Reproducimos por su interés el artículo de Juan Manuel de Prada publicado en XL Semanal este 4 de Junio, donde pone las cosas en su sitio en el manido asunto de la filiación carlista de los nacionalismos hispánicos.
No hay en España plumífero o historiador a la
violeta, gacetillero con ínfulas y, en fin, analfabeto con balcones a la calle
que, al referirse a la crisis catalana, no repita como un lorito que el
independentismo es hijo del carlismo. Se trata de una mamarrachada colosal que,
misteriosamente, ha calado entre las masas cretinizadas.
Pero
el independentismo no es hijo del carlismo, sino precisamente de la doctrina
adversa. En su famoso opúsculo Qué es una nación, el liberal Ernest
Renan establece que es la voluntad de los individuos la que afirma la
existencia de una nación. En lo que no hace sino reelaborar los conceptos que
Rousseau proclamaba en su Contrato social, en donde se consagra la
existencia de una «voluntad general» que es una forma de soberanía total,
incondicionada e inalienable. Esta exaltación de la voluntad se completaría
después con una retórica romántica que invoca el «espíritu del pueblo» (Volkgeist),
un principio subjetivo que se impone colectivamente a los hombres para
unificarlos, a la vez que segrega a quienes se perciben como extraños. Todos
los nacionalismos se nutren de estos conceptos liberales; y tanto el
centralismo españolista como el independentismo catalán son sus hijos
legítimos. Pues, en efecto, por más que anden a la greña (como tantas veces
ocurre con los hijos de mala madre), el movimiento independentista y
el españolismo centralista son hermanos de sangre: igualmente liberales,
laicistas y enemigos de la tradición catalana e hispánica.
El
carlismo, por el contrario, se reconoce en esa tradición. Frente a la orgullosa
exaltación de la soberanía propia de todas las formas de nacionalismo (lo mismo
centralistas que independentistas), la tradición no reconoce otra soberanía que
la divina; frente a la exaltación de la política prometeica propia de todas las
formas de nacionalismo (la política entendida como pura poiesis o arte de
construir abstracciones), la tradición se funda en una política aristotélica,
en la praxis que parte de la realidad histórica para introducirle correcciones
y mejoras al servicio de la comunidad. Y la realidad histórica española es el
reconocimiento de una diversidad cordial, integrada solidariamente a través de
una fe común. Tal unidad en la diversidad se logró a través de lo que
Montesquieu denominó ‘gobierno gótico’ (que calificó como la «forma mejor
temperada de gobierno» que haya habido jamás sobre la faz de la tierra),
fundado en el pactismo: el monarca reconocía las libertades concretas de los
pueblos y las instituciones que las protegían; y a cambio los pueblos juraban
lealtad al monarca. Y, mientras rigió este ‘gobierno gótico’ sobre el que se
funda la tradición catalana e hispánica, Cataluña demostró, como nos enseña
Tirso de Molina, que «si en conservar sus privilegios era tenacísima, en servir
a sus reyes era sin ejemplo extremada». Así se explica que, en 1714, nadie
defendiera tan ardorosamente la tradición como los patriotas catalanes, con
Rafael de Casanova a la cabeza, quien en su célebre pregón del 11 de septiembre
escribiera: «Todos los verdaderos hijos de la patria, amantes de la
libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su
sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda
España». Así se explica también que no haya habido pueblo tan perseverante y
heroico como el catalán en su lucha contra las infiltraciones liberales, que
combatió en siete guerras contrarrevolucionarias, desde 1794 a 1875: la Guerra Gran o Guerra
del Rosellón; la Guerra
de la Independencia ;
la Guerra Realista
durante el trienio liberal de 1820-1823; la Guerra dels Malcontents contra la deriva
afrancesada de la
Década Ominosa ; la Primera Guerra Carlista, entre 1833 y 1840; la Guerra dels Matiners o
Segunda Guerra Carlista; y, en fin, la Tercera Guerra
Carlista, entre 1872 y 1875.
Y
en todas estas guerras, Cataluña no combatía por la independencia, sino por el
restablecimiento de sus libertades e instituciones. Cataluña se mantuvo fiel a
los reyes de España y los sirvió extremadamente, mientras esos reyes cumplieron
lo pactado; y, cuando los reyes dejaron de cumplir lo pactado y trataron de
suplantar la tradición política hispánica con importaciones liberales (tales
como el centralismo), Cataluña se revolvió contra ellos. Pero la Cataluña carlista, siendo
muy amante de sus tradiciones e instituciones, amaba también (hasta el
derramamiento de la sangre) a España, en la que veía una unión de pueblos
querida por la
Providencia. ¿Cómo se convirtió ese amor en odio separatista?
Precisamente porque Cataluña dejó de ser carlista; porque renegó de su
tradición, haciéndose liberal. Lo explicaremos en una próxima entrega.
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