MENÉNDEZ PELAYO COMO EDUCADOR DE LA JUVENTUD ESPAÑOLA - UNA REIVINDICACIÓN (2)





El pensamiento filosófico de Menéndez Pelayo se desarrolla en un contexto de grandes crisis, internas y externas: la España de la segunda mitad del siglo XIX, un siglo que la reciente Historia oficial quiere que pase por ser uno de los más débiles de la filosofía española. Esta pretensión, pese a contener algo de verdad (muy poca, ciertamente), resulta apresurada, más por lo estrecho de la afirmación que por la escasísima atención que se ha prestado a unas obras y unas corrientes hoy virtualmente olvidadas. España, potencia mundial sin equivalente en la Literatura y las Bellas Artes, no ha tenido en Filosofía, dicen, la misma significación. Relegada a un lugar secundario, incluso marginal, en la historia de la filosofía occidental, ha quedado siempre a la sombra de las consideradas tres grandes potencias filosóficas europeas, o lo que hoy llamamos Alemania, el Reino Unido y Francia. Uno de los grandes esfuerzos de Menéndez Pelayo no será otro que refutar esta opinión tan extendida, suministrando como refuerzo a su tesis un copioso arsenal de referencias, no siempre significativas. Para el polígrafo, la filosofía española es una realidad territorial, de paisaje histórico, y no de idioma, siempre cambiante y sometido al devenir de los siglos. Por ende, la identidad de la filosofía española en tanto que “española” se ha manifestado a través del castellano, sí, pero también del latín (Séneca), del árabe (Averroes), del hebreo (Maimónides), del catalán (Lulio), e incluso del portugués. El idioma, pues, no debería entenderse como elemento disgregador, sino como uno de los muchos rasgos y manifestaciones del espíritu español, unificado bajo la pluralidad de diversas singularidades, sin dar relieve a episódicas desviaciones como el nacionalismo o el separatismo.

El español Menéndez Pelayo ilustra bien esa máxima expresada por Goethe de que los cerebros de élite tienden siempre a la unidad.
        
En su conjunto, la filosofía española del siglo XIX se desarrolla en dos grandes movimientos, bastante dogmáticos y en apariencia antitéticos: el neoescolasticismo y el krausismo.

El neoescolasticismo supone la pervivencia de la gloriosa tradición escolástica internacional, heredera del tomismo. Su relación con el vigoros conservadurismo español es clara. Alain Guy diferencia entre los pensadores del neoescolasticismo dos grupúsculos bien definidos, el de los dogmáticos y el de los moderados, situando entre los primeros al inolvidable carlista Juan Manuel Ortí y Lara como el autor más señalado, y entre los segundos a Juan José Urráburu, Antoni Comellas i Cluet y, sobre todo, el cardenal Ceferino González y Díaz Tuñón.

         Mucha mayor importancia sociológica, que no filosófica, tiene el krausismo, cuyo cuerpo doctrinal bebe de las obras del filósofo alemán Karl Christian Friedrich Krause, y que pasa por ser el fenómeno pretendidamente filosófico “español” por antonomasia del siglo XIX, tanto por su duración en el tiempo como por sus nefastas consecuencias sociales, entre ellas la germinación del espíritu liberal y su consiguiente resultado en la consolidación de la Primera República, en 1873, marcando de paso el comienzo del aberrante proceso secularizador en los sistemas de enseñanza estatales -hasta entonces bajo la supervisión de la docta jerarquía eclesiástica-, con la fundación de la masónica Institución Libre de Enseñanza. Introducido en España por el petulante Julián Sanz del Río, a la sazón su principal representante, tiene otras figuras de peso en las personas de Francisco Giner de los Ríos, Emilio Castelar y Nicolás Salmerón.

Junto a estas dos corrientes, extrañas al pensamiento de Menéndez Pelayo, descuellan dos pensadores independientes, que por sí solos dominan la filosofía española de la primera mitad del siglo XIX: Juan Donoso Cortés y Jaime Balmes.

El primero evolucionó de un liberalismo juvenil a un tradicionalismo lucido madurado a la luz (o la oscuridad) de la Revolución de 1848. Su primer opúsculo bien conocido es el Discurso sobre la dictadura, mas su obra capital (y la más significativa del siglo producida en España en el terreno de la moral política) es el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Su pensamiento perenne ha tenido no pocos influjos en el siglo XX, afectando profundamente la obra de autores como Carl Schmitt o el pensador reaccionario colombiano Nicolás Gómez Dávila.

Menos actual que Donoso, y también mucho más prolífico que él, fue Jaime Balmes, prematuramente finado víctima de la tisis, y autor de la producción filosófica de conjunto más amplia de la España de su siglo, con obras de la categoría de El protestantismo comparado con el catolicismo y la Filosofía fundamental. La filosofía del “sentido común” de Balmes se basa en la conciliación de los opuestos, que sintetiza en su teoría de la certeza, expuesta en El criterio, por otra parte su libro de divulgación otrora más popular, obra que fue una de las primeras en leer el niño Menéndez Pelayo.

En este contexto plural y complejo, la filosofía del polígrafo irrumpe con inopinada fuerza en la vida cultural española, suponiendo un claro punto y aparte, no entendido como ruptura brusca con el pasado, sino como continuación y engarce profundo con una tradición que el autor asumirá hasta sus últimas consecuencias. El motivo desencadenante, el punto de partida de esta filosofía difusa en sus comienzos, no será otro que la polémica desatada sobre la ciencia española, fuera de toda duda el debate intelectual e historiográfico más apasionante de la España de la década de 1870, iniciado en abril de 1876, y dividido en tres etapas claramente diferenciadas en el tiempo: así, las dos primeras se definen por el enfrentamiento entre Menéndez Pelayo y los krausistas (primero con Gumersindo de Azcárate, y luego con Nicolás Salmerón, Manuel de la Revilla y José del Perojo); la tercera, supone el choque entre el polígrafo y los escolásticos tradicionalistas Alejandro Pidal y Mon y el Padre Fonseca. No conviene olvidar que cuando se inicia este debate de repercusión nacional, Menéndez Pelayo apenas frisa los veinte años de edad. Mas no nos detendremos más en la génesis y evolución de esta dilatada polémica, harto conocida. Meramente nos limitaremos a apuntar la idea crucial que vehiculó el pensamiento de nuestro autor: la existencia y realidad de una ciencia exclusivamente española durante los tres últimos siglos de historia de España. Esta tesis surgió como reacción a la afirmación de Azcárate, en absoluto original, de que la prohibición del ejercicio de la ciencia en España por parte del absolutismo y de la Inquisición habían llevado a la decadencia nacional con una ciencia inactiva, nula. El joven Menéndez Pelayo refutará esta opinión con un aparato de referencias increíblemente abultado, citando autores y obras por doquier. La polémica, frente a diferentes firmas y tendencias ideológicas, se desarrollará por largos meses, saldándose con un resultado decepcionante, y en el que el más ecuánime resultará ser el propio Menéndez Pelayo, puesto que tomará una posición intermedia, a medio camino entre el liberalismo de los krausistas, partidarios de la nulidad de la ciencia española, y el dogmatismo de los tradicionalistas viejos, para quienes el pensamiento se detiene por lo general en Santo Tomás. No obstante, el resultado no será en absoluto estéril; en palabras de José Luis Abellán, el empeño de Menéndez Pelayo significa “la adquisición de un sentido histórico por primera vez aplicado a la historia de nuestra filosofía”. Y es aquí donde se entrevé el verdadero fruto filosófico de la polémica de la ciencia española: su aportación historiográfica, que lleva implícita toda una nueva filosofía de la historia del pensamiento, español o no.     

CONTINUARÁ…

José Antonio Bielsa Arbiol


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