, sea la misma. Vayamos por partes.
Primero,
¿cómo identificar este tipo de productos? Cada día que pasa es más
fácil desenmascarar este fraude que llamamos cine degenerado, sólo hay
que estar atentos al detrito gelatinoso que nos van a servir en el plato. Se
calcula que en torno al 90% de las producciones del Hollywood coetáneo y en
menor porcentaje las de sus satélites (entre ellos el cine español de nuestros
días) puede catalogarse como cine degenerado, y es que el cine
degenerado de 2018 resulta obviamente mucho más identificable y prolífico que
el de 1998, y ya no digamos que el de 1978: su rastrera naturaleza
instrumental ya no intenta siquiera ocultar lo escandaloso de sus presupuestos:
lo que antaño se intentaba ocultar y colar de forma subliminal en la mente del
adormecido espectador, hoy se muestra y ensalza con un regodeo francamente
escandaloso. Pero muchos espectadores, narcotizados y alienados en esta
barbarie, tragan y digieren sin cuestionar nada de lo que ven y oyen, ya que ni
visionan ni escuchan. Dos características mínimas, al menos, confirman y
desenmascaran el cine degenerado como lo que en verdad es (la mayor fábrica de
lavado de cerebro y creación de estereotipos del globo), a saber:
1)
La promoción descarada de los contra-valores, debidamente dosificados o
magnificados a lo largo de unos metrajes, por lo general, intercambiables y
embrutecedores, entre efectistas y alambicados, haciendo gala de todos y cada
uno de los tics de la posmodernidad: cualquier peliculilla de Almodóvar
en España o de Tarantino en Usa pueden servirnos de ejemplo. Entre estos
contra-valores/asuntos recurrentes, se subrayan con inusitada persistencia en
los últimos tiempos los siguientes, a saber: abortismo (Un asunto de
mujeres [Claude Chabrol, 1988]), alcoholismo (Factótum
[Bent Hamer, 2005]), anarquismo (V de Vendetta [James
McTeigue, 2006]), canibalismo (Holocausto caníbal [Ruggero Deodato, 1980]), capitalismo (El lobo de Wall
Street [Martin Scorsese, 2013]), comunismo/maoísmo (Soñadores
[Bernardo Bertolucci, 2003]), conductas estúpidas (Billy
Madison [Tamra Davis, 1995]), consumismo (Sexo en Nueva
York 2 [Michael Patrick King, 2010]),
drogadicción (Dos colgaos muy fumaos [Danny Leiner, 2004]), feminismo (Fabricando al hombre
perfecto [Susan Seidelman, 1987]), homosexualismo (La ley
del deseo [Pedro Almodóvar, 1987]), humor obsceno (American
Pie 7 [John Putch, 2009]), lesbianismo
(Carol [Todd Haynes, 2015]), nihilismo
(Harold y Maude [Hal Ashby, 1971]), pedofilia (Lolita [Adrian Lyne, 1997]), pornoterrorismo (Baise-moi [Virginie Despentes y Corali Trinh Thi, 2000]), prostitución
(Puta [Ken Russell, 1991]), sadomasoquismo (Nynphomaniac
[Lars von Trier, 2013]), travestismo (Las aventuras de Priscilla,
reina del desierto [Stephan Elliot,
1994]), violencia gratuita (Hostel [Eli Roth, 2005]), etc., etc. Si a esta retahíla abyecta sumamos
tendencias recurrentes como la falsificación de la Historia (Ágora [Alejandro
Amenábar, 2009]), la promoción del New Age (The New Age [Michael Tolkin, 1994]), la eurofobia (Amistad [Steven Spielberg,
1997]) y un antiblanquismo (racismo antiblanco) en alza (Black
Panther [Ryan Coogler, 2018]),
no nos costará demasiado trabajo identificar qué clase de sujetos y entes
vinculados al Nuevo Orden Mundial están detrás de esta industria de
manipulación destinada -como cierta moderna psiquiatría- a liquidar y
desmantelar la mente del espectador.
2)
La destrucción del lenguaje cinematográfico, pervirtiendo los resortes
normativos de la puesta en escena clásica (modo de representación
institucional). Esta destrucción, que nada tiene que ver con las tentativas
vanguardistas/experimentales de un Godard o un Chris Marker,
puede asimilarse cotejando dos filmes comerciales de su tiempo harto
antitéticos, separados por casi siete décadas de progresiva degradación: Los
violentos años veinte (Raoul Walsh, 1939) versus La jungla 4.0
(Len Wiseman, 2007). La comparación
resulta demasiado sangrante como para tomársela en serio, mas es evidente que
entre la gran obra maestra de Walsh y el engendro neo-capitalista a
continuación referido, la comparación resulta insoportable, de puro ofensiva. Y
es que un maestro clásico como Walsh, cuya concepción cinematográfica se
fundaba en el elaboradísimo estudio de la puesta en escena (composición,
movimientos de cámara, valoración de los actores y los objetos en el plano,
iluminación, columna sonora, etc.), nada tiene que ver con la ensalada de
planos brevísimos y acelerados del ruidoso engendro al servicio de Bruce
Willis, cuya única motivación “narrativa” parece ser/no ser un montaje
irreflexivo e incoherente al servicio del propio Willis y su sempiterna
camiseta, es decir al servicio de la nada misma.
Y
segundo, ¿cómo combatirlos una vez identificados? Obviamente, la mejor
arma de combate contra esta industria embrutecedora del cine degenerado
es el boicot a todos y cada uno de sus productos (merchandising incluido),
sin olvidar por supuesto la información consiguiente que nos haga
conocedores de ellos, divulgando al mayor número posible de personas qué fines
persigue esta industria y qué recursos utiliza para consumar su plan criminal
de imponer un cambio de paradigma antropológico fundado en la corrupción del
gusto y, por ende, de la mente. En consecuencia, animamos al público a
boicotear estos productos que ningún bien les harán como espectadores (a ellos
y a su entorno), al tiempo que les invitamos encarecidamente a conocer o
revisar las grandes obras maestras del cine del pasado (por el precio de una
entrada al cine se puede adquirir un deuvedé que bien puede pasar a
formar parte de una videoteca personal), de la mano de cineastas íntegros que
conforman el canon del cine legítimo o perenne, y donde encontramos, por citar
al menos una selección orientativa de 40 nombres, a creadores de la categoría de
Robert Aldrich (Vera Cruz, El beso mortal), Michelangelo
Antonioni (La aventura, La noche), Jacques Becker (París
bajos fondos, La evasión), Ingmar Bergman (Fresas salvajes,
Gritos y susurros), Budd Boetticher (El torero y la dama,
Estación Comanche), Robert Bresson (Diario de un cura rural,
Proceso de Juana de Arco), Luis Buñuel (Nazarín, Viridiana), Henri-Georges
Clouzot (El salario del miedo, Las diabólicas), Vittorio De Sica (Ladrón
de bicicletas, Milagro en Milán), Carl Theodor Dreyer (La Palabra , Gertrud),
Federico Fellini (Los inútiles, Casanova), Terence Fisher (Drácula,
El cerebro de Frankenstein), John Ford (Pasión de los fuertes, El
último hurra), Rafael Gil (Huella de luz, La Señora de Fátima), David
Wark Griffith (Intolerancia, Lirios rotos), Alfred Hitchcock (Yo
confieso, Vértigo), John Huston (El tesoro de Sierra Madre, La
jungla de asfalto), Andréi Konchalovski (Siberiada, El círculo
del poder), Akira Kurosawa (Vivir, Dersu Uzala), David
Lean (El puente sobre el río Kwai, La hija de Ryan), Mitchell
Leisen (Medianoche, Mentira latente), Joseph Leo Mankiewicz (Operación
Cicerón, Mujeres en Vencia), Anthony Mann (Horizontes lejanos, El
Cid), Kenji Mizoguchi (Cuentos de la luna pálida de agosto, Los
amantes crucificados), Manuel Mur Oti (Cielo negro, Fedra), Friedrich
Wilhelm Murnau (Amanecer, Tabú), Edgar Neville (La torre
de los siete jorobados, El último caballo), Yasujiro Ozu (Cuentos
de Tokio, Buenos días), Michael Powell (Narciso negro, El
fotógrafo del pánico), Dino Risi (La escapada, El estafador),
Éric Rohmer (La rodilla de Clara, Pauline en la playa), José
Luis Sáenz de Heredia (Las aguas bajan negras, Historias de la radio),
Franklin J. Schaffner (El señor de la guerra, El planeta de los
simios), Andréi Tarkovski (Solaris, Nostalghia), Jacques
Tati (Mi tío, Tráfico), Jacques Tourneur (La mujer
pantera, Retorno al pasado), King Vidor (Y el mundo marcha, El
manantial), Raoul Walsh (El mundo en sus manos, Los implacables),
Orson Welles (Sed de mal, El proceso) o Valerio Zurlini (La
chica con la maleta, Crónica familiar), entre otros muchos a falta de
espacio injustamente excluidos.
Sólo
así podremos aplastar a este Leviatán siniestro y enmascarado por los poderes
fácticos del Sistema. Y es que, dadas las ingentes cantidades de dinero que mueve,
el cine industrial se dirige obviamente a un público de masas. Ahora bien, ¿qué
ocurriría si dicho público dejase de ser “de masas”? Es preciso, por tanto,
consolidar a una masa mínima crítica de espectadores/cinéfilos dispuestos a dar
la batalla por las ideas, renegando de esa abyección que supone el cine
degenerado.
De modo panfletario y desprejuiciado, digamos NO
al cine degenerado.
José Antonio Bielsa Arbiol
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