A JOSÉ MANUEL SOTO: UN GRAN APLAUSO Y UN FUERTE ABRAZO

El pasado sábado 28 de abril el diario digital La Gaceta publicaba una entrevista al cantante y compositor José Manuel Soto. De ella me permito entresacar unas palabras:
“Mi opinión es controvertida porque es un poquito contraria a la de mi gremio, a la que se supone que tienen los artistas que, de siempre en España, parece que son más bien de izquierdas. Tampoco es que yo sea de derechas, ni nada, soy español y tengo unos principios, unas costumbres, una forma de ser y de vivir, que está muy bien. Creo que España es un país que merece mucho la pena, sin que eso se corresponda con ninguna ideología. El amor a la tierra, la patria, la tradición no es una ideología, pero ahora todo está contaminado por la guerra ideológica y política”.
Esto mismo es lo que nos ha atraído, pienso que a muchos, a las filas del carlismo. No pretendo reivindicar el monopolio del patriotismo en favor del carlismo, sólo poner de manifiesto nuestra plena sintonía y cordial simpatía con la actitud del sr. Soto. El carlismo no es ni pretende ser una ideología, pretende alentar y defender realidades históricas, producidas de forma orgánica como resultado de la sociabilidad natural del ser humano y previas a cualquier fórmula política destinada a solucionar problemas concretos. Por eso, siguiendo en este punto al maestro MELLA, el tradicionalismo español concibe la existencia de partidos circunstanciales, es decir, de una pluralidad de aproximaciones empíricas a los problemas prácticos y técnicos que plantean la convivencia cívica, la actividad económica o las relaciones internacionales; al tiempo que rechaza los partidos permanentes, es decir, las religiones seculares que rechazando el orden natural de las cosas, el orden objetivo del ser de lo dado, pretenden imponer coactivamente un orden ideal o pensado, plasmado en una ideología.
Como enseñaba el profesor Álvaro D’ORS “la confusión entre el concepto natural y moral de patria con el político y polémico de nación es uno de los más graves lastres del pensamiento social de nuestros días. Ha servido para oscurecer la teoría política, pero también para envenenar ciertos sentimientos naturales de los hombres y levantar mitos de gran virulencia polémica. Ha servido para reforzar el poder del Estado con un sentimiento tan arraigado en las armas nobles como es el amor a esa gran familia que constituye la patria, con todo lo que lleva anejo – la tierra, la historia, la tradición – y para ello se ha procurado ahogar ese mismo sentimiento cuando no coincidía exactamente con el ámbito político de las naciones, como si ese amor, que es natural y espontáneo, hubiera de acomodarse a la férula despótica de la razón de Estado. Como tantas otras confusiones y mixtificaciones, la de patria y nación pertenece al patrimonio intelectual y político de la revolución liberal. Obra de minorías subversivas, en Francia primero, luego también en España; el liberalismo no sólo vino a enturbiar la recta visión de las cosas mediante tales confusiones, sino que se esmeró en ofuscar las conciencias presentando ante ellas una versión absolutamente falsa de aquel pensamiento político que se le enfrentó, el cual, aun siendo congruente y fiel a la tradición popular, no pudo, en aquel momento, sobreponerse a la falsificación liberal, y vino a quedar como descalificado antes la misma opinión popular” (Los pequeños países en el nuevo orden mundial; conferencia pronunciada por el autor en el Principado de Andorra y reproducida como capítulo V de la primera edición su obra Una introducción al estudio del Derecho).
La noción clásica de Patria evoca la presencia de vínculos originariamente familiares, de estirpes, agrupadas a su vez en clanes y tribus, en comarcas, regiones y finalmente en reinos regidos por una dinastía o familia real. La Patria es, por tanto, una comunidad espiritual fundada en torno a compromisos de lealtad mutua entre grupos humanos progresivamente federados en torno a unos valores comunes que configuran una identidad históricamente dada. El concepto revolucionario de nación, por el contrario, no guarda relación alguna con los principios de lealtad y legitimidad, propios del patriotismo clásico. La nación es, en este sentido, un territorio regido por una misma organización administrativa.
Desde un planteamiento liberal, la nación, como ya sentenció RENAN, es un plebiscito cotidiano, y por tanto está constituida por la agregación de las voluntades de una pluralidad de individuos que habitan en un territorio y que reclaman la atención de una organización burocrática que administra todos los recursos comprendidos dentro de dicho territorio. De alguna manera, este planteamiento culmina el proyecto cerradamente materialista de MARX, consistente en sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas.
Cuando el Estado esgrimió como elemento legitimante la soberanía popular expropió toda autoridad social imponiendo la politización de todos los conflictos sociales. Los partidos políticos, sociedades creadas para el usufructo del poder público, exigieron entonces la lealtad de los pueblos, de los distintos grupos sociales con los que no tenían ningún vínculo vital de identificación, pero a los que decían representar en virtud de la "voluntad" general expresada por un sufragio organizado por ellos mismos y sostenido a través de los múltiples ardides de un caciquismo infame.
De igual forma que el Estado moderno trató de presentarse como la superación racionalista de los conflictos religiosos, eludiendo la cuestión de la Legitimidad y entronizando nuevamente a la política como sucedáneo de la genuina religión, el Nuevo Orden Mundial pretende ahora proclamarse como superador de los conflictos nacionalistas creados por el liberalismo, mediante instancias de poder aún más impersonales y ocultas que proscriben el concepto de patria o de nación y lo sustituyen por el de democracia, es decir, por el de una determinada organización política, cuyo alcance es totalitario tanto objetiva -carece de límites materiales y se legitima por la mera acumulación aritmética de votos a favor de sistemas ideológicos abstractos- como subjetivamente -debe abarcar toda la población del planeta, ya que el ostracismo supone nada menos que la exclusión de los circuitos internacionales de la vida económica-. El ser humano de nuestro tiempo se ve obligado a renovar constantemente sus lealtades y a ahogar su convicción ancestral de la necesidad de una Legitimidad fundante en la utilidad inmediata que le reportan los logreros y arribistas improvisados que nutren las listas electorales. El ser humano desarraigado es el producto de más de dos siglos de vida colectiva sobre suelo revolucionario.
La Patria está, por tanto, en peligro de extinción. Pero, ¿merece la pena luchar por ella? MAEZTU sentenció, en fórmula ya inmortal, que la Patria es espíritu. La Patria constituye una comunidad en la que se encarnan valores conquistados por el proceso civilizador de la vida humana. Por tanto, cuando el ser humano lucha por su Patria lucha por todo aquello que le eleva sobre el puro estado espontáneo de animalidad gregaria. Luchar por la Patria es luchar por nuestra familia, por nuestra gente (los hombres y mujeres de nuestra gens) por todo aquello que nos humaniza porque nos es querido y amado con predilección, una predilección que nada tiene en común con el nacionalismo por cuanto comprende y alienta la defensa y el fortalecimiento de las otras patrias. Luchar por la Patria es, por tanto, luchar por los valores que sostienen nuestra dignidad de hombres libres, que no están dispuestos a cualquier cosa precisamente porque al haber logrado tantas conquistas valiosas tienen mucho que perder. La lucha patriótica es, pues, reflejo colectivo de nuestra condición de personas, con nuestros nombres y apellidos, pertenecientes a una comunidad fundada y enriquecida por personas sabias, justas y valientes, a los que debemos, cuando menos, el esfuerzo por trasmitir a las generaciones venideras, aumentado si es posible, el inmenso caudal de nobleza que ellas nos legaron.
Por todo ello, merece la pena dedicar nuestros esfuerzos a la defensa de nuestra Patria contra quienes, de forma más o menos inconsciente, pretenden inmolarla en honor de ambiciones políticas y económicas más o menos turbias. Renunciar a la Patria es renunciar a la vida en sociedad y optar por el egoísmo y la insolidaridad como pautas colectivas de conducta. Defendiendo a la patria defendemos una convivencia humana digna y libre, articulada a partir de la aurea cadena de una tradición secular.
Es de todo punto necesario recuperar la identidad comunitaria, luchar sin descanso contra el desarraigo cultural, meta última del actual proceso globalizador. Los hombres desligados de las realidades naturales e inmediatas resultan fácilmente manipulables. Su propia conciencia de indefensión les mueve a asociarse, pero lo hacen en torno a facciones directa o indirectamente fundadas sobre la base de fantasmagorías ideológicas.
Todo proceso de reconstrucción de la vida y la identidad comunitarias debe fundarse en el fortalecimiento del carácter personal de las relaciones sociales. Ello implica un especial acento en el carácter libre y responsable de las decisiones o, lo que es lo mismo, en la índole ineludiblemente moral de los actos humanos. De nada sirve pretender fundar la Legitimidad sobre un juicio meramente formal de identidad lógica entre la realidad y los supuestos de hecho contemplados por una legalidad configurada de modo tan pretendidamente aséptico como realmente ajeno a la condición y dignidad de la persona. La organización política no puede sustraerse a los imperativos morales comunes a todo ser humano, gobernante o gobernado, tratando de arrogarse la facultad de decidir de modo infalible y universal sobre el bien y el mal. Pero tampoco puede olvidar su carácter, si se quiere, adjetivo con respecto a la unidad sustantiva, operante en la Historia y en el universo de los pueblos: la Patria. Sobre estos dos ejes pivota el arte de la política, considerada en su más noble acepción como la sabiduría capaz de establecer un orden social de justicia.
En mérito a todo lo anteriormente expuesto enviamos un gran aplauso y un fuerte abrazo a Don José Manuel Soto, brindando el banderín de enganche de la Legitimidad a todos los que, siendo aragoneses, asturianos, canarios, castellanos, cordobeses, gallegos, granadinos, jienenses, manchegos, navarros, riojanos, sevillanos o vascos - la enumeración no pretende ser exhaustiva - quieran colaborar en la magna tarea de dar continuidad histórica a las Españas.
R. P.

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