Reproducimos la segunda entrega de Juan Manuel de Prada publicada en XL Semanal
Veíamos en un artículo anterior que
los catalanes fueron, entre todos los pueblos hispánicos, quienes más
denodadamente lucharon por el mantenimiento de la tradición, desde la Guerra de Sucesión hasta
las Guerras Carlistas, frente a los nacionalismos liberales nutridos de
soflamas románticas. Sólo mentes arrasadas por el napalm sistémico pueden
afirmar sin rubor que el separatismo es hijo del carlismo.
El nacionalismo prendió en Cataluña
en ámbitos urbanos, antes que en los rurales. Nada más natural, puesto que el
liberalismo es ideología que beneficia a los ricos, que mientras fomentan entre
los pobres la anarquía moral pueden dedicarse a la única libertad que de verdad
les interesa, que es la libertad para concentrar y amontonar dinero. Fue la
burguesía catalana la que, ‘al abrirse’ a la ‘modernidad’ europea, introdujo en
Cataluña los postulados nacionalistas liberales que habían leído en
gentes como el mencionado Renan. Vicens i Vives lo expresa sin ambages en Industriales
y políticos del siglo XIX: «El catalanismo incorporaba Cataluña a Europa
de una manera total e irrenunciable… El reencuentro con Europa después de
cuatro siglos de ausencia, he aquí el significado profundo del movimiento
catalanista». ¿Se puede decir de forma más rotunda y sintética? Mientras
Cataluña se mantuvo apegada a la tradición, permaneció impermeable a las tesis
nacionalistas que triunfaban en Europa. Y para lograr que la Cataluña popular comprase
la mercancía averiada, la burguesía liberal hubo de hacer una operación de
ocultamiento de la tradición catalana.
Antonio Rovira i Virgili así lo
reconoce en su Historia dels moviments nacionalistes. En este libro,
Rovira i Virgili se esfuerza por desvincular la causa nacionalista de los
acontecimientos de 1714 (de los que abomina, porque sabe que fueron
protagonizados por catalanes dispuestos a «derramar gloriosamente su sangre y
vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda
España»), que inscribe en la línea histórica que verdaderamente les corresponde:
«Esta es una línea –afirma— que pasa por el movimiento catalán de la guerra
contra Francia, después por la guerra de la Independencia y va a
parar a las guerras carlistas. En realidad, los herederos de 1640 y de 1714 son
los carlistas de la montaña catalana». Precisamente por ello (porque veía una
continuidad histórica entre los patriotas dispuestos a derramar su sangre por
España de 1714 y los carlistas de la montaña catalana), Rovira i Virgili
sostenía –nos lo cuenta Josep Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya– que
«las guerras carlistas tenían que ser borradas de la memoria de la gente
catalana, cual si nunca hubieran existido». Y es que los ideales carlistas y
los ideales nacionalistas son por completo incompatibles. Por eso el
nacionalismo, ansioso de subirse al carro de la modernidad europea, enterró la
tradición catalana, de la que renegaba y se avergonzaba. Y se nutrió de una
munición de conceptos –voluntad, soberanía, autodeterminación, etcétera–
típicamente liberales, que a cualquier carlista repugnan.
Para enterrar la tradición catalana,
el nacionalismo liberal adoptó al principio un lenguaje regionalista que a
simple vista se podía confundir con el lenguaje tradicional de los carlistas; y
así se consiguió que muchas familias carlistas se fuesen contaminando de ideas
liberales, envueltas en el celofán del conservadurismo clericaloide. Y cuando
esa contaminación fue completa, el catalán se volvió furibundamente
independentista, como no podía ser de otro modo; porque los pueblos
tradicionales, cuando son infectados por ideologías modernas sustitutorias de
su fe, se revuelven furiosos. Dostoievski nos enseña –refiriéndose al pueblo
ruso, pero vale lo mismo para el pueblo catalán– que cuando los pueblos
tradicionales son contaminados de ideas ajenas a su tradición no reaccionan
como vacas pastueñas, al estilo de los pueblos sumisos e inanes que se uncieron
al yugo luterano, sino que se metamorfosean en algo muy distinto que, sin
embargo, conserva pervertido su ardor originario: la religiosa Rusia, infectada
de liberalismo, reaccionó volviéndose bolchevique; la Cataluña hija de los
almogávares y los carlistas de la montaña reaccionó volviéndose
independentista. Y el catalizador de esta metamorfosis fue, en ambos casos, el
mismo. El independentismo no es hijo (ni siquiera bastardo) del carlismo, sino
hijo legítimo y predilectísimo del liberalismo.
A ver si dejamos de una puñetera vez
de repetir como loritos las mamarrachadas que interesan a los causantes de
nuestros males. Que, para mayor escarnio, ahora españolean y sacan pecho,
erigiéndose en remedio de los males que causaron.
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