El Estado de las autonomías y la doctrina foral. A propósito de un magnífico trabajo del profesor Andrés Gambra Gutiérrez (y III)
¿Qué
concepción de España subyace en la formulación del “Estado de las autonomías”? Se han invocado como precedentes la Constitución
americana, la alemana (que realmente no fue ab
origine una constitución en sentido formal, por las peculiares
circunstancias que concurrieron en el momento “constituyente”), el modelo italiano e incluso el federalismo de la Primera República
o la Constitución
“federable” de la Segunda.
En
general, por lo que respecta a los argumentos de fondo, hay cierta coincidencia
en dos puntos básicos:
1. La nueva articulación
autonómica supondría un intento de revisar la “ideología del interés general” – concepto distinto y alternativo
al principio moral del bien común – sobre la que hasta ahora se había
fundamentado la acción administrativa: una administración centralizada y
todopoderosa, sometida a un ineficaz control político por los representantes
agrupados en las asambleas parlamentarias. El modelo de Administración heredado
de la la
Revolución Francesa ha gozado, como ya afirmaba TOCQUEVILLE,
de un poder tal “que jamás había sido
concebido, antes de nuestro tiempo, por los reyes de Europa”, al tiempo que
la experiencia histórica cuestiona seriamente el postulado rousseauniano según
el cual “obedecer a la Administración es
obedecer a la Ley ,
o lo que es lo mismo, al pueblo soberano”. De acuerdo con este
planteamiento, estaríamos en presencia de una crisis de legitimación
democrática de la
Administración moderna y se impone la necesidad de sustituir
la “ideología del interés general” por
la “ideología de la participación”,
consistente en completar el sistema de democracia representativa por
instituciones de democracia directa, desplazando simultáneamente la discusión
de los problemas del centro a la periferia (Santiago MUÑOZ MACHADO, Derecho público de las comunidades
autónomas). Se trataría de aplicar un terapia basada en el supuesto
axioma liberal de que “los defectos de la
democracia, con más democracia se curan”. El objetivo declarado consiste en
“implantar una presencia viva y
cualificada de los intereses comunitarios en el interior de la propia
estructura administrativa, eliminando la radical contraposición anterior entre
Estado y sociedad”. Por un lado, se proclama que la participación ciudadana
no puede limitarse a las instancias políticas, es decir, a su representación en
las cámaras legislativas y que debe extenderse a otras instancias organizativas
que articulan la sociedad. Pero finalmente, la presencia popular se encauza de
hecho, en todas y cada una de esas instancias, a través de los mecanismos
habituales de carácter individualista e inorgánico de la democracia
representativa de inspiración netamente liberal que rigen en el escalón supremo
del Estado.
2. En este contexto, el “Estado de las autonomías” supondría un
retorno a la pluralidad de la
España preborbónica pero corrigiendo, claro está, las
deficiencias de un sistema que en el pasado habría sido en todo caso
irracional, caótico y feudalizante.
El profesor GAMBRA GUTIÉRREZ concluye
que el “Estado de las autonomías” es un
modelo estrictamente revolucionario: “Es
patente, tanto si se considera el espíritu de sus autores como la filosofía
política que le sirve de apoyo, que nos hallamos en presencia de un intento
ambicioso de organizar, de imponer desde arriba, desde la cumbre del poder, un
nuevo «modelo de sociedad» que se concibe otra vez, en consonancia con los
criterios racionalistas y mecanicistas de la politología contemporánea, como un
intento – en expresión de LOEWENSTEIN – de «traspasar la física de NEWTON a la
realidad socio-política», con un absoluto desprecio por las exigencias del
Derecho natural. (…). Es preciso insistir en este punto: el «estatuto» es una
fórmula puramente política, basada no en la autonomía de orden jurídico que
reclama el verdadero regionalismo, conforme al Derecho natural y sumisa a la
voluntad de Dios y al orden por Él creado, compatible por ello con un orden jerárquico
de cuerpos intermedios, sino en la autonomía abstracta y voluntarista de origen
kantiano, revolucionaria. Implica, teóricamente al menos, el fraccionamiento
parcial del poder legislativo, pero sin renunciar para nada a su fundamentación
en la potestad de la Voluntad
general y en el imperio absoluto de la
Ley y no, como en el Derecho foral, en la autoridad del
Derecho y de la tradición”.
Este modelo trata de instrumentar
una esfera de autonomía para las entidades regionales y municipales, olvidando que
para revitalizar la sociedad, desmasificándola, liberándola del totalitarismo
tecnocratizado, es necesario comenzar desde sus bases, porque resulta
contradictorio comenzar desde arriba, imperativamente, mecánicamente (1).
La inspiración en los dogmas clásicos
de la Revolución
es patente, desde el momento en que se reafirma la relación dialéctica entre lo
político-estatal y lo privado-personal sobre la base
intangible del dogma de la soberanía popular como fundamento exclusivo de la
autoridad y del orden constitucional. El “Estado
de las autonomías” se arbitra como una suerte de tour de force que pretende corregir algunos de los efectos
secundarios e indeseados de la democracia moderna sin renunciar a los
principios teóricos erróneos de que traen causa. “Corregir los vicios intrínsecos de la democracia con una sobredosis de
democracia: ésa ha sido la fórmula; una fórmula de talante contradictorio”,
que responde nuevamente a los esquemas de la dialéctica moderna, la lógica de
la contradicción, buscando una síntesis superadora a partir de la negación de
la negación.
En plena coherencia con el
rechazo consciente de la doctrina clásica sobre los cuerpos intermedios, se
consagra al más alto nivel del ordenamiento del Estado el “principio de las nacionalidades”, germen de guerras y conflictos
sin número en la historia reciente de España, de Europa y de todo el mundo.
“Es cierto en este sentido que en el artículo 2 de la Constitución se habla
de «la indisoluble unidad de la
Nación española», pero no lo es menos que a renglón seguido
se garantiza «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran». Y como en el artículo primero se afirma que «España se constituye en
Estado social y democrático» no es aventurado afirmar que, en su versión oficial,
España queda reducida a un Estado plurinacional de corte federal que recuerda
de forma inquietante a la «Nación pluriestatal» prevista en el proyecto constitucional de la I República : sólo se
diferencia por un trueque irrelevante en el uso de las palabras Nación y
Estado, pero el fondo es el mismo. Juego de palabras que, dicho sea de paso, es
un buen reflejo del carácter puramente artificial, sin fundamento en la
naturaleza de las cosas y en la historia, de la moderna alquimia constitucional.
(…). Se ha abierto la caja de Pandora y se ha dado por bueno
ese grave error dentro del regionalismo español que antes denunciábamos: la
inspiración nacionalista. De ahí a una peligrosa quiebra de la unidad española,
susceptible de desembocar en la desintegración, no hay mucha distancia, porque,
como ya hemos apuntado, el concepto de nación es altamente político y polémico,
empapado de filosofía revolucionaria en su acepción actual. Como dijera OSSORIO
y GALLARDO, «todo núcleo humano que se siente nación se juzga con derecho a un
Estado; que es la representación jurídica de la Nación , y en cuanto surge
un Estado, brota inexorablemente, por ley de lógica, la necesidad de
independencia».
Puesto
que los Estatutos de las «nacionalidades» y sus sucesivas
reformas se fundamentan jurídicamente, por imperativo constitucional, sobre el
refrendo plebiscitario de la volonté
générale, el que se invoque su derecho
a la autodeterminación no supone, al menos desde la perspectiva dogmática
de este orden jurídico, ninguna aberración, sino la consecuencia lógica de las
premisas sobre las que éste se asienta, en particular del llamado “principio de las nacionalidades”.
Al hilo de esta
cuestión se suscita otra conexa, cual es la relativa al carácter federal o no
del Estado que establece la
Constitución de 1978. Inicialmente se trataba de una cuestión
discutida en el ámbito de la doctrina constitucionalista, puesto que las dos
vías de acceso previstas por el texto fundamental otorgaban la autonomía plena únicamente a las «nacionalidades» que hubieran
plebiscitado favorablemente proyectos de estatuto de autonomía durante la II República.
Finalmente, hubo “café para todos”,
pues ninguna Comunidad Autónoma quiso quedarse sin asamblea legislativa ni
órgano ejecutivo colegiado propios, y todos hicieron lo posible para alcanzar
cuanto antes el llamado “techo máximo”,
con el beneplácito del Tribunal Constitucional y bajo la constante presión de
las «nacionalidades históricas» para
ampliar este teórico límite, en aras a dejar claro en todo momento su “hecho diferencial” y, en definitiva, a constituirse
en Estados soberanos, al menos en la misma medida que los Estados federados en
un Estado federal. En este sentido, la comparación con el marco establecido por
la Ley Fundamental
de la República Federal
Alemana de 23 de mayo de 1949 ya arrojaba en aquel momento un balance
claramente favorable, en términos de competencias, a las Comunidades Autónomas
españolas frente a los Länder alemanes
(2).
Continúa diciendo
el profesor GAMBRA GUTIÉRREZ, en una cita que va a ser larga en atención a su
excepcional interés: “Considerado el
«Estado de las autonomías» desde la intención de sus artífices, resulta un
pandemonium al servicio de un triple sistema de intereses (…):
1.º) Las apetencias de los partidos nacionalistas
vasco y catalán, (…). [En este sentido resulta esclarecedora la lectura de
los recientes posts publicados en los
blogs del diario El País, en los que se recuerda la sorpresa y la indignación que
produjo en las cúpulas de los partidos estatales el conocimiento de las
reuniones que los artífices del nuevo texto constitucional mantenían aparte con
los nacionalistas vascos y catalanes. Y es que éstos exigían su propia tajada. Periódicamente se escuchan
quejas de los partidos estatales sobre el sistema electoral que otorga un papel
decisivo a los partidos nacionalistas en la gobernación no tanto de sus
respectivos territorios, que les han sido prácticamente conferidos como feudos
propios, sino especialmente en la gobernación del Estado. A la hora de la verdad,
ni siquiera el primer gobierno presidido por Mariano RAJOY, que gozaba de una
mayoría absoluta de una magnitud desconocida hasta entonces, se atrevió a
modificar la ley orgánica de régimen electoral. Como reza el viejo brocardo
forense, “facta, non verba”].
2.º) La ambición de poder de los partidos políticos en
general, y su deseo de intensificar su control de la sociedad, que constituye
un factor de enorme importancia en el montaje autonómico: ellos van a ser –hay
que proclamarlo bien alto - los grandes beneficiarios de la maniobra. Ello más
que nadie, y no los ciudadanos o las regiones. La moderna politología (…) ha
puesto de relieve, como una constante de las sociedades contemporáneas el hecho
de que, con la aparición del sufragio universal inorgánico, «el partido de
masas se impone como instrumento de promoción y canalización de votos». Bajo las quimeras de Voluntad general y
Democracia sólo existen, en última instancia, formas de oligarquía detentadas
por el «staff» de los grandes partidos que se disputan el poder y, en su busca,
manipulan y canalizan a su antojo esa inefable, por inexistente, Voluntad
general.
(…) las autonomías son una mera fórmula técnica de
descentralización destinada a garantizar un más minucioso y exhaustivo control
de la vida regional, provincial y municipal por el partido político. La
democracia participativa – el Estado de las autonomías – se presenta así como
un progreso en la evolución de los partidos en su tendencia a controlar la vida
política española: un estadio en el incremento de su «densidad organizativa».
En épocas anteriores de la historia de España los
partidos políticos carecieron de una estructura de ámbito regional o local
adecuada para dirigir con eficacia la vida política española. Fuera de los
organismos estrictamente oficiales, su implantación era escasa y tropezaba con
espacios sociales impenetrables y abundancia de «poderes fácticos». La distancia
entre la «España oficial» y la «real» era demasiado espectacular y, para
asegurar los resultados electorales, los políticos de Madrid se veían
precisados al empleo de torpes mecanismos de influencia y presión que
fácilmente podían ser, y de hecho lo fueron, tildados de ilegales y
antidemocráticos.
Con el sistema autonómico la situación cambia
radicalmente y los partidos pueden infiltrarse en el tejido de la vida regional
y local sin riesgo ni mala conciencia. Al contrario: presentando el incremento
de su influencia y capacidad de acción como un cauce de liberación de la
sociedad, mejor representada desde ahora, libre de grupos o intereses no
controlados desde el parlamento, más democrática y progresista.
Los partidos políticos podrán hacer y deshacer a su
antojo sin que exista freno al desenvolvimiento de sus apetitos: ni un
sentimiento de unidad y dignidad nacionales, ni tampoco unas instituciones o
minorías rectoras regionales no controladas, que serán barridas por el nuevo
sistema. Las élites naturales, tan necesarias para encauzar la vida social y
frenar las ambiciones del poder central, serán desplazadas, sustituidas por los
profesionales del partido. VÁZQUEZ DE MELLA había denunciado el caciquismo como
un fruto podrido del centralismo. Un verdadero «neocaciquismo», sin atisbo
ninguno de autonomía propia y mejor controlado que nunca por los partidos, se ha
puesto en funcionamiento. Ya no habrá divorcio entre la España oficial y la real
porque la primera ha privado a la segunda de cualquier capacidad de resistencia.
3.º) El tercer objetivo (…). No
sólo va a conseguirse la eliminación de las élites naturales: también la del
sentido común de los ciudadanos en aquellos sectores – vida regional y local –
no plenamente contaminados por la acción política de masas.
SCHUMPETER observó que «cuando
el ciudadano medio entra en el dominio de la política cae automáticamente en
bajo nivel de rendimiento mental», en un infantilismo que garantiza su control
por la oligarquía partitocrática. Instado a decidir sobre cuestiones de las que
no entiende, sus reacciones se hacen elementales, simplistas, fácilmente
teledirigibles mediante una propaganda oficial. Una propaganda dotada por los
medios de comunicación actuales de una densidad y eficacia inimaginables en
épocas pretéritas.
(…), la politización de la vida
regional y local, su incorporación, merced al mecanismo de las autonomías, a la
gran política de masas del Estado democrático, implica la penetración por su
estilo y modos de acción de todo el entramado social. Y la eliminación de lo
que aún pudiera quedar en esos escalones de libertad, de independencia frente
al imperio de la voluntad oficial, del sentido común que proporciona el
contacto directo, no mediatizado, con las realidades concretas accesibles al
entendimiento del hombre corriente.
Esta es la reforma, el gran
cambio de la sociedad española que exigen machaconamente demócratas y
socialistas: la imposición a toda la sociedad de las reglas del juego que ellos
conocen y saben manipular, la eliminación de los focos de resistencia que se
niegan a aceptar el «modelo» propugnado por ellos.
La conclusión que puede
extraerse de estas consideraciones está en la mente de muchos españoles
responsables: nada en el «Estado de las autonomías» se asemeja a la revitalización de los cuerpos
intermedios que reclama la escuela tradicionalista española, partidaria de
restaurar en España la fecunda tradición foral y un orden social inspirado en
el Derecho natural y cristiano; por el contrario, lo que se ha producido es la
implantación en todos los escalones de la sociedad de un mecanismo uniforme y
uniformizador – el sufragio universal inorgánico -, el único sistema de
representación que la democracia moderna admite y legitima; y con él, los
partidos políticos han dado un paso de gigante en la extensión de su tela de
araña, desde la cima del Estado a los municipios”.
Pido nuevamente
disculpas por la extensión de la cita, por la transcripción de un texto tan
extenso, pero considero que el razonamiento expuesto por el profesor Andrés
GAMBRA GUTIÉRREZ resulta, desde el punto de vista lógico, impecable y no me
siento con fuerzas para reemplazarlo por una hipotética glosa explicativa. En
cualquier caso, reitero mi invitación a la lectura del texto íntegro del
artículo, publicado en el nº 247-248 de la revista Verbo (1987).
Al tiempo de
terminar la elaboración de estos tres posts,
se ha publicado en el «Boletín Oficial
de Aragón» nº 132, de 10 de julio de 2018, el texto de la Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización
de los derechos históricos de Aragón. Recomiendo también su lectura a
la luz de todo cuanto ha sido expuesto en estas colaboraciones.
R. P.
(1)
En este sentido, Julio CAMBA escribía
en un artículo publicado en el diario ABC
sobre los trabajos de las Cortes constituyentes de la II República en
relación con este punto: “Para aquellos
energúmenos era lo mismo ensamblar las piezas de un puzzle, a fin de formar un
cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos, al objeto de crear un puzzle, y
era igual buscar un aumento de poder en la unión con otros países que
desmembrar el territorio nacional en regiones más o menos independientes”.
(2)
ORTEGA y
GASSET rechazó contundentemente el federalismo
y defendió el concepto alternativo de autonomía durante el debate constituyente de la II República : “Autonomía y federación son dos conceptos
diferentes; en el primero hay una sola soberanía –la del pueblo español, en
este caso–, mientras que en el segundo se aceptan otras soberanías que se
asocian para formar una nueva. Pues bien, confrontándolo con el autonomismo, yo
sostengo ante la Cámara ,
con calificación de progresión ascendente hasta rayar en lo superlativo, que
esos dos principios son: primero, dos ideas distintas; segundo, que apenas
tienen que ver entre sí; tercero, que, como tendencias y en su raíz, son más
bien antagónicas. El federalismo se preocupa del problema de soberanía; el autonomismo
se preocupa de quién ejerza, de cómo haya manera de ejercer en forma
descentralizada las funciones del Poder público que aquella soberanía creó.
Porque la soberanía, señores, no es una competencia cualquiera, no es
propiamente el poder, no es ni siquiera el Estado, sino que es el origen de
todo Poder, de todo Estado y, en él, de toda ley. Para un pueblo, pasar de unitario a federal es una degradación:
Dislocando, digo, nuestra compacta soberanía fuéramos caso único en la historia
contemporánea. Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su
unidad. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que
retrograda y camina hacia su dispersión. Ni vosotros ni yo estamos en esta
fecha seguros de que el pueblo español, que se ha dormido esta noche dueño de
una soberanía unida, sabe, sospecha, que, al despertarse, va a encontrarse su
soberanía dispersa. Y hasta es posible que las regiones convertidas en estados
federados se subleven invocando su pedazo de soberanía, no segmentando la
soberanía, haciendo posible que mañana cualquiera región, molestada por una
simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía
particular. Por último, una advertencia a los diputados: Vais a resolver sobre
algo que representa la raíz cósmica, ultrajurídica, y últimamente vital de la
realidad española; vais a decretar sobre soberanía”. Sin embargo, de hecho no
fue ése el planteamiento de los artífices de la Constitución de la II República. Así,
el jurista Luis JIMÉNEZ DE ASÚA, presidente de la Comisión Redactora
del Proyecto de Constitución de la II República , haciendo gala de la proverbial
capacidad de los socialistas para detectar la dirección en la que sopla el
viento, había señalado pocos días antes: “Deliberadamente no hemos querido
declarar en nuestra Carta constitucional que España es una República federal
(…) porque hoy tanto el unitarismo como el federalismo están en franca crisis
teórica y práctica (…) Después del férreo, del inútil Estado unitarista
español, queremos establecer un gran Estado integral en el que son compatibles,
junto a la gran España, las regiones, y haciendo posible, en ese sistema
integral, que cada una de las regiones reciba la autonomía que merece por su
grado de cultura y de progreso. Unas querrán quedar unidas, otras tendrán su
autodeterminación en mayor o menor grado”. Así que la pretendida nueva alternativa socialista hodierna del Estado
federal no es en realidad ni nueva ni alternativa. Álvaro D’ORS ha abordado,
como siempre, magistralmente este problema en “La violencia y el orden”: “España, tradicionalmente, y por lo mismo de no haber
asimilado, como hemos mostrado, la idea europea de Estado, mantuvo siempre
cierta tendencia a un pluralismo regional que no afectaba a la unidad nacional,
aunque por su origen procedía de unión personal de distintos reinos: un
pluralismo regional que no obedecía a un nuevo impulso de división territorial,
sino que procedía de la superación nacional de una antigua pluralidad de
reinos, anteriores a toda idea de Estado; es decir, un pluralismo tradicional y
no revolucionario como el de hoy. Esta tradición autonómica estaba mucho más
arraigada en las regiones septentrionales que en las meridionales de España,
por la razón de que estas últimas habían sido ocupadas en la Reconquista sin llegar
a constituirse en reinos cristianos propios. Este tipo de autonomía jurídica y
no política ha recibido el nombre, desde el siglo XIX, de «foralidad», que nada
tiene que ver con el «federalismo». Acaso quien no conozca la índole más auténtica
del genio político español pueda preguntarse por qué España, con este
regionalismo tan suyo, no se ha organizado como Estado federal. El caso es que
ciertamente lo ha intentado, en el pasado siglo, y el ensayo fracasó
rotundamente. ¿Por qué? ¿Acaso el federalismo no podía servir para estructurar
esa antigua foralidad hispánica? La respuesta, en mi opinión, es negativa, pero
no en razón del «federalismo», sino precisamente del «Estado». Quiero decir:
del «Estado federal», lo que resultaba incompatible con el genio español no era
el «federalismo», sino el «estatismo». En efecto, nada más incompatible con el
Estado que la tradición genuina de la foralidad de las antiguas regiones
españolas, y a la dificultad se añadía, naturalmente, que había también regiones
en España que carecían en absoluto de tradición foral” (Álvaro D’ORS, La violencia y el
orden).
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