El Estado de las autonomías y la doctrina foral. A propósito de un magnífico trabajo del profesor Andrés Gambra Gutiérrez (II)





                ¿Cuándo nace el tradicionalismo? Aparece como doctrina cuando empieza a deteriorarse primero y a verse combatido después en la vida de las comunidades y de las instituciones. En el fondo, cuando toma cuerpo el gran enemigo del orden tradicional de la Hispanidad: el Estado moderno. El primer hito histórico en este sentido es el conocido como Manifiesto de los persas (1814), en el que un grupo de 69 diputados, liderados por Bernardo MOZO DE ROSALES, pide el restablecimiento del orden tradicional de las Españas, frente al primer asalto del liberalismo a las instituciones patrias, consagrado en el texto de la Constitución de Cádiz de 1812. No se pide, sin más, el retorno al llamado Antiguo Régimen, puesto que se censura expresamente al absolutismo, designado con el nombre de “despotismo ministerial” (o ilustrado), sino que se defiende la monarquía tradicional como “una obra de la razón y de la inteligencia … subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales”, solicitando la inmediata “celebración de unas Cortes especiales legítimamente congregadas, en libertad, y con arreglo en todo a las antiguas leyes”, que constituyen la verdadera “y la antigua Constitución Española”, a diferencia de las que tuvieron lugar en Cádiz. 
                “La idea de que los hombres, para vivir una vida civil, deben integrarse en unidades políticas territoriales, formando una sola masa humana, sometida a un único poder, racionalizada y reglamentada por una misma norma positiva, y de que tales unidades territoriales están encerradas en fronteras que limitan la órbita de aquel poder y de aquella ley, eso, que es lo que propiamente llamamos Estado, eso es una creación relativamente moderna” (Álvaro D’ORS, Nacionalismo en crisis y regionalismo funcional).
El armazón teórico de la forma de gobierno que conocemos como “Estado” se construye a partir de las doctrinas de N. MAQUIAVELO y, sobre todo, de J. BODIN.
MAQUIAVELO había introducido la noción de “razón de Estado”, un axioma en virtud del cual la soberanía estatal no conoce norma alguna, ninguna instancia racional superior a sí misma: ella es la fuente única, exclusiva, autónoma de todo Derecho. Con ello, el Estado se convierte en el creador único del Derecho, lo que supone la premisa ineludible del positivismo jurídico rampante en nuestras modernas democracias.
En su obra Los seis libros de la República(1576), BODIN, con el propósito de salvar a la monarquía francesa de la grave crisis en que se hallaba postrada como consecuencia de las llamadas “guerras de religión”, llega a afirmar que un Estado o res publica, para constituirse como tal y perdurar en el tiempo, debe sujetarse a un poder absoluto, soberano y perpetuo, cuya misión fundamental consiste en elaborar y aprobar las leyes y cuya sola existencia excluye cualquier otra soberanía, de modo que cualesquiera otros poderes sociales no son sino emanaciones, concesiones o delegaciones suyas. Esta concepción subordina los cuerpos intermedios al Estado y les niega cualquier forma de autonomía que no sea una cesión limitada y revocable por parte del Estado (1).
                La idea de la ilimitación del poder soberano va a ser el eje de toda la teoría del Estado moderno. Y se trata de una idea evidentemente anticristiana, puesto que hace tabla rasa de la idea fundamental en el pensamiento político cristiano de la existencia de un orden natural en la sociedad que los gobernantes deben acatar en todo caso, sometiendo sus dictados a los imperativos de ese orden.
                La evolución del Estado moderno y de la noción de soberanía que le es consustancial, conoció dos etapas históricas, estrechamente vinculadas entre sí, siendo la segunda consecuencia dialéctica de la primera:
                1ª. La afirmación de la soberanía absoluta de origen divino de los reyes, deformación pagana de la idea cristiana y medieval de que el rey es un representante o ministro de Dios, de quien procede su potestad. Fueron los juristas (noblesse de robe) que buscaban, en un principio, justificar la plenitudo potestatis del monarca en sus dominios frente al emperador (pronto también frente al Romano Pontífice y, en definitiva, a la Iglesia Católica de la que es Cabeza visible), los que volvieron a invocar con este propósito los antiguos brocardos del Derecho romano del Bajo Imperio (“quod principi placuit legis habet vigorem”), abriendo camino a un “prínceps a legibus solutus”.
                2ª. La afirmación de la soberanía del pueblo o democrática, es decir, de la “volonté générale” como fuente única y exclusiva del Derecho, eje de la teoría del Estado hoy vigente, fruto de las especulaciones de ROUSSEAU y del abate SIÈYES y de la propagación de los principios de la Revolución Francesa.
                Esta potestad absoluta puede desplazarse del monarca al pueblo, o al Estado en abstracto, pero mientras siga teniendo estas características (absoluta, ilimitada, indivisible, inapelable, incontrolable,…) – que no excluyen cierta crudeza, llegado el caso – seguirá siendo soberanía por muy democratizada que esté.
                Llegados a este punto, el profesor Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ formula una pregunta: “¿Existe hoy - … - en la España actual alguna parcela de la vida social que el Estado no aspire a controlar y dirigir desde la atalaya de los poderes legislativo y ejecutivo? Resulta paradójico que cuando más se habla de autonomía regional y municipal, aparezca el «Boletín Oficial del Estado» repleto de leyes y decretos que desconocen por sistema el principio de subsidiariedad y conculcan aun los más elementales derechos de la comunidad familiar”.
                La respuesta la da el mismo autor en los párrafos siguientes: “La necesidad de esa revisión fundamental – del concepto de Estado – constituye uno de los postulados más vigorosos y originales de la escuela tradicionalista española. Frente a las restantes teorías sobre la articulación político-administrativa del Estado y de la regionalización de su estructura, incapaces de superar el presupuesto falso del carácter necesario del Estado, los tradicionalistas han sostenido con tesón que en una sociedad armoniosa debe existir un variado complejo de cuerpos intermedios, dotados de autonomía propia, y un poder supremo encargado de armonizarlos y servirles de complemento, pero no un Estado soberano entendido a la moderna usanza – tampoco, por las mismas razones, apuntamos nosotros, una especie de super-Estado global que actúe a través de las terminales de los antiguos Estados nacionales -. (…). No se trata, ciertamente, de un proyecto fácil, pues supone nada menos que «rehacer la sociedad desde sus cimientos»: de ahí que los restantes reformadores de la España contemporánea, los de ayer y los de hoy, precisamente porque no han sido capaces de sobreponerse al estatismo ambiental, hayan tildado de irrealista o utópico al tradicionalismo español. Sólo desde sus planteamientos será viable, sin embargo, emprender una acción política de envergadura que no esté abocada, antes o después, a un retorno al punto de partida. O a un incremento del Leviathán estatal a través de algún derrotero insospechado: precisamente lo que está ocurriendo con el «Estado de las autonomías»”.
Es preciso, por tanto, revisar la noción moderna del Estado, relativizándola, restituyéndole sus verdaderos límites, devolviendo a la comunidad su perdida dimensión humana y religiosa y restaurando los cauces naturales de la sociabilidad, históricamente subyugados por la construcción mecanicista de las instituciones liberales. 
Por un lado, se debe proceder a una revisión del concepto del Estado a la luz del principio de subsidiariedad, ante todo, porque su naturaleza es análoga a la de las restantes agrupaciones que constituyen naturalmente la comunidad. El Estado sólo justifica su existencia en la medida en que suple la incapacidad de otros grupos menores para el cumplimiento de sus fines propios. El Estado tiene una misión específica que cumplir, importante pero limitada: debe promover las condiciones necesarias para que los cuerpos sociales puedan asumir sus competencias y satisfacer cuantas necesidades excedan a la capacidad de éstos. VÁZQUEZ DE MELLA hablaba, en este sentido, de una doble función del Estado: función de protección o amparo de los cuerpos inferiores – momento estático de la acción estatal – y función de coordinación y dirección de la constelación de poderes sociales – momento dinámico de la acción estatal -.
Por otra parte, es imprescindible replantearse el concepto moderno de soberanía del Estado a la luz de los principios de nuestra doctrina política tradicional. Debe rechazarse su pretendido carácter absoluto, en favor de una simple autonomía funcional u operativa para el cumplimiento de sus fines propios. VÁZQUEZ DE MELLA propuso en este ámbito su teoría de la doble soberanía: la soberanía política y la soberanía social, concebidas no como antitéticas, sino como complementarias. Señala el profesor GAMBRA GUTIÉRREZ, en este sentido, que “(…) la única concepción del poder conciliable con el principio de subsidiariedad es de carácter teleológico: la atribución a cada entidad social o cuerpo intermedio, en la medida en que cumple unos fines que le corresponden específicamente, de una esfera de competencia autónoma o soberanía funcional”. 
Partiendo de esta premisa, el autor de la monografía que estamos comentando concluye que “la doctrina regionalista, tal y como la han postulado durante más de un siglo los tradicionalistas españoles, es fácil de entender a la luz de los principios antes enunciados. Aparece como la única vía sensata para resolver la pugna inveterada entre el centralismo y los nacionalismos separatistas”. En apoyo de este aserto, torna a citar a MELLA:
“Hay una tercera y única vía de afirmar España tal como la hicieron los siglos y existe todavía: como una unidad superior formada por regiones, muchas de las cuales fueron estados independientes y algunas gérmenes de naciones, pero que no llegaron a serlo porque se lo impidió la unidad geográfica peninsular y no se bastaban a sí mismas para satisfacer sus necesidades, y tuvieron que enlazarse y juntar parte de su vida con los otros, lo que les dio a todos, sobre una variedad opulenta, rasgos comunes que sólo la pasión puede desconocer”.
El regionalismo tradicionalista parte de la consideración de la región como uno de los cuerpos intermedios, cuya personalidad social, aniquilada por el centralismo e ignorada por las fórmulas de desconcentración administrativa, es preciso reconocer y restaurar, y con ella sus legítimas competencias y la esfera de autonomía a que tiene derecho. En relación con esta última afirmación es de todo punto necesario aclarar los términos de una querella envenenada - ¡cómo no¡- por las logomaquias de la doctrina liberal. El tradicionalismo político español ha vinculado siempre el concepto de región al concepto moral y natural de patria, y no al político y tendencialmente polémico de nación, entendido este último al modo revolucionario.
La región-patria se fundamenta en una tradición familiar ampliada o expandida. Se trata de un concepto abierto, unitivo (federativo) y no exclusivista, fundado en principios de amor y fecundidad, que postula la existencia de una jerarquía de patriotismos sucesivos y complementarios que se escalonan, en círculos cada vez más amplios, desde la base hasta la cima de la sociedad. De acuerdo con este planteamiento, las regiones, al igual en cierto modo que los municipios son patrias chicas, germen de las patrias grandes.
En cambio, el concepto de nación resulta extremadamente deletéreo y peligroso en este terreno, como ha demostrado tristemente la experiencia histórica (2), dado que sus connotaciones jurídicas y políticas lo han convertido, en su versión contemporánea y postrevolucionaria, en un instrumento de lucha y de poder, fuente de constantes conflictos políticos.
Por tanto, es un grave error y una genuina conquista revolucionaria confundir región-patria con nación. Este error ha conducido a determinados regionalismos españoles a una dinámica perversa. Por un lado, su exaltación nacional-regionalista les ha empujado hacia posturas secesionistas, y por el otro, de forma dialéctica o indirecta, ha producido una actitud de rechazo al regionalismo en quienes temen por la unidad e integridad de la patria común, España. Este nacionalismo no es sino un “remedo del mito del poder central”, ya que el “nacionalismo del Estado español fue quien provocó el nacionalismo de las regiones que, naturalmente, tendieron a convertirse en Estados ellas también” (D’ORS).  Este planteamiento ha desplegado una influencia nefasta en el texto del título VIII de la Constitución de 1978 y, por ende, en el “Estado de las autonomías”.
El regionalismo tradicionalista se fundamenta en la defensa de la institución de los fueros. En el contexto moderno y contemporáneo, podemos definir los fueros como los usos y costumbres jurídicos creados por una comunidad de ámbito regional, elevados a norma jurídica con valor de ley escrita por el reconocimiento pactado con la autoridad estatal de su efectividad consuetudinaria (F. ELÍAS DE TEJADA, ¿Qué es el carlismo?)
Los carlistas defendieron en el siglo XIX, durante tres guerras sangrientas, la legitimidad y vigencia de sus fueros frente a la voluntad unificadora del Estado liberal. Lo hicieron porque amaban sus tradiciones y porque en sus fueros veían la garantía segura de unas libertades reales y tangibles frente al mito de la libertad abstracta, a cuya sombra presentían, agazapado, el imperio avasallador del Leviathán moderno. Los teóricos del tradicionalismo fueron desarrollando toda una doctrina foralista, y pusieron de relieve el carácter que los fueros habían tenido en la historia de España de barreras defensoras del círculo de actividad de cada comunidad concreta, y de cauce por el que fluía la acción libre y espontánea de los hombres en el marco de las sociedades intermedias. 
Los derechos forales fueron, y siguen siendo allí donde no se han extinguido, “una de las manifestaciones más claras de la verdadera autonomía, de la libertad de una determinada región para crear su propio Derecho dentro de un superior marco jurídico común y sin quiebra de la unidad nacional” (Álvaro D’ORS, Autarquía y autonomía). La verdadera autonomía regional, frente a las actuales fórmulas estatutarias, que se orientan hacia la autarquía y el separatismo, deben entenderse precisamente como la libertad de establecer el propio Derecho, no de una forma absoluta, sino integrada dentro de un orden superior heterónomo.
El ámbito restringido de los Derechos forales es precisamente la garantía de que se mantengan como verdadero Derecho, un Derecho vivo caracterizado por lo que Juan B. VALLET DE GOYTISOLO llama su “tactilidad”, es decir, una perfecta adecuación a las realidades concretas, fundada en medios armoniosos de percepción jurídica que permiten al Derecho foral “captar el orden de la naturaleza y dar un sentido unívoco y realista al Derecho natural que dirime la prevalencia entre las leyes y costumbres cuando unas y otras no están concordes con él”.
Frente a la concepción racionalista, constructivista y positivista, que hace emanar todo el Derecho del Estado, con un carácter lineal y abstracto, carente de auténtica vivencia de la realidad concreta, planificado normativamente y no susceptible de control judicial, el Derecho foral conserva una raíz eminentemente popular en su elaboración y el sentido de orden judicial conducido por prudentes del Derecho y no por los representantes del pueblo en abstracto, en buena medida gracias al carácter acotado y por eso mismo humanizado del espacio en que se desenvuelve. De ahí procede la aversión a los fueros que muestran los administrativistas y los demócratas en general, que exigen que los Derechos forales pasen por el tamiz de un poder legislativo democrático, portavoz oficial de una voluntad general que se reputa única, infalible y absoluta. “La democracia sacrifica en este aspecto, como en tantos otros de la vida, lo realmente popular a su propia teoría” (Álvaro D’ORS, Autarquía y autonomía) (3).
En la práctica, la vigencia de los fueros se ha mantenido especialmente en el ámbito del Derecho privado. El pensamiento tradicionalista insiste en la importancia que el Derecho privado reviste en la configuración de un genuino regionalismo jurídico: “no hay que olvidar que el Derecho privado es siempre el fundamento de todo Derecho, y la fuente de la misma juridicidad del ordenamiento público. Es precisamente en el ordenamiento privado, en el régimen de la autonomía privada, donde el concepto de fuero se impregna de juridicidad y se convierte en el módulo necesario para una autonomía de Derecho público, que no se confunda con toscas actitudes políticas extrañas al Derecho. Porque el Fuero es esencialmente Derecho y no política, se contrapone al módulo con que a veces se trata de conseguir un resultado similar por esa vía puramente política, que es el Estatuto” (Álvaro D’ORS, Autonomía de las personas y señorío del territorio).
El Fuero responde a una tradición preestatal, pero en ello estriba precisamente su grandeza. No emana del Estado, es previo a él por su historia – de raíz medieval – y por sus fuentes – el Derecho civil consuetudinario -. Esto mismo da razón de su carácter de barrera, garantía de verdadera libertad, frente a la ambición del Estado, así como de su carácter abierto y su admirable capacidad de armonía con órdenes jurídicos más amplios sin merma de las unidades políticas de ámbito superior (4).
Dejamos para la tercera y última parte de este estudio todo lo relativo al análisis del marco teórico y conceptual del “Estado de las autonomías”, así como de la evidencia empírica suministrada por cuarenta años de experiencia en la implantación de las previsiones de la Constitución de 1978 en este punto, en particular de su título VIII, encabezado por el significativo epígrafe de “la organización territorial del Estado”.  
R. P.

(1)     Este concepto de “souveranité” como poder absoluto, ilimitado, indivisible, inapelable e incontrolable, independiente ad extra y supremo ad intra, resultaba contrario a la doctrina cristiana sobre el ejercicio del poder público y, por eso, cuando el jurista aragonés Gaspar de AÑASTRO e ISUNZA publica Los seis libros de la República traducidos de la lengua francesa y católicamente enmendados(1591) reconduce este término al de “suprema auctoritas”, como ha explicado el profesor Miguel AYUSO TORRES en ¿Después del Leviathan?. En esta misma obra, el profesor AYUSO se hace eco de un suceso histórico narrado por Jaime BALMES en El protestantismo comparado con el catolicismo. Durante el reinado de Felipe II, un predicador defendió en presencia de este monarca la tesis de que los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de sus vasallos y sus bienes. A resultas de estas afirmaciones, fue condenado por la Inquisición y tuvo que retractarse públicamente. Resulta evidente que la idea de soberanía repugnaba a las teorías políticas españolas clásicas.
(2)     En este año en que se cumple el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial y de la firma del Tratado de Versalles, basta con recordar las terribles consecuencias que ha desencadenado, a lo largo de un siglo, la consagración al más alto nivel del Derecho Público Internacional del llamado “principio de las nacionalidades”, en primer lugar en el centro de la misma Europa, de modo inmediato y a medio y largo plazo. J. B. VALLET DE GOYTISOLO ha indicado que esta situación no se daba en las “estructuras orgánicas tradicionales”, cuando por nación se entendía una agrupación de municipios, comarcas y regiones, susceptible de integrarse en un Estado, “que no sólo podía agrupar varias naciones, sino estar constituido por una sola que integre en su seno otras menores”. Evidentemente, este concepto clásico de nación no es “compatible con el principio de la soberanía popular, manifestada en el sufragio universal, y caracterizada por la «alienation totale» de cada asociado en la «volonté générale»”. A partir del triunfo generalizado de los principios de la Revolución Francesa, el concepto de nación se identifica con el de pueblo soberano y exige como consecuencia ineludible la existencia de un Estado independiente; en esto consiste precisamente el “principio de las nacionalidades”. 
(3)     “La unidad adecuada al bien común de una sociedad natural e históricamente diversificada por regiones es aquella que respeta tal diversidad como trascendente para aquellos niveles del orden jurídico que no sólo toleran, sino que requieren un mayor ajuste a las diferencias naturales”. Quienes se niegan a reconocerlo rinden pleitesía al mito del Estado-nación, mostrando su desconocimiento de la historia de la monarquía española, vigorosa y mejor trabada que nunca cuando se hallaba en su apogeo la tradicional pluralidad de Derechos regionales. Por otra parte, “el acotamiento territorial en el orden jurídico, precisamente porque se opone a la fluidez de un orden perfectamente tecnificado, se ofrece como barrera eficaz contra la ambición esclavizante de ese orden técnico” (Álvaro D’ORS, El regionalismo jurídico).
(4)     “En el fondo, el principio foral es el hallazgo tradicional de España equivalente al que la doctrina moral de la Iglesia Católica ha definido como principio de subsidiariedad… Como en tantos otros aspectos, el genio español presenta aquí la precoz maturación de una idea que acabaría por imponerse universalmente como vital, y necesaria precisamente para la libertad personal. Porque la libertad personal no puede ya defenderse en el último reducto de la impotencia individual, sino en todos los eslabones de los grupos intermedios entre el Estado y el individuo” (Álvaro D’ORS, Autonomía de las personas y señorío del territorio).

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