IN MEMORIAM
†
P. BENIGNO BENABARRE
(1915-2017)
Lucero
de la Hispanidad
en las Islas Filipinas.
La apostasía de España, como la de las cuatro quintas
partes de la milenaria Europa, es hecho matizable, mas no opinable. Pese a
quien pese.
Generalizando
(es decir, omitiendo la dispersa remanente existente), se puede afirmar sin
errar en demasía que [1] a la última generación católica de la España educada en los
principios de la Tradición
perenne (generación hoy octogenaria/nonagenaria -y por ende en vías de
desaparición-), le habría de seguir [2] la generación
ocupada/jubilada que contribuyera tiempo ha en la consolidación neoliberal del novísimo
proyecto capitalista, ése del estado de bienestar masón y sus futesas; tras
éstas, llegan a tiempo para reposar en las tumbonas del descrédito cual largas
son, [3] las extensas generaciones anti-metafísicas, hedonistas e idólatras
(que no ateas) en su mayor parte, es decir las del “banco vacío” (en feliz expresión
de cierta publicación religiosa), perfecto maridaje de pellejos y egos
virtualmente interconectados en la
Red (Internet). Cuatro décadas de partitocracia
disolvente -repodrida en emolientes socialistas y liberalescos- han lesionado
las estructuras mentales (y espirituales) de un cuerpo social hasta entonces
más o menos compacto en su dirección moral (léase con una manifiesta
concordancia entre los conceptos básicos relativos al bien o al mal en su más
elemental grado de aprehensión). Mas hagamos antes un poco de historia.
Esta
apostasía, pese a remontarse a los tiempos del infausto Martín Lutero (e
incluso a los primeros siglos de la Cristiandad , bien que a través de las diversas
herejías incubadas: adopcionismo, donatismo, arrianismo, nestorianismo,
monotelismo, pelagianismo, priscilianismo, etc.), tuvo su más visible
concreción estructural en la filosofía del modernismo católico, producto
decimonónico decadente, diseñado por figuras tan emblemáticas para los enemigos
de la Iglesia
como así lo fueron el P. Tyrrell, Loisy, Le Roy o el
mismísimo Blondel, de quien la
BAC , antaño casa de ortodoxia, no tuvo empacho en publicar su
falso clásico La acción. No tenemos ningún interés en repetir una vez
más todo cuanto sobre el modernismo se ha dicho, escrito o elucubrado, pero sí
es oportuno recordar que dicha herejía consistía en la aplicación de los
principios de la filosofía kantiana y de la dialéctica de Hegel
al tomismo y la tradición católica en general, haciendo hincapié por lógica
coyuntural en las cuestiones de la evolución y de la vida, así tras los
pasos de filósofos tan prestigiados entonces como Bergson o Eucken.
La esencia del modernismo fue bien resumida por el propio Tyrrell: “…será
la Humanidad
un Cristo místico, un Logos colectivo, el Verbo o la Manifestación del
Padre; y cada miembro de esa sociedad será, en esta misma medida, un Cristo
o un revelador en el que Dios se habrá encarnado y permanecido entre nosotros”.
Condenada por el Papa San Pío X en la encíclica Pascendi, la
herejía modernista pasaría a refugiarse en los sótanos de los cenáculos
protestantes y las logias masónicas internacionales.
Medio
siglo después, el engendro despertaría con renovadas fuerzas y mejor
conocimiento del terreno, volviendo a la carga con redoblado ímpetu: surgía el neomodernismo,
en un perfecto dechado de audacia y corrupción del espíritu, consolidando la
sorprendente convergencia del modernismo previo con el panteísmo y la
hoy desmontada teoría de la evolución de las especies (Spencer, Lamarck,
Darwin), y todo ello barnizado de
nuevo con ungüentos hegelianos y heterodoxos varios. Será un jesuita francés,
el inefable P. Pierre Teilhard de Chardin, el predecesor de esta
azufrosa filosofía, en tanto expositor de sus descabelladas teorías en sus
obras típicas El fenómeno humano y El
ambiente divino, que darán a conocer el camino a seguir. Lo que parece
evidente es que Teilhard no era católico corriente, sino panteísta
cristiano de trazo grueso; basta asomarse a sus papeles para advertirlo: “Dios mío…,
para que no sucumba a la tentación de maldecir el Universo, haz que lo
adore, viéndote oculto en él. La gran palabra liberadora, Señor, la palabra
que revela y opera al mismo tiempo, repítemela, Señor... En realidad, si lo
queremos, el monstruo, la sombra, el fantasma, la tormenta, eres Tú… En el
fondo, no son más que las especies o las apariencias de un mismo Sacramento”. Pío
XII condenará sus desviaciones teológicas en Humani
generis.
Tras los pasos del jesuita,
desolaría la Roca
una copiosa legión de campeones del neomodernismo (amén de una legión de
epígonos hoy reinantes en todas y cada una de las librerías “católicas” del
orbe). El más prominente y dotado de todos ellos, el más prolífico e
influyente, será Karl Rahner, grafómano por momentos ilegible, plagado
de contradicciones y ambigüedades, mas claro como el agua en otras ocasiones: “La Iglesia
no se considera ya como la comunidad exclusiva de los candidatos a la salvación,
sino como la vanguardia histórica y social de esta realidad… oculta”.
Curiosamente, o no tanto, Rahner resultará el autor mayor número de
veces citado en el Concilio Vaticano II, impregnando de neomodernismo
dicho concilio pastoral. En palabras de Giovanni Battista Montini, Pablo VI:
“La Iglesia
se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de auto
demolición”. Más explícito se mostrará Joseph Ratzinger, futuro Benedicto
XVI: “Después del Concilio, las diferencias de confesiones entre la
exégesis católica y protestante desaparecieron prácticamente…” Para
todos aquellos que quieran ahondar en este asunto, en fin, les recomendamos
encarecidamente la lectura de un par de sustanciosos y sintéticos libros: Confusión
y verdad, de Philip Trower; y Cien años de modernismo, del P.
Dominique Bourmaud; en palabras de éste último, y a propósito de Teilhard
(e implícitamente a cuanto vendría después), “hay que reconocer que su
sistema llega a tiempo para favorecer los proyectos tanto masónicos como
modernistas, pues la nueva formulación teilhardiana de los dogmas cristianos
es el medio para transformar la
Iglesia e integrarla -o mejor dicho, desintegrarla- en una
Superiglesia universal”.
En parejo sentido, y con agudo
sentido profético, describía el gran narrador argentino Hugo Wast una
suerte de nueva teología -en boca del personaje de Fray Simón de Samaria,
embebido de neomodernismo-, en su díptico distópico Juana Tabor y 666,
dos novelas aparecidas en 1942 que habrían de anticipar el espíritu ecuménico
del Concilio: “…Tengo la conciencia de que llevo conmigo todas las energías
de una nueva creencia. Mi misión es reconciliar al siglo con la religión en
el terreno dogmático, político y social. Me siento sacerdote hasta la
médula de los huesos; pero he recibido del Señor un secreto divino: la Iglesia de hoy
no es sino el germen de la
Iglesia del porvenir, que tendrá tres círculos: en el primero
cabrán católicos y protestantes; en el segundo, judíos y musulmanes; en el
tercero, idólatras, paganos y aun ateos…” (Juana Tabor, capítulo
I: “200 años después de Voltaire”); pese a ello, el tema central de este
díptico no es tanto el neomodernismo que lo sazona como una brillante
exposición sobre el Anticristo y su advenimiento (asunto harto complejo, ya
novelado unas décadas antes por un anglicano converso al catolicismo, el P. Robert Hugh Benson,
en cuya eficaz distopía Señor del mundo bosquejará con perfección
maestra los rasgos de éste, personificado en la figura del diabólico Julian
Felsenburgh, especie de superhombre y “salvador” negativo que profesaba un
culto panteísta peor que ambiguo).
Hoy el neomodernismo lo inunda todo,
o casi. Se diría que el Novus Ordo mira más al presente pragmático que a
la Tradición
perpetua. La percepción es patente desde lo externo: la reubicación del altar, dando el celebrante la espalda al
Tabernáculo; la sustitución del latín
por la lengua vernácula en el contexto de la simplificación drástica de la
liturgia católica; la desaparición de la
figura genuina del predicador y, por ende, del púlpito; la supresión de la apologética; la
progresiva omisión de las referencias de rigor al infierno como lugar físico, o la mismísima realidad del pecado; amén de una tendencia
estética hacia el minimalismo menos
refractario (perceptible no ya en las nuevas arquitecturas y el mobiliario
post-Bauhaus, sino en los más nimios ornamentos), han ido vaciando las iglesias
de casi toda España; en palabras del sociólogo cristiano (católico no
practicante) Amando de Miguel, “se ha perdido el Misterio”. Este
aperturismo de dentro afuera, este nuevo ecumenismo adaptado a los tiempos (aggiornamento),
pretendiendo abrir los brazos al orbe todo (pensemos en la barroca columnata de
Bernini en San Pedro como obvia metáfora), no ha atraído acaso tantas
nuevas almas a la Santa
Madre Iglesia como se pensaba, sino más bien ha provocado la
estampida desde dentro de multitudes cegadas por los nuevos ídolos caros a la
diosa democracia. El ecumenismo del cardenal Roncalli/Juan XXIII apelaba
por lo demás a un arma peligrosa en materia de fe: la simplicidad; en
sus propias palabras: “Una cosa es la sustancia de la doctrina
contenida en el depósito de la fe, y otra la formulación con que se
reviste”; anticipando a ese clérigo laico de la progresía llamado Jürgen
Habermas (y su teoría de la acción comunicativa), Roncalli introduce
el diálogo, para “acoger y asumir desde el evangelio los valores
legítimos de la cultura moderna, especialmente los principios de
participación de todos y de representatividad democrática, así como la dinámica
social que busca la paz y la solidaridad entre los hombres y los pueblos”
(J. L. Vázquez Borau). Estas “concesiones”, por ende, han generado gran
confusión, dispersando al rebaño de la recta doctrina: el pueblo, en tanto
pueblo orante, pueblo de fe, es afecto a la doctrina, y lo es (y lo era) porque
la vive sin cuestionamientos ni altas elucubraciones teológicas (elucubraciones
para las que la multitud, para qué engañarnos, no está ni dotada ni preparada).
Ejemplifiquemos con un mero botón de
muestra estas “simplificaciones”, acudiendo a dos compendios de Catecismo de la Iglesia Católica
separados por casi un siglo de distancia: de una parte, el Compendio de la Doctrina Cristiana
prescrito por la Santidad
del Papa Pío X (1907; 2ª edición revisada); y de la otra, el Compendio
del Catecismo de la
Iglesia Católica de 2005 (2011).
La prístina inteligibilidad del Compendio
de San Pío X se manifiesta en toda su genuina fuerza en la siguiente
pregunta-respuesta:
83 P.
¿Quiénes están fuera de la
Iglesia ? / R. Están fuera de la verdadera
Iglesia los infieles, los judíos, los herejes, los apóstatas, los cismáticos
y los excomulgados.
En cambio, en el nuevo Compendio
se invierte el sentido de la pregunta, no acotando su objeto (quiénes están
fuera), sino expandiéndolo (quién pertenece), para mayor confusión
del indocto consultante:
168. ¿Quién
pertenece a la Iglesia
católica? / R. Todos los
hombres, de modos diversos, pertenecen o están ordenados a la
unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia católica quien,
poseyendo el Espíritu de Cristo, se encuentra unido a la misma por los vínculos
de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la
comunión. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están
en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica.
Vemos pues cómo la inteligibilidad
del segundo Compendio, que requiere del triple de líneas, resulta
harto inferior a la del primero. Fruto de los influjos neomodernistas, esta
ambigüedad que bien podría entenderse como falta de caridad, dificulta la
lectura del texto y no aclara debidamente las dudas del consultante.
Obviamente, este tipo de “concesiones” tiene un precio.
Por ello, en consecuencia, son
muchos los que han terminado por negar a JesuCristo, algunos incluso sin
saberlo; la fiebre democrática y los efectos nocivos en el cuerpo social de la
divisa racionalista-kantiana (junto a otros tónicos modernistas), parecen haber
calado hondo entre los neomodernistas: “Jesucristo, históricamente, sólo
era un hombre, pero resultaba útil presentarlo como Dios a los
fieles, para que comprendan así que también ellos son en cierto modo hijos de
Dios” (Kant). Ese trato displicente para con la Segunda Persona de
la Trinidad ,
ha hecho un daño incalculable a Europa y a toda su área de influencia. Escépticos
y cristófobos, deístas y masones, luciferinos y sectarios de toda laya, como el
laureado poeta Giosuè Carducci, lo han venido anticipando y aun
celebrando por todo lo alto en sus más sacrílegos versos:
¡Salud, Satanás,
Oh rebelión,
Oh fuerza de la revancha
De la razón!
¡Se alcen a ti sagrados
Inciensos y votos!
¡Al Jehová de los curas
Tú has vencido!
El sindiosismo fruto del
racionalismo ciego anunciado por Wast en Juana Tabor y 666,
degradado en caída libre, se ha trocado en un satanismo de bajo voltaje,
enemigo jurado de todo aquello que huela a sacristía y a devoción mariana, con
toda su simbología democratizada. El mal luterano, quinientos años atrás,
bramaba con tozuda cerrazón, este sonado sofisma:
Peca con fuerza,
pero cree aún con más fuerza.
Triste sino, la relectura modernista
del mismo lo ha tornado todavía más sórdido, al suprimir la fe del condicional
consiguiente.
A la pregunta de qué habría más allá
de la apostasía incubada por el neomodernismo, a medio y largo plazo, la doble
respuesta prorrumpe ella sola: [1] o un nihilismo
duro a la manera del Kirilov de Dostoyevski, culminado en el
suicidio del sujeto en un contexto sobresaturado de seres soberanos de razón (opción improbable a la que apenas se han acercado unos pocos [p. ej. Albert
Caraco]); o [2] una vuelta al politeísmo
pagano enmarcado en el espacio sincretista de las nuevas religiones de
diseño, capitaneadas por los gurús de rigor (opción harto probable, incluso
ya consolidada por la "Nueva Era");
así nos lo advirtió JesuCristo: “Si alguno os dice entonces: ‘Mirad,
aquí está el Mesías’ o ‘Mirad, allí está’, no lo creáis. Porque vendrán falsos
mesías y falsos profetas, y harán grandes señales y milagros para engañar, a
ser posible, incluso a los que Dios mismo ha escogido. Os lo he advertido de
antemano. Por eso, si os dicen: ‘Mirad, allí está, en el desierto’, no vayáis;
y si os dicen: ‘Mirad, aquí está, escondido en casa’, no lo creáis. Porque como
el relámpago que brilla de oriente a occidente, así será la venida del Hijo del
hombre. ¡Donde está el cadáver, allí se juntarán los buitres!” (Mt 24.23-28).
José Antonio Bielsa Arbiol
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