Los sectarios ideósofos (Contra el contubernio antimetafísico imperante)



Es una amarga evidencia que en el grueso de las facultades de filosofía de España la metafísica haya sido prácticamente liquidada. El descrédito de Platón, la lucha encarnizada contra el dualismo de raíz aristotélica, el odio cerril a Nuestro Señor Jesucristo, la burda omisión de la patrología, el ninguneo de la escolástica y la rauda erradicación de la novísima filosofía católica, entre tantos otros males, han terminado por viciar las fuentes filosóficas, envenenando las aguas otrora cristalinas. Los enemigos del espíritu, embrutecidos en la vorágine de su fiebre materialista, han terminado por lograr imponer en las últimas décadas su dictadura totalitaria del pensamiento único a una masa estudiantil desnortada e impotente, incapaz de juicio y de réplica. Un pensamiento lesivo y devastador, fundado en la heterodoxia y en el error, en el regodeo anticristiano y antiespañol, está corrompiendo las humanas mientes a pasos agigantados. Un trasunto de pensamiento bastardo, por ende, que antepone los Epicuros y los Hipias de turno al eximio Estagirita, los más estériles precursores de la herejía y la impiedad a las glorias del tomismo, los enclenques idolillos de la Reforma y sus derivaciones a todos los triunfos de la Catolicidad, culminando cual gran testa imperante tamaña construcción en el triste Immanuel Kant; sí, el gran metafísico luterano con cuya metafísica iban a ser dinamitados los cimientos de la grande metafísica, es decir, la del fundamento intelectual sólido y perenne de la civilización Occidental, compuesta de savia helénica, argamasa romana y luz cristiana. Es una amarga, amarguísima evidencia, repito, que un moderno graduado en filosofía pueda concluir sus estudios reglados sin haber siquiera oído hablar de Tertuliano, de San Buenaventura, de Fox Morcillo o de Balmes; es una amarguísima evidencia. Pero, ante todo, y he aquí lo más relevante, es una amarguísima conspiración urdida contra el bien pensar: la conspiración del desmantelamiento, aniquilación y borrado definitivo de la metafísica como preocupación y pulpa nutricia del horizonte humano. ¿Suena drástico, acaso hiperbólico? Algún ingenuo, enaguachado por los manuales de un Étienne Gilson que todavía se siguen editando, discrepará de este parecer. Aducirá incluso que la metafísica sigue viva, considerada e irreemplazable… claro que el estudio de esa disciplina, os dirá, se reserva especialmente a las más elevadas capas del tejido estudiantil, las de los doctorados, los másteres y demás monsergas de los adictos a la titulitis. Algún ingenuo aducirá esto, y podrá aducir otras muchas cosas, de parecido tenor. Y aducirá mal. Pues la metafísica, le guste o no a ese ingenuo, ya no es el pan nuestro de cada día entre los paseantes de la Academia; no lo es y, sin embargo, debería serlo, pues se puede pasar sin solomillo, pero no sin pan. Mas la metafísica es algo mucho más alimenticio y noble que el pan mismo: es la piedra clave del arco filosófico, la pétrea masa que sostiene el edificio intelectual, el elemento angular sin el cual, todo, absolutamente todo, termina por desmoronarse y venirse abajo para horror y tragedia del género humano. He aquí la gran cuestión: ¿podemos vivir sin metafísica? O mejor todavía: ¿es lícito existir como si Dios no existiera? Los infames conspiradores modernos, ansiosos de aplastar a Dios (y con Él al hombre), bien lo saben: ¡es preciso destruir la metafísica! ¿Cómo? Silenciándola, omitiéndola, borrándola de los más peregrinos planes de estudio. Incluso haciéndola pasar por lo que no es, como se ha podido comprobar en los últimos tiempos: así, se fabrica una asignatura con su mismo nombre, se le adjudican doce créditos o más de todo punto insuficientes, y se rellena ese hueco simbólico e irrelevante con un vacío antimetafísico digno de cualquier parodia de Voltaire o Helvetius. Pero, ¿con qué propósito, con qué fin se hace todo esto? El ingenuo escandalizado pensará que tal propósito no existe, que todo este relato no es sino producto de la mente febril de quien aquí escribe. El ingenuo escandalizado errará, una vez más.

Y es que una de las más evidentes pruebas del fracaso del sistema educativo patrio, ya desde los más tiernos años de la infancia, es la tendencia perversa a relativizar lo absoluto, a arrastrar por el fango lo más noble y sagrado del horizonte espiritual del hombre; esa tendencia, en una palabra y como diría Donoso Cortés, es la tendencia que apela a destruir el principio de solidaridad por ley natural inherente al propio sujeto, principio en torno al cual se ordenan, en círculos superpuestos y jerárquicos, los demás principios de solidaridad, desde la familia a la patria, culminando en Dios Trino. De este modo y con calculada premeditación operan los negadores: menoscabando la familia, mancillando el nombre de la patria, blasfemando sobre lo más sacro, sea por pensamiento, palabra, obra u omisión, así los principios de solidaridad comienzan a ser erosionados, fragmentados y finalmente pulverizados. Tamaño atropello tiene un caro precio: la pérdida de sentido, y con ella, la huida de la razón hacia ninguna parte. ¡El Todo por la nada! Un claro ejemplo de esta tendencia ha sido la progresiva eliminación del crucifijo en las escuelas españolas: de sobra conocemos el catastrófico resultado de este hecho ni irrelevante ni mucho menos inocente: basta con apartar de la vista al Crucificado para sumir a toda una nación en la apostasía en unas pocas décadas. Ese agudo anglicano lindante con el catolicismo que fue C. S. Lewis ya alertó de uno de los peligros esenciales en su clásico ensayo La abolición del hombre, donde con inequívoco acento inglés desmenuzaba los mecanismos negadores de un sistema de enseñanza inconsecuente, bien que a través del cotejo de unos libros de texto paralizantes y amorfos. ¿Qué diría el agudo Lewis de los terribles libros de texto que sufren hoy nuestros estudiantes? Aproximémonos a cualesquiera libro de texto de filosofía para alumnos de bachillerato. Desde los más abyectos a los más pasaderos, todos ellos, quintaesenciados, abogan por una abolición del hombre a gran escala: la instrumentalización de la filosofía, la deificación del hombre como dueño y señor de su destino, la destrucción de la metafísica, el culto a la religión del progreso de la humanidad y, finalmente, la negación del ser y, con él, la de la Verdad. Los viejos maestros de escuela de la última generación de la España educada prescribían a sus pupilos lecturas tan esclarecedoras y amables como la Introducción a la sabiduría de Vives o El criterio de Balmes; libros de muchos quilates, guías equiparables a la filosofía como la Imitación de Cristo o el Combate espiritual lo han sido desde siglos para la fe católica. Hoy, muchos funcionarios de la enseñanza sin espíritu ni un ápice de luz en la sesera, se complacen enturbiando las mentes de sus alumnos con nulidades del calibre de Más Platón y menos Prozac o Ética para Amador, cuando no es con algún engendro de la peor especie procedente de Francia, ateo e impío preferiblemente; como si estos librillos prescindibles pudieran satisfacer la mente inquieta e impresionable de un joven con ganas de aprender algo de provecho. ¿Aristóteles versus Fernando Savater? ¿El Aquinate frente a Michel Onfray? ¡Cuidado con los modernos!

Un poderoso hombre de los medios de comunicación así lo confesaba ante las cámaras: “A la sociedad española se le ha dado la vuelta en los diez últimos años como a un calcetín”. Pero, ¿y el sentido común, dónde queda? “Puede ser el menos común de los sentidos”, suscribía una avezada teóloga impregnada de neomodernismo. “Créeme, España ya no es católica en absoluto”, me susurraba al oído un amigo, sacerdote jubilado. La retahíla de sentencias podría eternizarse indebidamente. Frente a todos estos argumentos derrotistas, heridos de muerte por un pesimismo galopante y estéril, los españoles tradicionalistas no podemos sucumbir ni mucho menos arrojar el estandarte a los pies del Goliat macrocéfalo. Es preciso plantar cara al enemigo. Pero, ¿dónde está ese enemigo? ¿Alguien lo ha ubicado en el mapa de la geopolítica? ¿Tiene acaso rostro en un mundo globalizado controlado por el sionismo y sus innúmeros tentáculos? Respiremos sin perder el aplomo: el enemigo todavía no es invisible; el enemigo es. Su grado de perfeccionamiento dista mucho de resultar pleno. El padre de la “corrección política”, ese hombre infausto llamado Antonio Gramsci, ya nos ilustró al respecto sobre las tácticas que los peones del Mal debían perfeccionar para llevar a cabo su obra diabólica sobre el tablero de juego: en efecto, había que entrar por abajo, por la escuela infantil, primaria, asaltando pupitres y desolando cabezas… Allí estaba el frente, el primer laboratorio de ese mundo nuevo de mañana; Orwell, en su famosa distopía 1984, ya habló incluso de una “policía del pensamiento”. Todo esto es bien conocido. Y entre tanto, he aquí el objetivo del Nuevo Orden Mundial, su vil hoja de ruta: colonizar, lesionar y finalmente inutilizar las estructuras mentales del tejido social (aquí escolar), sin otro fin que enajenar al hombre maduro de mañana de sus principios de solidaridad cardinales: familia, patria, Dios. Todo ello en nombre de ese ente inextricable y difuso: la humanidad, lo llaman.
Con la cuestión filosófica tan trastornada, con la herida abierta de la metafísica sangrando, con el relativismo destructor por bandera, la patria está en peligro, sigue en peligro tras lustros de peligros infiltrados. Es una batalla a muerte entre los negadores del ser y los paladines de la verdad. Las tropas del primer frente son muchísimo más numerosas, y poderosas en lo material, que las del segundo: inundan plazas y avenidas, adhieren doctrinas autodestructivas, se esconden en logias, traman en contubernios, mienten y engañan con sus sonrisas estudiadas y criminales. Pero a las tropas del segundo frente las asiste la verdad y la gracia, es decir, los principios de solidaridad inquebrantables y la ley de Cristo; con eso les basta y les sobra. Ya pueden las tropas del primer frente hacer del vomitorio su confesionario, de la corrupción de costumbres su ideario, del nihilismo ateo su credo reblandecido y totalitario. Ya pueden sobresaturar los libros de texto de párrafos contradictorios, de imágenes ambiguas, de ejercicios vacuos para así licuar los cuerpos y las almas de las nuevas generaciones. Nada pueden hacer ni contra la verdad ni contra la gracia, nada, puesto que como ya sentenció para la eternidad el primer gran metafísico, Parménides, el ser es. Y ellos, a fin de cuentas, no son nada, absolutamente nada.


José Antonio Bielsa Arbiol

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