De cómo la Cía y otros lobbies, orquestaron la partitocracia en la transición (y 3): Comunistas y nacionalistas y el fin de la UCD



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El consenso: matar los principios


3 – De cómo la Cía y otros lobbies, orquestaron la partitocracia en la transición (y 3): Comunistas y nacionalistas y el fin de la UCD


120410675A mediados de 1975, el PSOE ya tenía 1.500 activistas y un pequeño presupuesto que apenas alcanzaba para pagar los salarios de dos liberados, propaganda y las dietas de sus dirigentes. Luego llovieron los millones y el partido se convirtió en un “aparato”. La apuestan nacional e internacional de los grandes poderes por la UCD y el PSOE tenían una clara intención. Ella fue desvelada en la comisión del Congreso encargada de investigar la financiación del PSOE. En ella compareció von Brauchitsch, el representante de Flick. Carrillo le preguntó: “Tengo entendido que el señor Flick fue condenado por el Tribunal de Nuremberg como criminal de guerra nazi. Y creo que usted es hijo del general que fue jefe del estado mayor de Hitler… Entonces, ¿cómo se explica que ustedes financien al PSOE?”. Von Brauchitsch sentenció: “Tratábamos de cerrar el paso al comunismo y el partido mejor situado para hacerlo era el PSOE”.
Ciertamente esta es la historia de fondo: había que impedir que tras la muerte de Franco se produjera una revolución comunista. Pero “tener” un PSOE no era suficiente, había que domesticar también al PCE. Para ello fue encargado un hombre de confianza de Suárez y Don Juan Carlos, que a la postre era sobrino de Franco: Nicolás Franco. Una histórica portada de Cambio 16 sacaba la foto del “sobrinísimo”. En una entrevista del ejemplar, Nicolás se declaraba “demócrata” de toda la vida y, entre otras cosas, afirmaba: “(es) urgente dar voz legal y el voto correspondiente a la izquierda” (Hemos de pensar que esto se publicaba estando Franco aún vivo). Antes de los contactos de Nicolás Franco con Santiago Carrillo, Don Juan Carlos ya había comisionado a su íntimo Manuel Prado y Colón de Carvajal para que viajara a Rumania y se entrevistara con el dictador Ceauscescu.

Un PCE fuerte impediría que el PSOE aglutinara a toda la izquierda. Carrillo, sabiendo que la situación no estaba para grandes pactos, se comprometió a que el PCE no empezaría a moverse hasta la coronación de Don Juan Carlos

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Carrillo y Felipe González
La intención es que mediara para entrevistarse con Santiago Carrillo. El intento quedó fallido. Posteriormente saldría mejor con Nicolás Franco. Éste viajó a París en 1974 y se entrevistó con el Secretario General del PCE. Una suculenta comida en el Vert Galan permitió acercar posiciones. A Carrillo se le vendió lo contrario (o lo mismo) que a Felipe González. Un PCE fuerte impediría que el PSOE aglutinara a toda la izquierda. Carrillo, sabiendo que la situación no estaba para grandes pactos, se comprometió a que el PCE no empezaría a moverse hasta la coronación de Don Juan Carlos, y que reconocería la Monarquía a cambio de su legalización.
Los entresijos de “montar una izquierda” obligaban a situaciones bastante hipócritas por parte de todos los agentes implicados. Mientras se preparaba la legalización de partidos políticos, el PCE y el PSOE se mostraban, en sus proclamas y programas, indiscutiblemente republicanos. Pero ya estaban dispuestos –y así se había pactado- a aceptar la Monarquía, la bandera española actual (y no la republicana) y la unidad territorial de la Nación. El 10 de agosto de 1976 se habían entrevistado en secreto Felipe González con Fernando Abril Martorell (Ministro de Agricultura) y ahí se pactó el reconocimiento de la Monarquía, aunque de cara a la militancia el discurso sería republicano. Pero la historia no era fácil. Fueron los propios socialistas  (especialmente los Solana, Enrique Múgica y Luis Gómez Llorente) los que solicitaron a Rodolfo Martín Villa para que no se legalizara el Partido Comunista. No querían competencia electoral alguna. El 8 de septiembre de ese año, Suárez convocaba a la cúpula militar para comunicarles  el plan de reforma política. En principio tenía que comunicarles que se legalizaría al PCE.

Fueron los propios socialistas  (especialmente los Solana, Enrique Múgica y Luis Gómez Llorente) los que solicitaron a Rodolfo Martín Villa para que no se legalizara el Partido Comunista. No querían competencia electoral alguna.

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General Armada, profundamente anticomunista, pero pro-socialista
Entre los historiadores de esa época hay varias discrepancias: los que afirman que sí  informó de ello, y los militares tuvieron que tragárselo; y los que afirman que se lo ocultó y el “cabreo” vino cuando se enteraron de la “traición”. Fue el 10 de abril de 1977, Sábado Santo, en que la mitad de España se quedaba pasmada con la legalización del Partido Comunista y su autorización a presentarse a elecciones. Los malos resultados del PCE en las primeras elecciones (un 9% de sufragios) permitió respirar a muchos, socialistas y centristas, y calmar a los militantes, aunque no quitarles el tremebundo enfado causado en muchos de ellos. Muchos comunistas de vieja guardia, ante las constantes visitas y encuentros entre Santiago Carrillo y el Rey, y el feeling que destilaban, empezaron a sospechar que Carrillo no era más que un agente para dinamitar el PCE. Con los años, el historico comunista acabaría militando en un ya decadente PSOE.
Respecto a los partidos nacionalistas, Juan Carlos y sus adláteres eran conscientes de que también debían integrarlos en el nuevo régimen. Ya eran muchos los contactos que se habían celebrado estando Franco vivo. Una vez fallecido había que poner hilo a la aguja. En junio de 1977, Tarradellas, aún en el exilio, declaraba a la agencia EFE que se estaban realizando conversaciones entre Don Juan Carlos con Suárez y los socialistas catalanes Joan Reventós y José María Triginier. Poco a Poco se fue montando la “Operación Tarradellas” con el fin de restaurar la Generalitat y traer a Tarradellas. La cuestión clave era cerrar una negociación según la cual, el viejo y último presidente de la Generalitat aceptara la Monarquía y acatara la nueva legalidad. A cambio se legalizaría la Generalitat (vinculándola con su etapa Republicana) y se abriría una discusión sobre el Estatuto de Autonomía.

Poco a Poco se fue montando la “Operación Tarradellas” con el fin de restaurar la Generalitat y traer a Tarradellas. La cuestión clave era cerrar una negociación según la cual, el viejo y último presidente de la Generalitat aceptara la Monarquía y acatara la nueva legalidad.

Carlos Sentís, ese tipo de catalanistas que vivieron el franquismo como franquistas y la transición como centristas, fue el eje de la Operación aunque la iniciativa partiera de Suárez. A Jordi Pujol le mantuvieron al margen a su pesar. El secretismo de la operación, fue uno de los detonantes de los desencuentros constantes entre Tarradellas y Pujol. Los intríngulis de esta Operación no deben apartarnos del hilo conductor del libro, por eso sólo apuntaremos como en la España de aquél momento podía ocurrir de todo. Lo más sorprendente fue el marquesado que Don Juan Carlos le concedió a Tarradellas y que este republicano aceptó gustoso.
En 1986, el Real Decreto de 24 de julio, decía que se le concedía el título por: “la labor política realizada durante un importante período de la actual historia de España por don José Tarradellas Joan; la prudencia, espíritu de colaboración y patriotismo puestos de manifiesto y su participación activa en el proceso de la transición política y el interés y acierto con el que fomentó, dentro de la Indisoluble unidad de la Nación española, proclamada en la Constitución, la autonomía, la cultura, las tradiciones e instituciones de Cataluña y sus relaciones con todos los pueblos de España, son méritos que han contribuido de manera destacada a la reconciliación de todos los españoles bajo la Corona, por lo que, queriendo demostrarle Mi Real aprecio”.

A Jordi Pujol le mantuvieron al margen a su pesar de la Operación “Tarradellas” (traerlo a España como presidente de la Generalitat). El secretismo de la operación, fue uno de los detonantes de los desencuentros constantes entre Tarradellas y Pujol.

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Don Juan carlos humillado por HB en la Casa de Juntas de Guernica
La cuestión catalana permitió reabrir el asunto del estatuto Vasco. Juan Carlos de Borbón y Suárez realizaron esfuerzos por atraerse al PNV, pero la doblez de este partido siempre había sido su mejor arma. La cuestión vasca se complicaba de manera alarmante con el tema ETA. Ni Don Juan Carlos ni Doña Sofía habían visitado oficialmente Euskalherría. El escándalo causado por los parlamentarios autonómicos de Herri Batasuna, el 5 de febrero de 1981, en la recepción de la Casa de Juntas de Guernica, al cantarle en mitad de su discurso el Eusko Gudariak presagiaba que no todo marchaba como debía. En poco más de 12 semanas se produciría un golpe de Estado que ya llevaba tiempo gestándose. La relación entre Juan Carlos y sus asesores más próximos se había deteriorado profundamente. Suárez se había creído que el destino de España estaba en sus manos, en cuanto que presidente del Gobierno, pero a su alrededor se movían fuerzas que ni podía imaginar que preparaban su caída. La ruptura entre Suárez queda reflejada en un término que acuñó Suárez: “a mí el rey no me borbonea”. Pero sí, le “borboneó”.
La UCD se iba autodestruyendo. El centrismo era una “irrealidad” difícil de concretar y no dejaba satisfechos ni a los elementos más derechistas ni a los más izquierdistas del partido. José Marín Arce, lo expone así: “los primeros gobiernos de la UCD no fueron gobiernos conservadores, pues en muchos aspectos desarrollaron políticas de centro izquierda en las que coincidieron sectores suaristas y socialdemócratas de la UCD”. La patronal, igualmente, había apoyado a UCD por temor a un triunfo de la izquierda, pero la actuación del partido gubernamental le parecía “entreguista”. Esta pugna se aceleró con las derrotas electorales en el Referéndum Andaluz sobre el tipo de acceso a la autonomía, las elecciones vascas, catalanas y gallegas (1981), donde la implantación del partido sufrió un descalabro muy serio.

Suárez se había creído que el destino de España estaba en sus manos, en cuanto que presidente del Gobierno, pero a su alrededor se movían fuerzas que ni podía imaginar que preparaban su caída.

La UCD había cumplido su papel en la transición pero no podía ser un partido de gobierno. En medio de una crisis de gobierno, de desprestigio de la monarquía ante los sectores más franquistas y derechistas, de los años de hierro de ETA (en 1980 había asesinado a 93 personas), las acciones de otros grupos terroristas como el GRAPO, o las tensiones nacionalistas, habían disparado las alarmas. España necesitaba un golpe de timón y empezaron a sonar los ruidos de sables.

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