- Meditación extemporánea
…los
buenos españoles (fruta que cada día escasea más).
MENÉNDEZ
Y PELAYO
La
tradición es el progreso hereditario, y el progreso, si no es hereditario, no
es progreso social.
MELLA
La crisis del Occidente es la crisis de unos sistemas
filosóficos rabiosamente emperrados en transmutar el caudal espiritual de
Europa en un reduccionismo materialista ajeno a cualquier elevación metafísica.
La indefinición de un programa metafísico consecuente, y el progresivo
desarraigo de las masas de los principios sustentantes de la Tradición secular, han
llevado al moderno a mirar al mundo en clave de “huida hacia adelante”,
cual fuga hacia ninguna parte; abolida la realización metafísica del humano
horizonte occidental, la orgía fetichista de la inmanencia y el desgaste, ha
sumido a los cuerpos y a las naciones en las piscinas del oprobio disolvente,
la debilitación narcótica y el eufemismo represor.
La crisis del Occidente es también
la crisis de España, puesto que la crisis de España, crisol del Occidente, es
la crisis nuclear del Occidente mismo. Cuando España cae, la Civilización toda
decae. Cuando España alza mayestática la testa coronada y rotunda, la Civilización la
desencorva con no menor brío: un impulso estructural sacude sus hechuras
con un ímpetu que conduce hacia adelante, siempre hacia adelante, pero no en
tránsito horizontal hacia ninguna parte, sino ascensional progresivo hacia los
luceros del Ser, es decir hacia un objetivo trascendente preñado de esencias
profundas, concomitancias perennes e intrahistóricas emanaciones. Así, cuando
España clava la Santa Cruz
en tierra ignota, el orbe asiste estremecido al prodigio recurrente del
metafísico relumbrar de las Españas. Cuando España mira a Poniente, todos
-quieran o no- miran a Poniente; cuando a Oriente, a Oriente. Cuando España
explora en la balumba selvática arcanos remotos, los corifeos de sus huestes
animan a los pioneros del mañana a desenvainar la espada y erguir la Cruz. Una vez más. El medio: España. El objetivo: la Hispanidad.
Por eso -tras tres siglos de
decadencia intermitente y postración recurrente- produce indignación, hastío y
terrible vergüenza otear, siquiera atisbar, este presente impenitente y
desvigorizado, sobresaturado de desarraigados y apóstatas, hombres sin pecho,
sin escuela y sin mañana. Igual que el viejo Diógenes de Sínope buscara
tiempo ha con su linterna -a la luz abrasadora de un memorable mediodía- “un
hombre”, nosotros hacemos lo propio y decimos, exclamamos: “¡busco un español!”.
¿Dónde estás, español? ¿Dónde te has ocultado? ¿Qué gestas magnánimas
todavía celebras en tu calendario? De tu pasado, ¿qué aguarda solazado en tus
mientes o en el cajón de los recuerdos? ¿Rememoras siquiera acaso el nombre de
uno de aquellos que derramaron su sangre y dieron su vida por Dios y por
España, siquiera uno? ¿Qué significan para ti estas Palabras sacras? ¿O que de
puro desgastadas, viejas y trasnochadas, ya perdieron su valor en el fondo de
tu alma? ¿Alma? ¿Qué será eso, te preguntas a menudo? La ruda materia carnal
que rige tus eones, esa osamenta atormentada, ya no recuerda las rozaduras de
las cadenas, el polvo de los caminos aunado al sudor del sacrificio, las
lágrimas resecadas por el tibio resplandor de la luna. Un silencio insondable
abrasa de vez en cuando tu alma, pero el griterío atronador de las masas,
pertrechadas entre las borracheras y los gruesos hedonismos, ya casi han
embotado por entero tu espíritu. Paseas por la recia Piel del Toro, tu
ensoñación te lleva a recorrer las estancias abandonadas del Imperio, las
tumbas rehundidas de los héroes y los santos. En la última capilla de la
penúltima ermita del enésimo montículo de la Madre Patria , allí en
lo alto, aguarda una llamita ardiendo: se consume lenta pero inexorable, y sabes
bien que cuando la llama se apague, no habrá mano, ni cera ni llama siquiera,
que regrese al tiempo inaprensible ese fuego sagrado que se pierde.
Me dirijo a esa España que
bosteza, a esa España que abdica y que impasible reniega de los deberes para
con la Historia ,
y que lerda o adoctrinada en las consignas de la sistémica moda, escupe todo su
odio contra Dios, la
Santísima Virgen del Pilar y la Bandera. Esa España
que bosteza y bosteza, y que indiferente se deshace de la España que muere -esa otra
España “no productiva”, que aguarda expirar en los sórdidos pasillos de los
geriátricos o en los laberintos de la administración-, mientras arrastra por el
fango ominoso lo más sacro y valedero de su identidad: el progreso de su
Tradición católica y la definición hispánica de su realidad metafísica.
Me dirijo a esa España que ya no se
santigua ni bendice la mesa. A esa España sin Cristo, ni Virgen Madre, ni Santo
titular. A esa España triste que nada celebra los domingos, sino sacar el perro
a pasear, las mallas ajustadas al correr o el bruto desliz de cada fin de
semana. A esa España me dirijo, a esa España embrutecida y sin ideales, vendida
al capitalismo proletario, a las totalitarias transnacionales, al agonizar del
espíritu roto, a la ratificación de todos y cada uno de los errores que han ido
haciendo de España algo cada día más chico, más amorfo, más depreciado. Me
dirijo a todos y a ninguno, no como Nietzsche, sino como uno más que va por el
camino arrastrando su sombra. Me dirijo a mí mismo, por tibio, por
pusilánime, por indigno hijo de la Madre Patria. Por no salir a los caminos y gritar
por todo lo alto: “¡Loado Sea Dios, soy español! ¡Loado Sea!”
Basta ya de complejos. Basta ya de
miserias. ¡Basta ya de bostezos! España necesita a los españoles, y los
necesita españoles porque los necesita despiertos, firmes, vigorizados. Basta
ya de discutir qué es un buen español: sé uno.
José Antonio Bielsa Arbiol
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