ANTONIO HERRERO TRALLERO
Antonio
Herrero siempre se tuvo por carlista. Le venía de hondas raíces genealógicas.
Había vivido cual carlista hasta en los más ínfimos detalles de su prosaico día
a día. En un pueblo como Calanda, plagado de neoliberales y socialistas
propietarios, su presencia podía considerarse un feliz golpe de efecto. Mis
relaciones con él siempre aparecieron mediatizadas por su amistad con mi abuelo
paterno, Antonio Bielsa Alegre (finado en 2008), quien entre otras cosas
descubrió en 1964 los famosos mosaicos romanos del Yacimiento del Camino de
Albalate (que hoy pueden verse en el Museo Provincial de Teruel). Cuando sendos
Antonios entraban en conversación catártica, raro era el viandante que no
paraba un rato para escuchar el curso precipitado de aquellos diálogos preñados
de talento y sentido. A la sazón apicultores, habían desarrollado un profundo
sentimiento de apego a la naturaleza. Apego que en Herrero adquiría inusitada
dimensión ecológica y hasta política.
Antonio
Herrero no sólo era un carlista consecuente; su temperamento -¡cómo no!-
carlista era. Por sorprendente que pueda parecernos a los reaccionarios, él
militaba en Greenpeace (!); una vez, en plena calle de Ramón y Cajal,
incluso intenté convencerle de que abandonará dicha secta globalista y panteísta;
fue en vano: para él Greenpeace era algo bien diferente a una ideología.
Su activismo como ecologista no aspiraba tanto a lo masónico-transnacional como
a lo concreto-local; pese a ello, adquiría a menudo una dimensión política
infrecuente. El carlista se desdoblaba de este modo en el ecologista-carlista
en acción. A menudo lo veía patrullando por los caminos, al volante de su jeep,
intentando detener todo tipo de acciones contra el medio ambiente. Por esta
labor fue muy cuestionado, incluso demonizado. Pero ante todo y sobre todo era
altavoz de una realidad apenas visible en el contexto del Bajo Aragón: las
emisiones de gases nocivos procedentes de la vecina Central térmica de Andorra
(causa posible de gran número de enfermedades respiratorias desarrolladas entre
los calandinos), la acusada contaminación de las aguas, la sobresaturación de
productos fitosanitarios en las plantaciones, una retahíla extremadamente
prolija de asuntos turbios que él investigaba y divulgaba, como la excesiva
presencia de flúor en el suministro de agua potable del pueblo. Sus
intervenciones en los micrófonos radiofónicos marcaron época en la comarca. Allí
donde Herrero iba, la polémica estaba servida. Sus denuncias, si bien en
ocasiones caían en saco roto, otras muchas cuajaban en sonoras pitadas,
amenazas, broncas... Las fuerzas vivas sabían quién era, y cómo operaba. Ese
proteccionismo del medio ambiente era coherente con su modo de vida carlista:
la naturaleza, los andarines corderos, las laboriosas abejas, y tantas pequeñas
criaturas que habrían hecho las delicias del gran Fabre, tenían en Herrero un
fiel custodio.
Antonio
Herrero fue además un contumaz defensor de la herbodietética, anticipando las
corrientes modernas, o tal vez participando de ellas. Gran consumidor de propóleo,
solía visitar con frecuencia regular la tienda del “Hierbas” (como
funcionalmente llaman en Calanda al dueño de la herbodietética Manantial de
salud), vindicando las propiedades nutritivas y curativas de esta poderosa
panacea. Gracias a él probé por primera vez tan nutricia sustancia; rara vez no
me acompaña en la mesa.
Pero
si hay una imagen que quedará guardada a fuego en mi memoria del carlista
Antonio Herrero Trallero, es ésta: hará una veintena de años o así, en la calle
Pedreras de Calanda, mientras ayudaba a mi abuelo Antonio en la descarga de un
remolque lleno de sacos de almendra (de unos cincuenta kilos cada saco),
apareció por allí Antonio. La mecánica actividad consistía en trasladar los
sacos de almendras del referido remolque al primer piso del almacén donde dicho
fruto seco sería almacenado antes de su traslado a la cooperativa. Mi abuelo,
sin más preámbulos, se dirigió al buen carlista:
-
Anda, Antonio, ayúdanos a subir estos sacos al piso de arriba...
Antonio
Herrero, algo demacrado y cansado ya por entonces, desgarbado el porte y melancólica
la mirada, no lo dudó dos veces. Cargó a sus espaldas uno de los sacos y
procedió a desplazar continente y contenido a la pieza superior. Yo apenas podía
con mi alma subir aquellos pesados bultos. Pero Antonio Herrero, sin emitir el
menor lamento ni suspiro, cumplió con su misión sin torcer la cerviz un palmo.
Al terminar el trabajo, me musitó risueño al oído:
-
¿Te había dicho alguna vez que yo soy carlista?
José Antonio
Bielsa Arbiol
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