Soy
católico, no nuevo ni viejo, sino católico a machamartillo,
como mis padres y abuelos, y como toda la España histórica, fértil en santos, héroes y
sabios bastante más que la moderna. Soy católico, apostólico, romano, sin
mutilaciones ni subterfugios, sin hacer concesión alguna a la impiedad ni a la
heterodoxia, en cualquier forma que se presenten, ni rehuir ninguna de las lógicas
consecuencias de la fe que profeso.
Marcelino MENÉNDEZ
PELAYO
La postrada España de nuestros días
está muy ayuna de educadores del Espíritu Patrio. ¡Gran carencia! Hoy traeremos
a las mientes del lector el nombre de uno de ellos, un nombre casi olvidado de
todos, tristemente olvidado, pues ya casi no goza de difusores… Y sin embargo,
siempre es preciso regresar a él. Nos referimos a don Marcelino Menéndez y
Pelayo, grande entre los grandes, encarnación de la España Eterna , cuya
obra (de acusada tendencia tradicionalista, pese a sus vaivenes), y para
desesperación de toda una pléyade de enemigos de la Patria , sigue más viva y
coleante que nunca, de puro cohesionada en su marmórea entidad.
Su rabiosa actualidad, de profeta
irrefutado, bien justifica esta revisión nuestra que hoy traemos a Carlistas
de Aragón, utilizando como base -bien que reducida y quintaesenciada- un
ensayito nuestro, publicado por entregas en 2014, en una revista de limitada
tirada.
Y es que, como decimos (algo más de
un siglo después de su muerte, acaecida en Santander la tarde del 19 de mayo de
1912), la figura y la obra de don Marcelino no gozan, por así decir, de la
resonante presencia que tiempo atrás le auguraran sus panegiristas. No es
afirmación nueva: a efectos prácticos, y fuera de Cantabria, la obra del
santanderino poco cuenta en la actualidad: del grueso de su monumental producción,
apenas perdura un título, la Historia
de los heterodoxos españoles, y además lo hace, al decir de algunas
fuentes, a título de “rareza bibliográfica”. ¿A qué se debe tamaña desmemoria? ¿Cómo
es posible que obras tan esenciales y definitivas como La ciencia española,
los Ensayos de crítica filosófica, la colosal Historia de las ideas
estéticas en España, los Orígenes de la novela o los inefables Estudios
sobre el teatro de Lope de Vega, entre tantas otras entregas memorables,
hayan pasado a dormir el sueño de los justos, no siendo sino papel muerto para
uso exclusivo de filólogos e investigadores? ¿A qué se debe tal desinterés e
indiferencia, decimos? La respuesta es prolija y está profundamente mediatizada
por el sectarismo de la izquierda, que ha terminado por monopolizar el discurso
político-filosófico de los últimos cuarenta años, lisiando el pensamiento de la
llamada derecha, y arrastrándola hacia sus terrenos infectos y antiespañoles.
No es de nuestro interés ni del de ningún amante de la verdad proseguir por
esta línea, de puro desfasada. Nos interesa don Marcelino, su filosofía, su
catolicismo a machamartillo, sin hacer concesiones a esa paupérrima legión de
sectarios de salón que, fuera de ensuciar el buen nombre del montañés, no le
llegan a la altura de la suela de sus zapatillas de andar por su biblioteca.
Como polígrafo que es, los intereses
de Menéndez Pelayo son prácticamente ilimitados. Él proviene de una gloriosa
estirpe, la de San Isidoro de Sevilla -uno de los grandes sabios de
nuestra cultura española, cuyas Etimologías son ejemplo óptimo de la
ambición temática de este polígrafo precursor-. Un aspecto notable del trabajo
de nuestro hombre es su asombrosa capacidad de análisis, que se traduce en un
sentido infalible de la crítica, siempre profunda y reflexiva, jugosa y
vitaminizada; puede ser prolijo, pero nunca aburrido. A esta cualidad, debe
sumarse su entidad artística como escritor, que arroja las más de las veces una
prosa bellísima y serena, a la par que densa y abigarrada, con un castellano
del mejor cuño, que entronca en espíritu con la tradición de nuestros grandes
barrocos, desde Quevedo hasta Gracián. Es este doble dominio,
como crítico y como literato, lo que hacen tan fascinadora la lectura de Menéndez
Pelayo. Pero lo más meritorio de todo es la hondura de su discurso, que denota
un conocimiento amplísimo de la materia tratada en cuestión, enlazando así con
los “hombres del Renacimiento”, un término que, aunque desgastado y pese a lo
avanzado de la época que le tocó vivir, bien definiría el trabajo del autor
montañés.
Por la pluralidad de sus intereses,
por la ingente obra escrita, Menéndez Pelayo fue un polígrafo, pero no un
diletante en filosofía; esto lo hace en su tiempo una figura anacrónica y
aislada. Y aquí se perfila un factor determinante a nuestros ojos, atrapados
como estamos en esta era de especialistas, de cultivadores de un puñado de
palmos de tierra en un huerto sempiterno, perdido en mitad de la gran selva del
conocimiento humano. Suma de pasión y entusiasmo, el diletantismo, que tantos
frutos duraderos ha dado al mundo, está aquejado en los terrenos de la
investigación de escollos insalvables, que requieren de un aparato formal y de
una disciplina casi atlética para poder salvarlos; encontramos diletantes en la
literatura, en la pintura, en la astronomía, en la música, y por supuesto en la
filosofía. Menéndez Pelayo difiere enormemente de estos entusiastas, bien que
sin restar una pizca de entusiasmo a sus empeños, progresivamente complejos. Si
ya sus primeros escritos académicos denotan un dominio de la forma asombroso, ¿qué
decir de sus obras magnas? La suma de rigor científico y clarividencia crítica,
de objetividad y subjetividad infaliblemente aunadas, es perpetua. Menéndez
Pelayo no fue como decimos un diletante -aunque por varios conceptos bien podría
parecerlo-. Lo que sí fue es un autodidacta: su propia precocidad así nos lo
confirma. Bien es verdad que se rodeó de algunas figuras casi paternales, que
ejercieron cierta tutela sobre sus gustos y preferencias, especialmente Gumersindo
Laverde -quien orientaría su gusto por la filosofía-, Francisco Javier
Llorens y Manuel Milá y Fontanals, pero en lo esencial fue
autodidacto. Si insistimos tanto en esta cuestión es para intentar desmontar
una de las críticas actuales al método de trabajo del santanderino, que algunos
juzgan de muy literario, o lo que es lo mismo, como henchido de esa retórica de
cartón-piedra que tantos estragos causó en la España decimonónica. Sugerir que el método de
trabajo de Menéndez Pelayo ya quedaba obsoleto en su propio tiempo es
desconocer las maneras de una época en lo filosófico acaso precaria, pero en
absoluto inferior a la nuestra, no menos precaria en otros frentes. Un
estudioso de la generación siguiente a Menéndez Pelayo, como su discípulo Ramón
Menéndez Pidal, que ya en su tiempo pasaba por tener la última palabra en
estudios avanzados, se nos antojaría hoy un clásico típico del canon ensayístico
hispánico, y aunque en cronología vital casi dobló en edad a su maestro, su
obra, objetivamente, no resiste la comparación con la de don Marcelino, pese a
sus muchos e innegables méritos. Toda está cuestión resulta un tanto libresca,
pero de vital importancia de cara a enfocar la significación de nuestro autor
en esta revisión. Todavía hoy y con independencia de las modas generacionales,
tan oscilantes como una veleta, Menéndez Pelayo es referencia inexcusable para
todo tipo de estudiosos serios, quedando a la altura de un Theodor Mommsen o
un Jacob Burckhardt.
No está demás recordar que, pese a su
condición de polígrafo, Menéndez Pelayo se consideraba ante todo filósofo.
Fue la filosofía, tras la literatura, el segundo objeto de estudio al que más
esfuerzos dedicó, a juzgar al menos por su producción escrita. La crítica
actual disentirá un tanto de esta opción, no tanto por el interés netamente
filosófico de la producción del autor de La ciencia española, como por
la dispersión de un sistema que nunca llegó a configurarse como tal, algo por
otra parte recurrente entre los españoles. Uno de sus más recientes biógrafos, Manuel
Serrano Vélez, ha advertido bien este problema cuando nos recuerda que “Menéndez
Pelayo se tuvo siempre por filósofo, aunque entre los historiadores de la
filosofía española hay un profundo desacuerdo respecto a esta cuestión, y en lo
más hondo de su espíritu y de su legítima ambición intelectual acarició esta
ocupación como la más noble y digna”.
A pesar de todas las frustraciones y
de la incomprensión que le acompañó en vida, no convendría menospreciar los
frutos de esta ambición en la obra del intelectual español más vigoroso de su
siglo. Sería una injusticia, y un menoscabo para la filosofía española.
CONTINUARÁ…
José Antonio Bielsa Arbiol
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