El Príncipe Regente D. Javier de Borbón-Parma y Braganza, superviviente
del campo de exterminio de Dachau, jura los Fueros de Vizcaya en Guernica
(1950).
Últimamente se
anuncian a los cuatro vientos, con cierto énfasis y casi a grito pelado, numerosas
iniciativas legislativas y manifestaciones ciudadanas antifascistas. En un contexto de hegemonía – en sentido gramsciano
- del marxismo cultural, el término fascista
debe ser interpretado con cautela, como bien apuntaba Rafael GAMBRA en El lenguaje y los mitos: fascista significa el conjunto de todos
los males sin mezcla de bien alguno; mientras que demócrata significa el conjunto de todos los bienes sin mezcla de
mal alguno.
Hablemos, entonces,
del fascismo de verdad, con el debido rigor. El fascismo no es sino una
modalidad de socialismo heterodoxo. Históricamente, el socialismo y el fascismo
son como dos hermanos que no se pueden ver, pero que al mismo tiempo no pueden
vivir el uno sin el otro. El fascismo se presentó históricamente como el único
coagulante eficaz contra el bolchevismo, y el socialismo, tras la II Guerra Mundial – o más
exactamente, tras el inicio de la “operación
Barbarroja” – invocó para sí en exclusiva el título de único antifascismo
auténtico.
En realidad, no es ninguna
casualidad que el fundador del fascismo fuera el ex Secretario General del Partido Socialista Italiano, líder de la
corriente marxista-leninista. El primer partido denominado nacionalsocialista,
por su parte, nació de una escisión del Partido Socialista checo. Con ello no
hacía sino dar continuidad a la tradición anti-Habsburgo, anticatólica y
atávicamente socialista y totalitaria de algunas sectas husitas, que tuvo sus primeros conatos en los experimentos
colectivistas de los taboritas bohemios
y de los anabaptistas alemanes.
Curiosamente, MUSSOLINI llegó a escribir una encomiástica biografía del
heresiarca Jan HUS.
El tradicionalismo
ha mantenido una trayectoria rectilínea no ya antifascista, sino radicalmente
opuesta a toda forma de totalitarismo. Como han apuntado algunos de nuestros
clásicos (D’ORS, ELÍAS DE TEJADA) el origen de esta actitud se encuentra en el
rechazo del concepto moderno de soberanía
como poder ilimitado, atribuido en primera instancia a Jean BODIN. De ahí que
la edición española realizada por Gaspar de AÑASTRO E ISUNZA de Los seis libros de la República
“traducidos de la lengua francesa y catholicamente emmendados”, señale como
punto capital de esta traducción y enmienda la definición de soberanía al modo tradicional, es decir,
exclusivamente como “suprema auctoritas”.
Más adelante,
VÁZQUEZ DE MELLA elaborará la doctrina de la doble soberanía, la soberanía política y la soberanía social, defendiendo con
tenacidad el deber del Estado de respetar en todo caso “la autarquía de las entidades infrasoberanas”. En consecuencia,
enseña el mismo MELLA, “el absolutismo no
consiste en la unidad sino en la ilimitación jurídica del poder público”.
Partiendo de estas
premisas, se entiende la prevención, cuando no franca aversión, del
tradicionalismo a la idea moderna de Estado.
Es muy significativa, en este sentido, una obra del ya mentado Rafael GAMBRA: Eso que llaman Estado. Señala D’ORS a este respecto que “pertenece también a la misma ideología
liberal - … - la consolidación del Estado como estructura nacional: la teoría y
práctica de la llamada «soberanía nacional». En virtud de este principio, el
poder del Estado es un poder absoluto, aun cuando el régimen político interno
sea democrático y de entera legalidad. (…). Sólo que, como la revolución se
devora a sí misma, el mismo impulso de la liberal, con lógica consecuencia,
lleva a un extremo contradictorio con los principios que desencadenaron aquella
revolución: el Estado nacionalista y carismático conduce a la expectativa de un
monstruoso superestado universal” (Los
pequeños países en el nuevo orden mundial). Insiste este último autor,
una y otra vez, en que “esta idea de
Estado soberano fue visceralmente rechazada por el sentimiento popular español”
desde el primer momento, de modo que ya los pensadores de la Monarquía de los
Austrias lanzaban denuestos contra los defensores de la teoría estatista a los que motejaban con el
despectivo epíteto de “los políticos”
(La violencia y el orden).
El primer ensayo
moderno y operativo de totalitarismo vino, sin lugar a dudas, de la mano de la Revolución Francesa. Todos los rasgos totalitarios
quedan patentes ya en la etapa de la I República , de modo especialmente crudo bajo la
dictadura de ROBESPIERRE: un Estado absolutamente centralizado, que somete toda
la actividad económica y la vida social en general a una férrea planificación y
control, en nombre de un pretendido igualitarismo aberrante e injusto. En este
mismo contexto, KUEHNELT-LEDDIHN, en su libro Leftism Revisited: From de Sade and Marx to Hitler and Marcuse,
hace un estudio detallado de la vida y obras del marqués de SADE, considerándolo
el genuino creador de la democracia moderna.
La formulación
clásica de la doctrina totalitaria es la empleada por MUSSOLINI en su célebre
discurso en el Teatro de la Scala de Milán: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. En
su magnum opus El Estado Nuevo,
Víctor PRADERA recoge unas palabras muy similares de un discurso pronunciado
por Francisco LARGO CABALLERO en Ginebra en junio 1933: “El Estado es un poder absoluto”.
En la Manifestación de los Ideales Tradicionalistas al
Generalísimo y Jefe del Estado Español (10-III-1939), ante ciertas
veleidades totalitarias de los dirigentes del llamado Estado del 18 de julio, se declaraba:
“Ante un siglo de liberalismo y parlamentarismo, al
aparecer cada una de sus modalidades, ante las diversas y episódicas
dictaduras, el Tradicionalismo fue exclamando: «¡No es eso¡». Mas, ahora, ante
la reacción actual producida del lado de los sistemas totalitarios, estatistas,
desconocedores de las libertades de las sociedades infrasoberanas, volvemos a
decir: «¡Tampoco es eso¡». Todo sistema político ha de girar en torno a una
interpretación de la voluntad humana, conjugándola con la autoridad. Para
nuestra convicción, esta interpretación sólo es posible dentro de la Monarquía Tradicional ,
que es católica, templada, orgánica y verdaderamente popular”.
Por su parte,
Marcial SOLANA en El Tradicionalismo
político español y la
Ciencia Hispana , después de analizar las doctrinas
del fascismo y del nacionalsocialismo a partir de los principales textos en que
sus líderes las formularon concluye: “Juzgando
estas teorías sólo por lo que atañe al fin y a las atribuciones del Estado, que
es lo que ahora nos interesa, son irracionales, están en desacuerdo con la
doctrina de la
Iglesia Católica , son liberales, llevan a la estadolatría, a
la deificación del Estado; coinciden en parte con el comunismo y conducen a la
tiranía”.
Con la
generalización del régimen democrático liberal, ¿ha desaparecido de la escena
pública el peligro del totalitarismo? Muchos autores no precisamente
tradicionalistas han levantado su voz de alerta contra el peligro actual de la democracia totalitaria (J. TALMON), la
democracia de masas basada en la sublimación de la fuerza bruta de la mayoría
numérica, instauradora de una mera legalidad formal en demérito de cualquier
pretensión de legitimidad moral y social. ORTEGA Y GASSET hablaba de “democracia morbosa” – como
manifestación singular de la actitud propia del “hombre-masa” -, COSTA acuñó para designar este fenómeno el término
“plebeyismo”, mientras que NIETZSCHE
ya había definido la democracia como “la
politización delirante de todas las cosas”. Más recientemente, Gustavo
BUENO nos alertaba contra el “fundamentalismo
democrático”.
Es por eso que
Rafael GAMBRA llegó a afirmar que la
democracia como religión no es sino la actual frontera del mal. Y es que “una
vez admitida la
Voluntad General como fuente única de la ley y del poder – … -,
¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza,
a la ruptura del vínculo matrimonial, a las prácticas abortistas o a la
eutanasia, si tales designios o supuestos derechos figuran en el programa del
partido mayoritario? La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable
es, en realidad, la llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que
les seguirán. (…) ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena
movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejara tras de sí la sociedad
democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo?”. Cabe concluir,
con palabras de San Juan Pablo II en la Encíclica Centessimus Annus, que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”.
R. P.
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