El Estado de las autonomías y la doctrina foral. A propósito de un magnífico trabajo del profesor Andrés Gambra Gutiérrez (I)



  
Nos encontramos, de hecho, en un nuevo período pseudoconstituyente. Entre otras razones, por el tipo de soluciones que plantean los actuales gobernantes del todavía oficialmente Reino de España ante el desafío del procés secesionista catalán. Es por eso que recomendamos vivamente la lectura y el estudio de un viejo y magistral trabajo del profesor Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ, titulado LA REGIÓN Y EL CAMBIO. El Estado de las autonomías frente a la doctrina foraly publicado en el nº 247-248 de la revista Verbo (1987).
Con el fin del régimen de Franco y el inicio formal del llamado proceso de transición política, la disyuntiva que se plantea al pueblo español queda enunciada en términos de centralismo estatal vs. nacionalismo separatista o independentista. La solución se formula en el texto aprobado en 1978 a partir de lo que se pretende sea una suerte de tercera vía: el llamado “Estado de las Autonomías”. Los patrocinadores de esta aparente solución señalan que el objetivo de esta construcción consistiría en conjugar la revisión del modelo de una administración monolítica, burocrática y centralizada, de impronta napoleónica común a la mayor parte de las naciones de la Europa continental y claramente ineficiente a estas alturas del acontecer histórico, con el reconocimiento de la realidad histórica y de una legítima autonomía para los distintos pueblos y regiones que conforman las Españas.
Llegados a este punto, el autor hace la siguiente afirmación, que reproducimos en su tenor literal por cuanto constituye la premisa ineludible del fraude histórico en que se fundamenta el llamado “Estado de las Autonomías”: “… los tradicionalistas … han sido durante siglo y medio los acreditados, y marginados, portaestandartes de un programa regionalista que no fuese incompatible con la unidad patria”. Por tanto, arguyen los promotores del nuevo Estado autonómico, si quieren ser fieles a sí mismos y a la tradición histórica de las Españas deben apoyar sin reservas el régimen constitucional que, fundándose “en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, … reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” (artículo 2 CE).
Es importante detectar el fraude de este planteamiento desde su mismo punto de partida. Dentro de la más estricta observancia de los principios de la doctrina rousseauniana, no se trata de dar carta de naturaleza a la demanda secular de los tradicionalistas, esto es, a la autarquía de las entidades infrasoberanas o a la “constitución natural y orgánica de los estados y cuerpos de la sociedad tradicional y la federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la Patria española” (Real Decreto de 23 de enero de 1936, de Don Alfonso Carlos Fernando José Juan Pío de Borbón y de Austria-Este), sino de transmutar, mediante un hábil juego de prestidigitación jurídica, la tradición foral en un régimen de Derecho administrativo descentralizado, lo que no es sino una versión actualizada de la vieja maquinaria “electorera” del liberalismo español, es decir, un neocaciquismo al servicio de las oligarquías de los partidos, con la necesaria participación, esta vez, de los nacionalismos periféricos en el reparto del botín.
En realidad, de esto a la España “nación de naciones” no hay sino un paso, porque siguiendo la consigna revolucionaria, “dos pasos adelante y un paso atrás”, con todos los meandros y recovecos que se quieran poner, en el fondo el saldo neto sigue siendo un simple paso. Estudiando la auténtica tradición española no puede sino concluirse que la jugada fue soberbia: como por ensalmo se estableció un vínculo aparente entre la instauración de una democracia, en el sentido moderno y fuerte de la expresión, y la recuperación de la articulación regionalista de las Españas, que había sido objeto de hostigamiento y persecución sistemática por parte precisamente del centralismo estatista de cuño democrático y revolucionario.
Bajo el epígrafe Unidad y pluralidad de la monarquía española, señala el profesor profesor Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ que “a lo largo de la Edad Media, animados por el recuerdo vigoroso de la unidad política y religiosa de España que la invasión musulmana había arruinado (la «pérdida de España» de la que hablan las crónicas), los cristianos del área norteña fueron reconstruyendo la patria añorada en un proceso multisecular de reconquista, repoblación y reorganización. Una empresa admirable, sin par en la historia europea, la de aquellos reinos y principados minúsculos que amplían sus límites en un lento «avanzar de gasterópodo», conscientes de la unidad de su fe, tradiciones y cultura y de compartir un proyecto de restauración sólo en apariencia quimérico. Los Reyes Católicos llevaron el proceso a su culminación: completaron la reconquista, realizaron la unidad política y territorial, afirmaron la unidad católica de España. Aquella unidad no se encauzó, sin embargo, por la vía de la uniformidad y del centralismo político-administrativo. Todo lo contrario. (…). Aquella unión tuvo un carácter «principal», entendiendo por ello la pervivencia de la anterior pluralidad jurídica y política de reinos en una corona respetuosa con las peculiaridades institucionales de las unidades que la integraban. (…). Unidad en la pluralidad, abierta y creativa, que se concretó en una monarquía «polisinodial», que hoy causa admiración a cuantos historiadores son capaces de sustraerse a las interpretaciones tópicas, de signo centralista, acuñadas por el liberalismo. Y aquella España no sólo no fue débil, sino que supo conquistar y cristianizar un Nuevo Mundo, desarrollar toda una civilización, proteger al Mediterráneo del turco, combatir generosamente en los campos de Europa en defensa de la unidad de la Cristiandad amenazada por la heterodoxia. Durante un siglo y medio fue la primera potencia mundial. Aquella arquitectura espléndida terminó derrumbándose. Y no víctima de contradicciones internas como pretende afirmar cierta historiografía. Su ruina fue fruto de una derrota exterior que cerraba un dilatado período de hegemonía. Una derrota que fue también la de la Cristiandad medieval y renacentista, coincidiendo con la «crisis de la conciencia europea» de que habló Paul HAZARD”.
La derrota se tradujo también, sin embargo, en un profundo pesimismo nacional, en el histórico complejo de inferioridad impulsado por la asimilación acrítica de los tópicos de la Leyenda Negra antiespañola, sobre cuyos efectos devastadores ha llamado recientemente la atención la profesora Mª Elvira ROCA BAREA. Da comienzo entonces un proceso de revisión institucional que se traduce en la renuncia a lo mejor de nuestra historia, con el desmantelamiento progresivo de la España tradicional, una y plural a la vez.
“En un ambiente de frustración y desilusiones se produjo el advenimiento de una nueva dinastía que trajo consigo la filosofía heterodoxa del poder absoluto de los reyes y la voluntad de crear un aparato administrativo racionalista y homogéneo. No es extraño, aunque pueda resultar paradójico desde el recuerdo de lo acaecido en 1640, que la Corona de Aragón sirviese durante la Guerra de Sucesión a la causa del Archiduque Carlos de Austria: su dinastía era la de la tradición foral hispánica. Los Decretos de Nueva Planta, en tiempos de Felipe V, supusieron una revisión a fondo de las particularidades de la Corona Aragonesa y la imposición de un «asimilismo castellano» que contrariaba una larga historia de flexibilidad institucional. A lo largo del siglo XVIII, en el ambiente racionalista y en cierto modo «tecnocrático» de la Ilustración, se fue difuminando la antigua constitución de España. El proceso llegó a su cénit con el triunfo de las ideas revolucionarias francesas, del liberalismo y de la democracia, que se opera a partir de Cádiz en 1810-1814 y, sobre todo, del golpe de Estado de 1833. Los diputados de Cádiz y, definitivamente, Javier DE BURGOS en noviembre de 1833, impusieron en España el esquema francés, arbitrado durante la Revolución en el país vecino y completado después por Napoleón. Una administración rigurosamente uniforme y centralizada, basada en la fórmula departamental: el prefecto gobierna cada departamento y el intendente o comisario la organización municipal; funciones ejecutivas en órganos monocráticos que forman una cadena rigurosamente jerarquizada que se extiende desde el gobierno central al alcalde. La antítesis de la teoría tradicional española”.

Conforme avanza el siglo XIX, surgen y toman fuerza las reivindicaciones regionalistas. Políticos e intelectuales van tomando conciencia de que el centralismo estatista liberal, basado formalmente en el imperio de la ley como expresión de la voluntad general, es un sistema contra natura, que no puede convertirse en realidad sino a través de la coacción y la anulación deliberada del dinamismo propio de la sociedad civil. Algunos políticos liberales acudieron al expediente de la llamada “descentralización”, en el fondo una simple capilarización de la estructura administrativa o desconcentración de ciertas funciones a favor de dependencias periféricas de la misma organización estatal. Al margen de la España oficial – liberal -, brotan diversas corrientes regionalistas que, siguiendo la lógica dialéctica característica de la modernidad, van deslizándose insensiblemente hacia formulaciones nacionalistas o secesionistas, que terminan por desafiar abiertamente la unidad española, identificándola también fraudulentamente con la tiranía estatista del centralismo liberal.

La Revolución se quitó la careta con el ascenso al poder del general Baldomero ESPARTERO, el gran espadón de la sedicente “monarquía” liberal, en definitiva, del nuevo régimen del liberalismo, primero moderado o conservador, después progresista o radical,  republicano y democrático, y finalmente socialista o anarquista. Estalla la Gloriosa en 1868 y comienza el llamado sexenio revolucionario, que culmina con el esperpento del cantonalismo de la Primera República, en la que no faltaron los paladines respectivos del centralismo (CASTELAR) y del federalismo (PI i MARGALL). Liberalismo conservador o progresista, socialismo, nacionalismo etnicista (herderiano) y comunismo libertario (anarquismo) son los polos históricos del alternador de la Revolución en España a lo largo de más de un siglo, siempre con arreglo a la dialéctica moderna, la lógica de la contradicción.
Es muy ilustrativa de la realidad de este doble juego la imposición por ESPARTERO de la tristemente célebre Ley paccionada de Navarra o de modificación de los Fueros de 16 de agosto de 1841, por la que Navarra pierde su condición de Reino “a cambio de una amplia autonomía” (1). A esto se le llamó régimen foral, pero en realidad se trataba de una especie de “reserva india”, que tendía ya a una simple autonomía de Derecho administrativo, si no fuera por la insobornable fidelidad del pueblo navarro a su tradición. Con posterioridad, tras la tercera derrota del carlismo en los campos de batalla, la sedicente “monarquía” de Sagunto promulgó la Ley de 21 de julio de 1876, sancionando la abolición de los Fueros Vascos.

MAURA, liberal de buena fe, intentó reasentar el régimen de la Restauración alfonsina sobre bases sociales auténticas, luchando contra la oligarquía y el caciquismo, sin darse cuenta de que estos eran los únicos mimbres disponibles para confeccionar el cesto del régimen constitucional. Había que “hacer la Revolución desde arriba”, a fin de que no degenerase en movimientos compulsivos de corte demagógico (socialista), pero al mismo tiempo, para que la democracia fuera auténtica era necesario plantarla y enraizarla desde abajo, desde el municipio, pasando por la Región, hasta el Estado. Se trató de hacer encajar estas dos piezas estableciendo la obligatoriedad del sufragio, por supuesto partidista. El resultado era previsible: el proyecto de Ley de Administración Local de 1907 finalmente no prosperó y la oligarquía y el caciquismo recibieron un nuevo impulso con la obligación legal del voto, con una considerable reducción de costes para sus explotadores habituales. La Lliga Regionalista continuó presionando hasta lograr la definitiva constitución de la Mancomunitat Catalana en 1914. Las mancomunidades, sin embargo, no pasaban de ser una forma estable de cooperación entre Diputaciones Provinciales para la prestación de determinados servicios públicos. De nuevo, se trataba de un arreglo típico de Derecho administrativo, pero tras el tinglado rugían ya con fuerza, tratando de abrirse paso, los espectros del nacionalismo y del socialismo revolucionarios. No se puede hacer la Revolución desde arriba, ya que ello equivale en la práctica a que el gobierno y con él todo el Estado asuma la Revolución, con todo lo que implica, con su dialéctica implacable, como tarea propia.

Víctor PRADERA presentó a la Asamblea Nacional Consultiva creada por el general Miguel PRIMO DE RIVERA para proveer una salida institucional a la Dictadura, una “Memoria sobre la organización natural e histórica de la Nación española”. Sin embargo, en el texto de la conocida como Constitución non nata de 1929, si bien se prestaba atención a algunas de sus propuestas en cuanto a la figura del Rey y al estatuto del Gobierno y de las Cortes, no hallaron eco sus planteamientos en torno al restablecimiento del genuino régimen foral como régimen histórico tradicional de España. Una actitud similar observaría años después el régimen de Franco, aunque por causas bien distintas.   

Con la llegada de la II República, los tradicionalistas se reagrupan en torno al carlismo. Incluso brota un cierto neotradicionalismo entre las filas de los seguidores de la dinastía recién caída, que en algunos casos no deja de ser algo así como un repudio instintivo del liberalismo, a la luz de la experiencia histórica, acompañado de una cierta actitud de admiración y mimetismo acríticos ante los logros aparentes de los regímenes genéricamente conocidos como fascistas en otros países.

Sin embargo, con la República volvió a estallar un conflicto largamente incubado en el seno del tradicionalismo, que ya anunciamos en párrafos anteriores. El líder socialista Indalecio PRIETO bramaba contra aquellos que querían construir “un Gibraltar vaticanista en el norte de España”. La presencia de la llamada minoría vasco-navarra en las Cortes republicanas escenificó un acercamiento de determinados grupos de tradicionalistas a las tesis del nacionalismo vasco. Se formuló la propuesta de vincular el respeto a la Religión y a los fueros y tradiciones del pueblo vasco a la consecución de un estatuto de autonomía que permitiese preservar un reducto franco de la vesania masónico-marxista de la II República española. PRADERA lo rechazó de plano, mientras otros ilustres tradicionalistas como Marcelino OREJA ELÓSEGUI, condescendieron en un principio con este planteamiento, al menos mientras no fue manifiesta la progresiva radicalización del PNV. Cuando estalle la guerra en 1936, será también una guerra civil entre vascos, entre gudaris. Sólo el PNV de Navarra y el de Álava se alistaron con las tropas nacionales, mientras el grueso del nacionalismo vasco y la totalidad del catalán apoyaron incondicionalmente al bando de la Revolución.

El régimen de Franco no lo olvidaría, preservando únicamente los fueros de los territorios que lucharon a su lado en la contienda y sancionando con su supresión a quienes se enfrentaron a él, del lado de los revolucionarios. Es cierto que Franco salvaguardó, contra el parecer de muchos significados integrantes de sus gobiernos, la tradición foral de Navarra, en atención a su reconocido sacrificio en la Cruzada. Pero la aplicación automática de un criterio meramente punitivo en relación con este punto con respecto a los vencidos fue un error político notable, contribuyendo a consolidar la alianza de los nacionalismos con fuerzas políticas de signo revolucionario con las que a priori tenía muy poco que compartir, más allá de un enemigo común en el último conflicto bélico. A medio y largo plazo, se impulsó de esta forma indirecta la deriva estatista y secularista del nacionalismo en detrimento de la genuina tradición foral de las Españas. Una vez más, se cometía el error de intentar hacer frente al nacionalismo secesionista revolucionario con un tosco centralismo de perfil liberal-conservador.

Nunca se insistirá bastante en que los pretendidos fiascos del tradicionalismo siempre han traído causa de una alteración de la integridad o del orden de prioridad en los términos de su ideario, cifrados en el cuatrilema “Dios, Patria, Fueros y Rey”, con una cesión más o menos consciente a los principios revolucionarios (2).

Dejamos para otros posts la exposición de la doctrina foral tradicional y el análisis crítico del marco teórico y conceptual del “Estado de las Autonomías” a la luz de la evidencia empírica aportada por su periplo histórico a lo largo de las cuatro últimas décadas.

R. P.



(1)    Las instituciones de Navarra configuran un auténtico régimen con base jurídica e histórica, pactado que no debe confundirse con un privilegio. Su proceso es el siguiente: en las Cortes de Burgos de 1515 se formalizó la unión personal de Castilla y Navarra como “aeqüe e principal”. Navarra conservó a lo largo de los siglos su condición de Reino. Los Fueros fueron durante todo este tiempo su verdadera constitución. Este régimen fue liquidado con la Ley paccionada de 16 de agosto de 1841. Hubo una pervivencia, común a otros territorios históricos, del Derecho civil foral, pero en el ámbito del Derecho público se suprimió las instituciones que constituían el fundamento de la constitución tradicional o histórica de Navarra: Cortes, Diputación Permanente del Reino, Consejo Real y Tribunales. Todo se recondujo a la fórmula de las llamadas Diputaciones forales, que no deja de ser una modalidad sui generis de descentralización administrativa, privada de cualquier virtualidad en este sentido pretendidamente descentralizador con el establecimiento del régimen autonómico, más allá de los temas fiscales, que considerados de forma aislada son precisamente los que despiertan la oposición al “privilegio” en el resto de España. De hecho, se supone que ésta era la diferencia de planteamiento que históricamente dio nacimiento a EAJ como partido distinto del PNV, aunque hoy ya son un único partido, lo cual, por otra parte, ofrece una idea precisa de la lealtad de los nacionalistas vascos de hoy a su lema tradicional, Jaungoikua eta Lagi zarra. 

(2)    La Revolución Francesa se llevó a cabo en nombre de la “libertad”, en orden a lograr una pretendida limitación del absolutismo. Pero el espíritu racionalista que dominaba el ambiente pronto hizo ver la existencia irracional de esa libertad abstracta, sin contenido ni límites concretos, y exigió la instrumentación de un poder nuevo y racional, expresión de la “voluntad general”, que no necesitará ya ser contenido porque su progreso sería el de la libertad y la democracia. De este modo, el nuevo Estado dejó de ser un poder de diálogo y tensión con el resto de poderes sociales, para constituirse en estructurador absoluto de la sociedad, de cuya “voluntad general” se le suponía emanado. Dejó de ser el custodio de un Derecho superior y exterior a sí mismo, para convertirse en el autor exclusivo del Derecho, de un Derecho único, independiente de la costumbre y de la historia, autoidentificado con la Nación como protorrealidad, y su evolución hacia otras formas (socialistas o totalitarias) se realizaría nuevamente de modo dialéctico, libre ya de obstáculos reales, sociales o históricos. El último y más relevante de tales obstáculos habría de ser, sin duda, la Iglesia. El Estado como forma única y resolutiva de la sociedad, pretendió imponer una cultura civil o laica a la formación religiosa. La Ley dejaría de responder a un modelo de codificación a posteriori de la costumbre o de la necesidad, para trocarse en puramente constitucional, preformadora de la nueva sociedad racional. La represión interna de las conciencias individuales o del ambiente social no actuaría ya, o actuaría muy débilmente, para el cumplimiento de la Ley, y sería preciso confiarlo todo a la represión coactiva externa del aparato del Estado. En definitiva, resultaba – y resulta aún hoy - indispensable en este nuevo contexto superar la antigua represión religiosa de las conciencias a través de una educación socializante (hoy tal vez diríamos: toma de conciencia del hecho diferencial, educación para la ciudadanía, asunción de una perspectiva de género, etc.).


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