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Joseph Pearce |
Esta
mañana he estado escuchando un rato el programa de radio de la Cadena COPE , Cristina
fin de semana. Han estado hablando de
una serie de crímenes monstruosos: en primer lugar de dos violaciones, una
cometida en Collado Villalba, contra una joven discapacitada, y otro en Italia,
contra otra joven, que finalmente murió además asesinada; después, se ha
hablado del terrible asesinato múltiple perpetrado por Patrick Nogueira.
En los
comentarios, se ha llegado a decir que todo esto, en el caso de Italia, puede
contribuir a que la población desarrolle actitudes racistas contra la
inmigración de personas de otro color.
Quisiera
manifestar mi discrepancia con esta última afirmación.
En
primer lugar, no es cierto que el rechazo a la inmigración, tal y como se está
produciendo en estos momentos, se deba al rechazo de personas de otro color. En
mi parroquia son ya mayoría los guineanos, que aparte de haber sido españoles
hasta hace unos 50 años, son gente que viene pacíficamente a trabajar, y no se
mete con nadie. De los chinos y vietnamitas no hace falta hablar: en general,
nos dan mil vueltas a los autóctonos. Entre los pueblos hermanos de América,
los problemas vienen por la cierta criminalidad en determinados grupos y
procedencias y también por ciertas cuestiones de índole laboral en las que,
reconozco que en ocasiones se hacen generalizaciones injustas, de lo que en
realidad son conductas y comportamientos estrictamente personales, que también
se dan entre los aborígenes del Valle del Ebro y que, en todo caso, no tienen
por qué ser constitutivas de delito. También tengo amigos rumanos, gente que
trabaja muy duro para labrarse un porvenir, pero que me han transmitido con
indignación que otras gentes oriundas del mismo país prefieren malvivir sin
trabajar, con los cuatrocientos y pico euros de paga que les regala el Estado español
o la Comunidad
Autónoma que corresponda.
En
otras palabras, los españoles sólo
pedimos una cosa: JUSTICIA. Es decir, si una persona procedente de otro país
viene a trabajar y a abrirse camino en la vida, será bienvenida. Pero si es un criminal, perseguido por las
autoridades de su propio país de origen no debería franqueársele el paso tan
ricamente. Y aquí es donde entra en escena el fanático igualitarismo que brinda
amparo a cualquiera que se plante en la frontera reclamando la entrada. ¿Y cómo
vamos a saber quién es una persona honrada y necesitada y quién es un criminal?
Desde luego, con avalanchas de 300, 500, 800 o más personas es prácticamente
imposible. Una vez que se realiza la atención humanitaria a las personas, hay
que llevar a cabo un procedimiento de inmigración reglado, que identifique a
cada persona que pide que se le acoja en este país, precisamente porque se
trata de personas, y las personas tienen nombres y apellidos, y es preciso
averiguar cuál es su propósito de una forma ordenada y razonable.
En
segundo lugar, el tema del racismo. ¿Por qué hay actitudes y planteamientos
racistas en España y en otros países? Muy sencillo: porque los pueblos se
descristianizan, así de claro. Porque los sucedáneos, las ideologías, esas religiones
seculares, no funcionan, no tienen consistencia moral objetiva. No sé si
conocen al escritor británico Joseph PEARCE. Es autor de muchas biografías de
otros escritores conversos, en especial de su propio ámbito cultural. Sin
embargo, hace unos años escribió una suerte de autobiografía, de testimonio
personal, titulada “Mi carrera con el
diablo”. Del odio racial al amor racional. Es una radiografía en toda regla
de lo que está sucediendo en las barriadas populares de todas las sedicentes
democracias occidentales. Familias con graves dificultades económicas,
bombardeo televisivo y ahora también digital de corrección política e
inmoralidad pública e institutos de
educación secundaria donde impera incontestado el marxismo cultural
químicamente puro. Estadísticamente suelen darse dos reacciones: o el
adolescente abdica de la propia humanidad ante la ponzoña ambiental más o menos
progre, o bien se rebela furioso cayendo en manos de ideologías identitarias,
de nacionalismos y racismos agresivos y excluyentes.
Pero
esta historia, en el caso de PEARCE, termina bien, formidablemente bien, y creo
que aporta una pista de por dónde pueden ir las soluciones. Hay un punto de
inflexión en una trayectoria vital marcada por la degradación moral y la
violencia. Cuando Joseph ingresó por segunda vez en prisión, cayó en sus manos
un libro de G. K. CHESTERTON, y ahí empezó todo. De hecho, la obra biográfica
de la que se confiesa más orgulloso es precisamente la que dedicó a este autor.
Señores,
no se equivoquen, déjense de monsergas liberal-progresistas y vuelvan a la
formación clásica, a la tradición. Lo demás es una pérdida de tiempo y, sobre
todo, una tomadura de pelo intolerable, por el tributo de vidas destrozadas que
se cobra.
R. P.
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