LA AMENAZA DE LA MANADA (I)




En 1943, el escritor austríaco Erik Maria Ritter von Kuehnelt-Leddihn (1909 Tobelbad-1999 Lans) publicaba, bajo el pseudónimo de “Robert Stuart Campbell”, una de sus obras monumentales: The menace of the herd – “La amenaza de la manada” –, con el subtítulo Procrustes at large (1). El empleo de un nombre supuesto, aparentemente anglosajón, era una cautela para evitar la persecución a su familia, que en su mayor parte permaneció en Austria tras el Anschluss, después de que él hubiera abandonado el país con rumbo a los Estados Unidos.  
La tesis central del libro puede entenderse en un sentido concreto, relativo al contexto histórico en que se produce la publicación, pero también desde una perspectiva diacrónica, como filosofía de la historia. Esta última significación es el que hace de la obra un auténtico clásico en su género.
El autor llega a los Estados Unidos, la Arcadia feliz de la democracia, con el bagaje de una tradición aniquilada, destruida: el Sacro Imperio Romano-Germánico. Trabaja como profesor en algunos colegios y universidades, y se encuentra con el problema de hacer comprender al estudiante norteamericano que la monarquía es una forma de gobierno legítima. El yankee medio no tiene dificultades para comprender la república, la dictadura o el bonapartismo. Pero … una monarquía (?)… le parece un atavismo absurdo.
Por eso, Kuehnelt-Leddihn empieza por mostrar como los Founding Fathers en ningún momento pretendieron establecer una democracia, sino por el contrario una República o Πολιτεία en el sentido clásico (una aristocracia moderada por magistraturas de representación popular que podríamos identificar históricamente con la república senatorial romana – Senatus Populusque Romanum SPQR -). Además de aportar los discursos y escritos de los Founding Fathers que avalan esta afirmación, cita el primer manual de instrucción del Ejército de los Estados Unidos, donde se afirma que la forma de gobierno consagrada por la Constitución es una República, justo medio entre los extremos del despotismo y de la democracia.
Para la mayor parte de la intelligentsia norteamericana y británica, el fascismo y el nacionalsocialismo eran movimientos de tipo reaccionario, de extrema derecha. Así parecía deducirse directamente de su beligerancia anticomunista. Esta es otra falacia que refuta Kuehnelt-Leddihn. El “völkische kandidat” – candidato del pueblo – Adolf Hitler y los principales voceros del nazismo caracterizaron este movimiento político en todo momento como una superdemocracia (o democracia plebiscitaria, continua, actual o permanente): basta con releer los discursos que pronunciaron una y mil veces. Mussolini escribió una biografía encomiástica de Jon Huss, el líder de los hussitas. De esta secta surgió a su vez el grupo avanzado de los taboritas. Estos últimos, junto con los anabaptistas alemanes, pusieron en práctica las primeras experiencias de tipo comunista avant la lettre. El espíritu hussita, anticatólico, antijerárquico, anti-Habsburgo, ha formado parte durante siglos de cierta faceta siniestra de la cultura checa. De hecho, el primer partido nacionalsocialista no fue sino una escisión del partido socialista checo, un cisma alimentado por el nacionalismo romántico o herderiano, que dio lugar al gran principio de las nacionalidades consagrado por el presidente Wilson con ocasión del Tratado de Versalles y que tan “maravillosos” frutos ha producido en todo el mundo (“a world safe for democracy”) durante el siglo que este año se cumple, de modo particular en Europa central y oriental (2).
En julio de 1943, el mismo “Robert Stuart Campbell” publicaba en The American Mercury un artículo titulado “Credo of a reactionary”:

“(…). Como reaccionario honesto, rechazo en esencia el nazismo, el fascismo, el comunismo y todas las demás ideologías relacionadas que son, en verdad, la reductio ad absurdum de las denominadas democracia y poder de la multitud. Me aparto de disparatadas suposiciones como el gobierno de la mayoría y el «hocus pocus» parlamentario; del falso liberalismo materialista de la Escuela de Manchester y del también falso conservadurismo de los grandes banqueros e industriales. Aborrezco el centralismo y la uniformidad de la vida en manada, el estúpido y vulgar espíritu del racismo, y el capitalismo privado tanto como el capitalismo de estado (socialismo) que tanto han contribuido a la ruina paulatina de nuestra civilización en los últimos dos siglos. El reaccionario auténtico, en nuestros días, es un rebelde en contra de los dogmas dominantes y un «radical», por su empeño en llegar hasta la raíz de las cosas.
Yo, personalmente, soy un reaccionario de la fe cristiana tradicional, con un punto de vista liberal (3), y propensión hacia lo rural. Aun cuando tantos a mi alrededor rinden culto a lo «nuevo», yo respeto los usos e instituciones que se han desarrollado orgánicamente a lo largo de amplios espacios de tiempo. Los períodos que precedieron a las dos grandes tormentas —la Edad Media y el Renacimiento, que acabaron con la Reforma; y el siglo XVIII, que terminó con la Revolución francesa— son ricos en formas e ideas de importancia imperecedera. La universalidad de un Nicolás de Cusa o de un Alberto Magno, la gloria de la Catedral de Chartres o el Barroco austríaco, la inspiración de figuras como María Teresa, Pascal, George Washington o Leibnitz me fascinan más que los tres «hombres comunes» de nuestro tiempo —Mussolini, Stalin y Hitler—, el impecable esplendor democrático de unos grandes almacenes, o el vacío espiritual de los mítines comunistas y fascistas magnetizados por fervientes agitadores de muchedumbres.
Las notas introductorias a esta decadencia de la civilización fueron escritas por Martín Lutero, quien adoraba a la nación, exaltaba al Estado y maldecía a los judíos; por aquel bárbaro de sangre real que desde el trono inglés suplantó el espíritu católico de su país por un provincianismo paralizante; por el primer «moderno», el genovés que negó la base de toda libertad filosófica, el libre albedrío; y por el otro genovés que predicó el retorno a la jungla y a un idílico barbarismo. Estos cuatro caballeros —Lutero, Enrique VIII, Calvino y Rousseau— no fueron sino los precursores de ulteriores eventos fatídicos. El desastre fue completo cuando en la Revolución Francesa, ante el eterno dilema entre libertad e igualdad, se escogió la igualdad. La guillotina o los magistrados de Estrasburgo, que decretaron la demolición de la aguja de la catedral por sobrepasar el nivel igualitario de los demás edificios, son símbolos eternos de la modernidad y el «progreso» perverso.
La ordenación de las masas en mayorías con ideas idénticas y que odian de manera uniforme a todos aquellos que se atreven a ser diferentes, es el producto actual de aquellas varias revueltas. Sacerdotes y judíos, aristócratas y mendigos, genios e imbéciles, los no conformistas en política y los exploradores de la filosofía; todos ellos estaban, y siguen estando, en la lista de sospechosos. El rebaño gobierna hoy en casi todas partes valiéndose de diversos medios y detrás de una gran variedad de etiquetas. Esta tiranía es a la que yo me opongo.
Como reaccionario, creo en la libertad, pero no en la igualdad. La única igualdad que puedo aceptar es la igualdad espiritual de dos recién nacidos, sin importar su color, su raza o el credo de sus padres. No acepto por tanto el igualitarismo de los «demócratas», ni las artificiosas divisiones de los racistas, ni las distinciones de clase de los comunistas y esnobs.
Los seres humanos son únicos. Deberían tener la oportunidad de desarrollar su personalidad individual —y ello implica responsabilidad, sufrimiento, soledad—. No sólo me gusta el fundamento de la monarquía, sino que me gustan todas las personas que están coronadas. Y existen toda suerte de coronas, pero la más noble de ellas está compuesta de espinas. El hombre moderno —este dócil, «cooperativo» y urbanizado animal— no es del gusto de un reaccionario.
Creo en la familia, en la jerarquía natural dentro de la familia, y en el abismo natural existente entre los sexos. Adoro a los ancianos llenos de dignidad ya los padres orgullosos, pero también a los niños valientes y honrados. En una jerarquía el miembro más bajo es funcionalmente tan importante como el más alto. Y el abismo entre hombres y mujeres lo contemplo como algo bueno; no existe mérito alguno en construir un puente sobre un simple charco.
Me gusta que la gente tenga propiedades. No soy del todo entusiasta con el modelo de individuo desarraigado que vive en un bloque de pisos con un número de la seguridad social como distinción principal. Detesto el capitalismo que concentra la propiedad en manos de unos pocos tanto como el socialismo que pretende transferirla a una inexistente colectividad: la hidra con un millón de cabezas pero sin alma, la sociedad. Me gusta que la gente tenga su propia vivienda, sus propios terrenos, sus propios criterios que les empujen a actuar de forma independiente. Temo a la manada: al 51 por ciento que votaron a Hitler y Hugenberg; a la turba estruendosa que apoyó El Terror en Francia; y al 55 por ciento de blancos en los Estados del Sur que mantuvieron al 45 por ciento de negros «en su sitio» con ayuda de antorchas y sogas.
Me asustan las masas, cualesquiera que sean, compuestas de hombres temerosos de ser únicos, de ser personas; preocupados más por la seguridad que por la libertad; y con más miedo a sus vecinos o a su «comunidad» que a Dios y a sus conciencias. Estas son las personas que demandan no sólo igualdad, sino también identidad. Sospechan de cualquiera que viva o piense diferente. Les gustaría verse rodeados tan solo de «chicos normales»: su arquetípico ciudadano ideal encarnado en el “ rechte Kerle” alemán, los “ordinary, decent chaps” ingleses o los “regular guys” americanos. El hombre moderno parece tener un solo deseo: que todo sea moldeado a su propia imagen y semejanza; detesta la personalidad y anhela la completa asimilación. Aquello que no consigue igualar, no duda en extirparlo. Toda nuestra era está marcada por un inmenso sistema de elementos igualadores y asimiladores que comprende escuelas, agencias de publicidad, cuarteles, manufacturas industriales, y periódicos, libros e ideas producidos en masa. El aspecto más tenebroso de este proceso puede verse en el ostracismo social practicado contra las minorías en las democracias pseudoliberales; en los mataderos humanos y campos de concentración de las naciones totalitarias superdemocráticas; y en los interminables flujos de refugiados sin hogar que vagan sin rumbo por todo el mundo. El hombre común, rebajado a mero agregado de una colectividad, cualquiera que sea dicha colectividad, es un ser despiadado y carente por completo de generosidad”.

NOTAS
(1) En la mitología griega, Procusto (del griego antiguo Προκρούστης, Prokroústês o Procrustes, literalmente “estirador”), también llamado Damastes (“avasallador” o “controlador”), Polipemón (“muchos daños”) y Procoptas, era un bandido y posadero del Ática (o según otras versiones a las afueras de Eleusis). Se le consideraba hijo de Poseidón, y en algunas versiones era un gigante. Con su esposa Silea fue padre de Sinis. Procusto tenía su casa en las colinas, donde ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si, por el contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a martillazos hasta estirarlo (de aquí viene su nombre). El autor toma esta figura mitológica como símbolo del moderno Leviatán igualitario.
(2) La configuración de “un mundo seguro para la democracia” requería como condición sine qua non la completa destrucción de los antiguos imperios y reinos, así como la abolición de la monarquía como forma legítima de gobierno. Los resultados están a la vista: el fundamentalismo democrático y socialista ha dado lugar a cien años de guerras de exterminio inducidas por ideologías y regímenes totalitarios, derivadas de conflictos y tensiones nacionalistas, de naturaleza etnicista cuando no simplemente racista, sin excluir el recurso a prácticas terroristas, orquestadas desde el Estado o free-lance (apoyadas y financiadas por otros Estados u por grupos políticos transnacionales). En este sentido, en su Crítica al Programa de Erfurt Engels afirma que “está absolutamente fuera de duda que nuestro partido y la clase obrera sólo pueden llegar a la dominación bajo la forma de la república democrática. Esta última es incluso la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo ha mostrado ya la gran Revolución Francesa”. La democracia liberal no sólo conduce fatalmente al socialismo, sino que, tal y como afirma Víctor Hugo, es el socialismo.

(3) Como aclara el mismo Kuehnelt-Leddihn, el liberalismo continental ha sido siempre fuertemente estatista y bastante despreocupado con respecto a las libertades civiles. Una vez que los liberales lograron el control de la sociedad (destruyendo todos los cuerpos sociales intermedios, los arraigos y vinculaciones tradicionales) y el poder del Estado, emplearon este último para perseguir despiadadamente a todos los no-liberales, y en particular a los que designaron despectivamente como “clericales”. En el continente europeo toda ideología ha culminado en el dogmatismo intransigente propio de una falsa religión secular. Kuehnelt-Leddihn sigue en este punto al profesor norteamericano Carlton Hayes (A generation of materialism, New York, 1941), que hablaba de un liberalismo genérico frente a un liberalismo heterodoxo o sectario. El primero viene a expresar la idea de “limited power”, y Kuehnelt-Leddihn lo usa como adjetivo para la monarquía, de modo que de acuerdo con el pensamiento político tradicional español debemos leer “monarquía templada”. El segundo vendría a ser el “liberalismo progresista” en España o la ideología “radical” en Francia.



R.P.

Comentarios

V.C.R. ha dicho que…
Lutero, principalmente el causante del mal.