A VUELTAS CON LOS FUEROS



Se alzan voces que claman por la supresión de los Fueros, con base en los estragos y el hartazgo que provoca el llamado Estado autonómico. Nuevamente se arrastra a los pueblos de las Españas a la ceremonia de la confusión, a la suplantación de lo natural y lo legítimo por lo político y lo polémico. Las críticas que ahora se lanzan, sin embargo, no hacen sino poner de relieve, una vez más, la ideología liberal que está detrás, cuando los resultados de esa deriva, por desgracia, nos son ya tristemente conocidos.

                La historia de los Fueros de Aragón no es sino la historia de una lucha secular por construir lo que los clásicos del tradicionalismo han llamado siempre una “monarquía templada”. No en vano, el escritor provenzal MAURRAS en su Encuesta sobre la Monarquía recogía la definición del Rey que le había dado un campesino carlista: “un césar con fueros”. Es decir, una autoridad fuerte, pero encauzada por las jerarquías y corporaciones sociales, dispuesta a impartir justicia.

En 1247, el rey JAIME I de Aragón convocó Cortes Generales del Reino en Huesca con la intención de continuar la obra legisladora de la Corona y compilar en un solo documento las normas que habían de regir la actividad privada y la administración de justicia. Los nobles y los representantes de las ciudades, villas y comunidades del Reino aprueban entonces los Fueros de Aragón. Esta compilación se encomendó al obispo de Huesca VIDAL DE CANELLAS, quien redactaría una versión más breve y ajustada al Derecho tradicional aragonés (Compilatio Minor) y otra más amplia que se aproximaba al Derecho romano (Compilatio Maior). Mientras que la Compilatio Minor fue escrita originalmente en latín y después traducida a lengua romance, la Compilatio Maior se redactó directamente en latín y más tarde se llevó a cabo una versión romance que es conocida como Vidal Mayor.

En 1283, el rey PEDRO III confirmó los Fueros con el Privilegio General de Aragón, cuya aplicación extiende a todo el Reino. En el contexto de la intervención del Rey de Aragón en Sicilia (las trágicas vísperas sicilianas de 1282) y a resultas de la pena de excomunión que se le impuso, un grupo de aragoneses cuestionaron la actuación unilateral de su Rey y se conjuraron en asambleas en Tarazona y Zaragoza, contando con la representación de importantes villas y ciudades de Aragón, entre las que se encontraba Zaragoza, constituyéndose en la denominada Unión Aragonesa, pidiendo al Rey que se les convocara a Cortes y que aceptara las condiciones recogidas en el Privilegio General de Aragón, documento en el que se recogía una serie de reclamaciones de la nobleza y de los representantes urbanos del Reino.

                En 1287, el rey ALFONSO III de Aragón reconoce los llamados Privilegios de la Unión, que contienen una cláusula muy significativa: “Porque si lo que Dieus non quiera nos, ó los nuestros successores contraviniessemos á las cosas sobreditas en todo ó en partida: queremos é otorgamos, et expresament de certa sciéncia assí la hora como agora consentimos que daquella hora á nos ni á los successores en el dito Regno de Aragon non tengades ni hayades por Reyes, nin por seynnores en algún tiempo. Ante sines algún blasmo de fe é de leyaltad podades fazer, et fagades otro Rey et seynnor cual queredes e d’on queredes…” (1).

No se trata de retornar con nostalgia a una supuesta edad dorada, que no fue tal, pues en ella, como en todo lo vivo, histórico y real, hubo avances y retrocesos, conflictos y tensiones, que alcanzaron su punto álgido y trágico con los graves sucesos que dieron lugar a la ejecución de D. Juan de LANUZA. Ello no obstante, al mismo tiempo nunca faltó un impulso social de fondo que apuntaba siempre e invariablemente en la misma dirección: garantizar un gobierno justo, en lo humanamente posible, sobre la base de un conjunto de libertades concretas encarnadas en los diversos cuerpos, estados y órganos en que se articulaba la sociedad.

Una institución emblemática de los Fueros de Aragón es la del Justicia Mayor del Reino. En los legendarios Fueros de Sobrarbe se establecía que “para que no sufran daño nuestras libertades velará un Juez Medio, al cual será lícito apelar del Rey si dañase a alguien y rechazar las injurias si tal vez las infiriese a la república”. Era el Justicia de Aragón quién tomaba juramento al Rey, cuando éste pretendía acceder al trono, con la célebre fórmula de los mismos Fueros de Sobrarbe: Nos, que somos tanto como Vos y todos juntos más que Vos, os hacemos Rey de Aragón, si juráis los Fueros y si no, no”.

            En el Reino de Aragón la tortura de personas aforadas fue prohibida en 1325 por la Declaratio Privilegii Generalis aprobada por el rey JAIME II en las Cortes de Aragón reunidas en Zaragoza. La prohibición fue realmente efectiva gracias al derecho que poseían los aforados aragoneses (ricos hombres, mesnaderos, caballeros, infanzones, ciudadanos y hombres de villas honrados), el conocido como privilegio de “Manifestación de personas”, anterior al habeas corpus del Derecho inglés al que se asemeja, y que perseguía, según el jurista del siglo XVIII Juan Francisco LA RIPA, «librar a la persona detenida en sus cárceles [en las de los jueces reales] de la opresión que padeciese con tortura o [de] alguna prisión inmoderada». El derecho consistía en que el Justicia de Aragón podía ordenar a un juez o a cualquier otra autoridad que le entregara —«manifestara»— a un aforado detenido con el fin de que no se cometiera ninguna violencia contra él antes de dictarse la sentencia, y sólo tras dictarse ésta y haberse cerciorado de que la misma no estaba viciada, el Justicia devolvía al reo para que cumpliera su castigo. El juez u otra autoridad que se negaran a manifestar al preso incurrían en contrafuero. De esta forma se evitaba que el reo fuera torturado.

Sólo cuando entró en España una nueva dinastía, y con ella una cosmovisión totalmente ajena a su identidad histórica, forjada en los siete siglos de la Reconquista, se intenta concienzudamente borrar de un plumazo, con los Decretos de Nueva Planta, los fueros de los diversos reinos, señoríos, villas, gremios, etc…, que constituían la auténtica constitución interna o natural de las Españas. Así empezó todo, con la primera inyección de veneno revolucionario en el cuerpo por entonces ya maltrecho de nuestra Patria. A partir de entonces comienza a construirse el edificio imponente del Estado que, parasitando a la Nación, persigue centralizar en sí todos los poderes sociales. Brota la interminable guerra civil entre separadores y separatistas, siempre en perjuicio de la tradición foral de la auténtica España, que es única y al mismo tiempo, por esencia, plural.  

En este contexto, surgen las diversas fórmulas de descentralización administrativa que, con independencia de las fórmulas de organización territorial en que se fundamenten (departamentos, provincias, estados federados, …), tienden a salvaguardar en todo caso el statu quo de atribución exclusiva de todos los poderes públicos al Estado o a las diversas entidades paraestatales, y el correlativo despojo absoluto de cualquier autoridad o potestad autónoma a las distintas comunidades sociales que conforman la Nación.

 “Es preciso insistir en este punto: el «estatuto» es una fórmula puramente política, basada no en la autonomía de orden jurídico que reclama el verdadero regionalismo, conforme al Derecho natural y sumisa a la voluntad de Dios y al orden por Él creado, compatible por ello con un orden jerárquico de cuerpos intermedios, sino en la autonomía abstracta y voluntarista de origen kantiano, revolucionaria. Implica, teóricamente al menos, un fraccionamiento parcial del poder legislativo, pero sin renunciar para nada a su fundamentación en la potestad de la voluntad general y en el imperio absoluto de la Ley y no, como en el Derecho foral, en la autoridad del Derecho y de la tradición. Al intentar deparar a las entidades regionales y municipales de la esfera de autonomía de que son acreedoras, se ha partido de un radical olvido del principio de subsidiariedad y de la doctrina de los cuerpos intermedios. Se ha desdeñado el principio fundamental de que «para revitalizar la sociedad, desmasificándola, liberándola del totalitarismo tecnocratizado, es necesario comenzar desde sus bases», porque «sería contradictorio comenzar desde arriba, imperativamente, mecánicamente», y el resultado ha sido uno más de esos artefactos instrumentales, engendros característicos de la moderna tecnocracia”(2).

Indudablemente, la técnica ha mejorado muy significativamente desde los tiempos de ROMERO ROBLEDO – aunque sólo sea porque más sabe el diablo por viejo que por diablo - pero en el fondo sigue rigiendo en nuestro país el régimen de la oligarquía y el caciquismo, el sistema del encasillado, el reconocimiento de la autoridad exclusivamente a favor de agrupaciones o bandas organizadas para la conquista y explotación del poder público, los partidos políticos, sabiamente proscritos por las antiguas Cortes y Dietas de Europa bajo la designación reprobatoria de “brigues et coalitions” (3).

Como apuntaba MENÉNDEZ PELAYO, tras prácticamente dos siglos de intentos sistemáticos de producir artificialmente la Revolución en España, de lucha sin cuartel de la España oficial contra la España real, nuestra Patria se está quedando no ya desvertebrada, sino desmedulada, se le están arrebatando los últimos restos de su identidad histórica. Durante todo este período, ha habido múltiples convulsiones, en uno y otro sentido, pero hasta ahora no existían razones para perder la esperanza, porque la España irreductible siempre terminaba por sacar fuerzas de flaqueza para acudir a la lid en los momentos críticos: la Guerra de Independencia, las guerras carlistas y, por supuesto, la última Guerra de España, que no fue una guerra entre derecha e izquierda, ni entre fascismo y democracia, sino simple y llanamente una auténtica guerra contrarrevolucionaria.

Hace más o menos un siglo, Víctor PRADERA apuntaba en su alegación a los navarros reunidos para pedir la reintegración foral lo siguiente: “Lo primero que debemos saber es qué es lo esencial (en los Fueros de Navarra) y qué lo accidental. ¿Quién lo sabe? Que se levante el que lo sepa, empezando por mí. Nadie entre nosotros sabe qué es lo esencial en el Fuero y qué lo accidental. No podemos saberlo porque los Fueros son libros de vida, y lo que no se vive se desconoce. Aplicar hoy el Fuero absolutamente, tal y como está escrito, sería en absoluto inconveniente para la vida de Navarra. ¿Qué hemos de hacer? Mediante un profundo estudio tenemos que adaptar los principios eternos de los Fueros, de tal manera que se amolden a lo que actualmente necesitamos, a nuestras relaciones modernas, a nuestro modo de ser actual”.

                El tradicionalismo al defender la vigencia de los Fueros apunta como solución a los males de España la reconstrucción del tejido orgánico de comunidades que constituyen naturalmente la Patria, la reconquista para la sociedad de los espacios de libertad confiscados por el Estado y sus partidos políticos. Por esto, la tarea urgente que se nos plantea consiste en desarrollar una doctrina completa sobre los cuerpos intermedios y una legítima organización de los poderes sociales fundamentada en ellos. En otras palabras, lo que D. ALFONSO CARLOS I incluye como fundamentos 2º y 3º de la Legitimidad española en su Decreto de 10 de enero de 1936: “la constitución natural y orgánica de los estados y cuerpos de la sociedad tradicional;” y la federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la Patria española” (4).

R. P.
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(1)     Esta extraordinaria e inusitada cláusula fue derogada posteriormente por las Cortes convocadas después de que PEDRO IV derrotara a los partidarios de la Unión en la batalla de Épila. No contentándose sólo con derogar la norma, PEDRO IV ordenó también la destrucción de todas las copias existentes, lo que puso por obra él mismo rompiendo uno de los originales con su famoso puñal, y prohibiendo su difusión.
(2)     A. GAMBRA GUTIÉRREZ, LA REGIÓN Y EL CAMBIO. El Estado de las autonomías frente a la autonomía foral. Revista VERBO nº 247-248 (1987). Las citas que se incluyen pertenecen a las obras En torno a la tecnocracia, de J. VALLET DE GOYTISOLO (1982), y Del Estado ideal al Estado de razón, de G. FERNÁNDEZ DE LA MORA (1972). Desde el proyecto de Estatuto de autonomía para Cuba y Puerto Rico presentado por D. Antonio MAURA en 1893, pasando por las previsiones de constitución de regiones autónomas recogidas en el Estatuto Provincial de CALVO SOTELO (1924) durante la dictadura del General PRIMO DE RIVERA, hasta llegar al apoyo “táctico” a un Estatuto de autonomía para Castilla en la época de la II República, con el pretendido propósito de contrarrestar las tensiones secesionistas desencadenadas por la aprobación del Estatuto catalán, se constata la continua presencia en la historia reciente de España de un autonomismo pretendidamente moderado o conservador. Piénsese, sin ir más lejos, en el caso paradigmático de D. Enrique RAJOY LELOUP y su participación en la comisión redactora del proyecto de Estatuto de Galicia de 1936, proyecto que acabó alineado en el frente más agresivamente separatista, formando parte del conglomerado “GALEUSCA”. Los tradicionalistas, en cambio, han rechazado siempre estas fórmulas porque no son sino expedientes más o menos dilatorios que terminan por realimentar y amplificar las tendencias disgregadoras. Y ello, ante todo, porque se trata de mecanismos articulados desde el Estado, es decir, desde los partidos, y por tanto su diseño se resiente siempre de una orientación exclusiva a la captura y conservación del poder político. Podría parecer que la actuación de algunos carlistas, integrados en la llamada minoría vasco-navarra durante las Cortes de la II República, y en particular de Marcelino OREJA ELÓSEGUI, pondría en cuestión la anterior afirmación. Es indudable la buena fe de estos tradicionalistas en su táctica “colaboracionista” con el nacionalismo vasco, pero también es un hecho que cuando fue patente la radicalización del PNV lamentaron sinceramente haberse posicionado inicialmente a su favor.  
(3)     El tradicionalismo rechaza los partidos políticos tal y como se han configurado institucionalmente en el régimen liberal. Con mayor motivo, y por las mismas razones, rechaza los regímenes totalitarios basados en el dominio omnímodo de un partido único. Lo que no puede rechazar en modo alguno, porque sería antinatural y contrario a la libertad y a la dignidad del ser humano, es que ante las diversas cuestiones y problemas que plantea la política y, en general, la convivencia cívica, surjan diferentes posturas, se formulen distintas alternativas de solución, que den lugar a un mayor o menor apoyo por parte de los ciudadanos, que se naturalmente se agruparán para defender lo que entienden que es mejor para el bien común. Es la diferencia entre partidos coyunturales o temporales y partidos estructurales o permanentes de que hablaba MELLA. No se discute que existan partidos políticos o diferentes escuelas de pensamiento político, esto sería tanto como intentar negar la realidad. Lo que se cuestiona seriamente es que los partidos políticos tengan atribuido ex lege el monopolio no sólo del gobierno sino también de la representación social ante los poderes públicos. El doctor TORRAS Y BAGÉS, obispo de Vich y eminente pensador, en su obra La Tradició catalana llama a las oligarquías de los partidos “aristocracias espúreas” (“aristocracies bordes”), que sólo se afanan en “pescar” y esquilmar al pueblo y le “sorben la sangre” (“li xuclen el suc vital”). F. CAMBÓ en sus Memorias afirma que cuando se iniciaron las actividades políticas de la Lliga Regionalista “los partidos turnantes eran ya una birria. No tenían ni programa, ni caudillos, ni masas. Eran sindicatos de concupiscencias para el disfrute del poder. Nunca nosotros llegamos a decir lo que dijo MAURA de todo ello”. En otro libro, titulado Meditacions, dice el mismo autor que “en las grandes ciudades, especialmente desde la instalación del sufragio universal que se prostituyó desde el primer día, no participaban las personas decentes”.
(4)     Un estudio magistral sobre esta cuestión puede hallarse en Constitución orgánica de la Nación de J. VALLET DE GOYTISOLO (Revista Verbo nº 233-234, 1984).

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