DE DÓNDE VENIMOS Y HACIA DÓNDE VAMOS



            A pocos días de la conmemoración de la promulgación de la Constitución española de 1978, ante la difícil situación que atraviesa nuestra Patria y, de algún modo, toda Europa, asistimos atónitos a un apoteósico revival del espíritu de la transición política como antídoto frente a los peligros que nos acechan. Al hilo de todo ello, no está de más recordar algunas reflexiones de Ignacio HERNANDO DE LARRAMENDI Y MONTIANO, recogidas en el prólogo de su libro Panorama para una Reforma del Estado (Actas, 1996), por cuanto nos pone en situación con respecto a cuáles son las causas últimas de la situación actual de España y cuáles eran los riesgos y amenazas que ya por entonces se avizoraban y ahora se han convertido en realidad, en ocasiones superando cualquier razonable previsión al respecto.


            «Europa y su estructura interna, pueden desintegrarse aunque no de modo inmediato. (…). El equilibrio de Europa es inestable, se ha creído posible crear un imperio, una gran estructura política supranacional, con métodos puramente de consenso y de sufragio universal para integrarse en la universalización del mundo. He creído en ella y me ha parecido que, aun con cualquier defecto en su ejecución, era un objetivo que había que alcanzar, y hasta en algún momento he pensado que esto iba a ser relativamente fácil. Hoy, …, creo esto difícil, sería necesario poner a tantas fuerzas opuestas de acuerdo, pero sería tan fácil que cualquier rompiera el equilibrio por un motivo de conveniencia nacional, no digo ya de egoísmo, que parece que sólo un milagro puede hacer estable en las próximas décadas la idea de la gran nueva Europa. Hay grave riesgo de que Europa de modo discreto, no explosivo, camine hacia su desintegración, aunque durante décadas ésta no sea realmente explícita. Los españoles podríamos encontrarnos con que nos hemos debilitado en lo económico y no recibimos fondos de compensación, y esto no nos permite seguir siendo una nación PER, o sea, una nación que vive de los subsidios, y tendremos que enfrentarnos de nuevo con la necesidad de valernos por nosotros mismos para nuestro destino, o conformarnos con ser has been en rápido declive. (…).

                Se ha creído lo contrario, pero me temo que no puede haber unidad política real efectiva, si no se apoya en una posibilidad de coacción para imponer el orden, la equidad y la justicia. Yugoslavia lo demuestra. Europa no tiene o voluntad o capacidad de afrontar sus problemas; se conforma con acudir a que lo hagan los americanos u otros y a contemplar como Alemania, su nación más potente, está exenta, por consideraciones históricas, de utilizar cualquier acción coactiva.

                Los problemas europeos irritan a nuestros nacionales y a los de bastantes países. Hemos recibido ayudas circunstanciales que en gran parte se han despilfarrado u orientado indebidamente; pero esto se terminará acabando y no tendremos suficiente de lo nuestro ni tampoco de lo de ellos. La pesca es un ejemplo; sólo para España es importante, pero las decisiones comunitarias necesitan tener en cuenta otros factores y negociar otras necesidades, y siempre lo harán a costa de los intereses españoles. No es crítica sino exposición de un hecho que probablemente se reproducirá en otras naciones y otras áreas y que hará más difícil el consenso y más fácil que el sufragio reaccione de modo negativo a los objetivos europeos.

La unidad de España está en peligro; cualquiera que analice sin ceguera la realidad, debe admitir que la evolución normal de las circunstancias que hoy domina España, su estructura constitucional, su estructura autonómica y la voluntad de muchos de sus habitantes, lleva a que sea bastante probable, o en todo caso posible, una desintegración nacional. Ninguna fuerza se opone realmente a ello, se admite el derecho a decidir con sufragio en movimiento poco reflexivo, me atrevo a decir que suicida, fórmulas de esta naturaleza. Unos no lo ven porque no lo desean, otros lo desean y aparentan que no lo ven para evitar oposición y otros, muchos en realidad, disfrutan con cualquier acción destructiva de cualquier género y categoría, y consideran esta desintegración como un nuevo tabú superado que destruye el respeto a la acción de centenares de generaciones.

                Se han cometido graves errores, muy profundos, en el comienzo de la transición, quizás para afrontar problemas en aquel momento inmediatos, lo que se hizo con aceptación generalizada, nunca la mía. Se están recogiendo los resultados, y aunque nadie lo reconoce abiertamente, están satisfechos aquellos que por motivos ideológicos, racistas o nacionalistas desean que eso se produzca. Supongo que no lo estarán tras sus consecuencias, pues será muy difícil evitar algún tipo de explosión coactiva que hará perder décadas de comprensión y tolerancia. En España sólo es fácil ser radical; los medios de comunicación aceptan cualquier extremismo, pues la continuidad con comodidad aceptable no es noticia. Casi pienso que somos un país a merced de los radicalismos, todos capaces de destruir y ninguno de crear. Sólo lo radicalizado vende, el resto es plúmbeo, aburrido, kish o algo semejante. El hedonismo y la comodidad de nuestro mundo, y sobre todo de nuestra juventud, hace difícil una reacción para defender lo que se ha estado vejando y ridiculizando durante décadas. (…).
                (…).

                La conflictualización de la sociedad en que vivimos, (…). Se cree ideal lo conflictual, la oposición de unos a otros, la victoria de unos y el fracaso de otros. Todas las acciones de la actual estructura social conducen y están basadas en ella y no son campo adecuado de cultivo para resolver los problemas operativos a los que los españoles estamos sometidos. No se exigen o recomiendan reglas de juego algo mejores, como decía CHURCHILL de la democracia: está llena de defectos pero no hay otra mejor, sino que deificamos mecánicas impuestas en un período circunstancial y les damos más valor que el que en cualquier momento de la historia se ha dado a los ideales religiosos, o simplemente a los ideales culturales o nacionalistas. En cambio la deificación de lo transitorio o discutible no sirve para resolver problemas reales.

                Se considera que el compadreo mezclado con radicalismos sirve para afrontar delicados conflictos políticos, económicos o familiares, con posturas siempre contradictorias entre sí, sin aceptar áreas objetivas comunes, buscando de modo permanente ganar terreno en alguna dirección. Se considera útil socialmente, aunque conduzca a una situación como la de España, el mercado sin límites, sin normas éticas; el llamado capitalismo salvaje que constituye un ideal sin más preocupación que las desviaciones laborales, que a su vez conducen a la disputa, a la huelga, a la manifestación violenta, a la protesta activa, a enfrentamientos con trabajadores en empresas y en servicios públicos. La conflictualidad en los medios de comunicación utiliza cualquier causa para aumentar tirada y publicidad, con permanente lucha fratricida aneja. Y en la familia no se admiten obligaciones estables. Siempre se reconoce el conflicto como método de actuación, e incluso en la Iglesia, sólo es satisfactorio derribar jerarquías y ridiculizar sacrificios y disciplinas.
                (…).

                Las consecuencias de una defectuosa territorialización de las autonomías son causa de graves problemas, no políticos sino de gestión, sin relación con lo comentado de desintegración nacional. Se crearon las autonomías para no destacar la diferencia histórica de Cataluña y el País Vasco, y se improvisaron algunas unidades o comunidades completamente artificiales y muchas sin el más pequeño arraigo histórico, incluso la de Madrid, que no tenía razón de ser y que sigue sin tenerla; porque hubiese bastado con ampliar algunas áreas municipales y traspasar el resto a Castilla-La Mancha. Puestos a innovar, ¿por qué no segregar su norte para incorporarlo a Castilla-León?

                Se acometió esta decisión, un poco por aguar las pretensiones de vascos y catalanes (*) y se hizo inevitable una competencia para ver quién conseguía más; no se trataba de para qué se quería, solamente se buscaba no quedar el último. Se planteaban dos problemas añadidos: la aglomeración de nuevos políticos ansiosos de poder (y de empleo) pero sin ninguna capacidad para ejercerlo; y la inexistencia completa de normas y límites para la gestión económica y administrativa, concediendo derechos absolutos a crearlas en lo presupuestario, régimen de funcionariado u otros, considerando cualquier barrera, la obligación de cualquier información o dato con repercusión nacional, como una invasión de los sacrosantos derechos de cualquier dirigente autonómico a decidir por sí mismo, en razón de haber sido elegido por los ciudadanos.

                Con ausencia de control real, considerando insulto la limitación de cualquier clase de despilfarro, han aparecido problemas de casi imposible solución. Se han creado burocracias para interés de los políticos, que con frecuencia incluyen personas de su familia, amigos y no hablemos de correligionarios, con gasto indiscriminado porque buscan asegurar clientela de votantes y no fórmulas equitativas de reparto de ingresos públicos. Se ha tolerado el criterio de nosotros, los centrales, recaudamos el dinero para que vosotros, los autonómicos, lo gastéis como queráis; se ha creado una especie de barra libre del gasto, se han buscado fórmulas de ingeniería o de “ingenietura” para desviar gastos de los presupuestos oficiales que se camuflan durante algún tiempo, dedicados en bastantes casos al despilfarro, guardaespaldas, medidas de ostentación, etc. Además, cada autonomía exige las mismas consideraciones y funciones (y sueldos) que la Administración Central. Es un caso más de poder no responsable, del yo decido y porque quiero, con caos final cuando la cuerda se rompa.

                Debo añadir por otra parte que las autonomías han tenido el efecto satisfactorio de acercar más el gasto a los españoles, que antes se concentraba en Madrid y quizás en alguna otra zona, precisamente Cataluña y el País Vasco. Es un efecto que debe reconocerse. El problema de esto, positivo, y de lo anterior, negativo, es la dificultad para cortarlo y las medidas para reducir un gasto tan distribuido. Yo no lo sé, no tengo ninguna recomendación que hacer; es obligación de los gobernantes que son políticos que han triunfado y tienen que enfrentarse con la dura realidad, no solamente con los gajes del poder.
                (…).
                Un presupuestismo público transparente mejoraría esta situación, pero sus medidas correctoras necesitan varios años para ser efectivas, y hoy el problema es la evolución del próximo año o del siguiente, en que aumentarán los déficits, pues nadie, ningún político, se atreve a enfrentarse con las medidas que realmente reducirían el gasto público, con decisiones siempre impugnadas, radicalizadas y sobre todo antipolíticas, es decir, que perjudican los resultados de las elecciones, aunque salven al país y a los ciudadanos.

                Afecta especialmente a España una profunda crisis de sociedad que repercute en el empleo y en el bienestar garantizado, en general originada por la globalización, informatización, mecanización y nuevas tecnologías, y por la incorporación de la mujer al trabajo. Esta crisis representa un cambio social profundo, consecuencia de avances y modificaciones tecnológicas y sociológicas de las últimas décadas, y posiblemente todavía en el comienzo de sus repercusiones pues falta aún lo más agudo y traumático. La recuperación económica siempre se produce en algún grado, pero en los países occidentales no es previsible que evite el número alto de desempleados, ni la mayor precariedad de los trabajos posibles, ni el menor importe de las retribuciones, y con ello del bienestar general o individual alcanzado, que de un modo u otro, se verá reducido en la misma cuantía que el empleo y sus retribuciones.

                Estamos en un período de transición desde la sociedad del bienestar, (…) y el mito de una permanente mejora del hombre y su comodidad. Es probable que los occidentales perdamos posiciones en relación del resto de la humanidad y que tengamos que adaptarnos a fórmulas de vida en que existe riesgo, existe pobreza, sea difícil eliminar el dolor y el único humanismo posible será eliminar la miseria en nuestros conciudadanos y los abusos y privilegios de los poderosos, que cuentan con medios para alterar el equilibrio en su propio favor. Parece insuficiente para quienes habían disfrutado hasta ahora de una situación insultante para el resto de la humanidad, que aún no les parecía suficiente, y que querían más, con más libertad, sin pérdida de intimidad, etc.
                Occidentales y españoles deberían enfrentarse con esta crisis existencial de la sociedad y prepararse para un régimen durísimamente competitivo en el área del empleo individual, en el colectivo y en las posibilidades nacionales, y para soportar mejor cualquier cambio futuro, más o menos optimista del que yo preveo. (…)».  

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(*) El autor transcribe parcialmente en nota al pie el texto de un artículo que publicó en la edición de Madrid del diario ABC de 12 de enero de 1995, con el título Carlismo y Nacionalismo:
                “Comento la posición territorial carlista, que siempre he compartido, en especial en la época del centralismo del General Franco. Entonces, algunos amigos, ahora con clara posición contraria, lo creían error anacrónico e inoperante. Con nuestros criterios se hubiera enfocado mejor el problema actual, agudizado durante la transición, en que por no reconocer un hecho diferencial histórico se buscó una fórmula «café para todos», con criterio igualitario que ofendió a Cataluña y País Vasco más de lo que agradecieron otras comunidades. Fue un cuerpo a cuerpo de quienes carecían de sentido de distancia histórica y se conformaban con apariencia cosmética inmediata, gravísimo error que dañará, no sé si irremisiblemente, nuestro futuro nacional.
                El mundo se transforma, para bien o para mal, consecuencia de o efecto perverso de los avances científicos propiciados y hechos posibles por la libertad. La sociedad actual y la estructura operativa interna de una nación, la española en concreto, necesita modificarse, a veces de modo espectacular; drama de la próxima generación. No se me puede tildar de reaccionario, más bien, precisamente, de lo contrario.
                En la historia de los pueblos está el orgullo por lo propio, que a veces tiene consecuencias que llegan a ser trágicas.
                Las guerras carlistas fueron consecuencia de la reacción de una arraigada sociedad civil en algunas regiones de España, que defendía su libertad y sus fueros contra los señoritos liberales madrileños, yuppies de la época, que querían «volver del revés el país», como se ha querido hacer últimamente. Estaban convencidos de su superioridad, se creían más modernos y más científicos, como hace poco se admiraba el cientifismo marxista.
                Los que pensamos en carlista no proponemos ninguna nebulosa estructural, queremos una organización nacional que se acerque más a los ciudadanos, que permita mayor participación en las decisiones y una potente y efectiva sociedad civil.
                La traspolación de ese pasado a lo actual es compleja, en especial cuando se ha llenado de rencor y de venganza; no es fácil evitar las consecuencias de una guerra cruenta, de falta posterior de generosidad y de la tendencia centralista de gran parte de los ciudadanos.
                La política federal no es la panacea, pero sí alternativa, que prevista a tiempo hubiese evitado problemas. Cuando se cree conveniente «ceder» hay que hacerlo con generosidad y dar más de lo indispensable para terminar quejas para siempre. En lugar de ello, después del igualitarismo inicial no se ha cumplido lo prometido, al ver su peligrosidad, facilitando una dinámica de peticiones, en el que el que no tenga lo máximo se considera humillado. En la transición, ofreciendo diez, con diferencia histórica, se hubiese conseguido estabilidad permanente, y ahora se ofrece cincuenta y parece poco.
                No sé cómo se puede afrontar esta situación. Soy pesimista y lo lamento profundamente; pero al menos quiero protestar de que se atribuya a los pobres carlistas la culpa, después de que tanto se nos ha ninguneado».

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