Publicado en la Web de la CTC el 29 de Octubre de 2018
«El retorno del Rey», a colación del día de la Dinastía Legítima (4 de noviembre)
Por: Javier Mª Pérez-Roldán y Suanzes-Carpegna
Secretario Nacional
CTC
No es simple
curiosidad, a pesar de la escasa relevancia social de los católicos en Gran
Bretaña (impuesta políticamente, sobre todo en tiempos pasados), que tres de
los autores británicos más leídos sean católicos: William Shakespeare, Gilbert
Keith Chesterton y J.R.R. Tolkien. Es más, precisamente el escritor inglés
arquetípico, Shakespeare (del que ya pocos niegan su carácter de católico), es
el autor más celebrado de la época Isabelina, precisamente la época de mayor
saña persecutora de los católicos.
Y no es curiosidad
porque sencillamente para representar el espíritu de un pueblo nada mejor que
lo genuino, y lo genuino en el ámbito religioso europeo es el catolicismo, pues
las herejías y cismas que prendieron y arraigaron en Europa no fueron fruto espontáneo
de los pueblos europeos, sino imposiciones sangrientas e interesadas realizadas
desde el poder.
Por eso igualmente la aportación de estos tres
autores al concepto del poder legítimo ha sido destacada. Así, por ejemplo, son
claras las enseñanzas de Shakespeare sobre la legitimidad en dos de sus
principales obras: Macbeth y El Rey Lear. En la segunda Cordelia se convierte en reina de Francia
precisamente por su virtud. Del mismo modo en Macbeth la autoridad, regida por
la justicia y la virtud (la moral) sale triunfante sobre el ejercicio
descarnado del poder solo regido por la fuerza. Por eso, en conclusión, para
Shakespeare la autoridad sin moral[1] (lo que el tradicionalismo hispano
llama legitimidad en el ejercicio) es solo tiranía, pues la moral, creación
divina, está por encima de las normas de los hombres (la legitimidad de
origen).
No abordaré en este artículo las aportaciones
de Chesterton, que le daría una amplitud excesiva, pero sí hablare de Tolkien,
autor que muchos creen menor por cuanto sus obras más leídas son de épica fantástica. Sin embargo, rebajar
su entidad a tan simple título es tan desacertado como sostener que Cervantes
fue un simple autor del degrado género de las novelas de caballería.
Lo más interesante de la obra de Tolkien, no
obstante, no es lo que dice sobre la legitimidad, sino lo que dice sobre los
legitimistas. Y es que describe con una maestría y una profundidad psicológica
únicas la evolución anímica y psicológica de aquellos que sostienen durante
generaciones la legitimidad solo en la esfera de los principios, pues no pueden
hacerlo, por ausencia del rey legítimo, en la esfera de lo concreto. Es más,
quizá sea el único autor de ficción que realice tal análisis en profundidad,
que solo se encuentra en otros autores de manera muy superficial[2].
Conviene, pues, ahora, antes de seguir
profundizando en la obra de Tolkien, transcribir un fragmento del Capítulo 7 (La Pira de
Denethor)
del Libro Quinto de El Señor de los Anillos (las negritas son nuestras). Tal
fragmento tiene lugar en los últimos momentos de vida del Senescal Regente de
Gondor Denethor II. Los Senescales eran los gobernantes provisorios del Reino
del Sur, que se hicieron cargo de la gobernación de su pueblo tras la
desaparición de su rey y ante la promesa del regreso de sus descendientes. Por
ello tomaron el mando bajo la fórmula «[…] esgrimir el bastón de mando y gobierno en nombre del rey, hasta
que él vuelva […]». El caso es que en este fragmento de la obra de El Señor de
los Anillos la capital del reino, Minas Tirith, es sitiada por un enemigo
superior en número por lo que muchos (sino la gran mayoría) dudan de la
posibilidad de victoria. Entonces, desesperado, el Senescal pretende darse
muerte antes que contemplar la derrota total, y de paso, llevarse por delante
la vida de su hijo y heredero, Faramir, gravemente herido por una imprudencia
militar de su padre. El fragmento de nuestro interés dice:
»Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en
tus manos. Soy un Senescal de la
Casa de Anárion. No me rebajaré a ser un chambelán ñoño de un
advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que
descender de la dinastía de Isildur. Y yo no me voy a doblegarme ante alguien
como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo su señorío
y dignidad.
– ¿Qué querrías entonces- dijo Gandalf-, si pudieras hacer tu
voluntad?
– Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos
los días de mi vida- respondió Denethor-, y en los días de los antepasados que
vinieron antes: ser el Señor de la
Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío,
hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada:
ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.
– A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido
confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el
honor –replicó Gandalf-. Y al
menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su
muerte es todavía incierta.[3]
Finalmente Denethor se quita la vida, si bien
su hijo, Faramir, sobrevive y como nuevo Senescal de Gondor reconoce como Rey y
señor a Aragorn II (el último retoño de una casa arruinada al que se
refiere el texto transcrito). La diferente forma de padre e hijo de afrontar la
reaparición del reclamante del trono refleja dos maneras de ser y entender la
legitimidad. Por una parte nos encontramos al padre, Denethor: desesperanzado,
cansado de la carga de regir los destinos de su pueblo en ausencia del rey, y
que quizá con buena intención solo busca lo que cree mejor para su pueblo, que
no es otra cosa que dejarse de aventurismos y seguir como desde hace tiempo,
sin un rey que puede trastocar las nuevas tradiciones creadas y las situaciones
de hecho que se han producido durante los largos tiempos de ausencia del rey.
Tal postura, desde luego, puede no ser
entendida como la propia de un legitimista auténtico que al acceder a su cargo
juró ocuparlo solo «hasta el regreso del rey». Sin embargo, Denethor no deja de tener
argumentos a su favor. Y es que efectivamente el rey legítimo, y sus
antecesores durante varias generaciones, se desentendieron del reino, y todo lo
fiaron a la gestión de los Senescales. Y si los antecesores de Aragorn,
pudiendo hacerlo, no reclamaron el trono para sí ¿no perdieron acaso su
legitimidad por su no ejercicio? Como bien señala, los que debieron ser reyes
perdieron su señorío y dignidad durante su largo exilio al dedicarse a trabajos
serviles, y no a regir su pueblo, como su deber les reclamaba.
Además, durante todo el tiempo de vacancia del
trono surgieron nuevas tradiciones, cambiaron otras, se crearon situaciones de
hecho completamente desconocidas, situaciones todas ellas que debían ser
tomadas en consideración y respetadas («Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos
los días de mi vida- respondió Denethor-, y en los días de los antepasados que
vinieron antes: ser el Señor de la
Ciudad y gobernar en paz»).
A estos dos argumentos
habría que añadir un motivo personal de animadversión del Senescal contra el
rey legítimo (que no aparece en este fragmento), motivado por la falta de
sensibilidad de éste último, que se presentó de improviso, dejándose anunciar
entre su pueblo, sin haber cumplido previamente con una ceremonia que ningún
Rey podía ignorar: anunciarse previamente al Senescal, quien legítimamente
ejerció sus funciones en sus ausencia.
Es curioso, por demás, el profundo
conocimiento que muestra Tolkien del mundo legitimista, pues Denethor no obvia
citar, en su argumentación en contra del reconocimiento del rey, el galimatías
jurídico-sucesorio que acompaña a toda legitimidad proscrita («Porque aun cuando pruebe la
legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur»).
En cambio la postura
de Faramir es muy distinta. Se trata de un hombre joven sin pretensiones
políticas o sociales de ningún tipo, que aún no ha llevado sobre sus hombres la
responsabilidad de gobernar la
Causa del rey, y que por tanto gustosamente reconoce a su Rey
y Señor, que al fin y al cabo le viene a descargar de ejercer una
responsabilidad para la que no se estimaba preparado. No en vano, era el
segundo hijo de Denethor, y el llamado a la herencia como Senescal no era él,
sino su hermano Boromir, muerto trágicamente poco tiempo antes de la escena que
hemos transcrito.
Desde luego, estas
enseñanzas describen magistralmente las entrañas del mundo legitimista, en el
que es harto frecuente observar esas dos posturas. Por una parte la
excesivamente perspicaz de los más experimentaros, que de alguna manera
cargaron con responsabilidades vicarias y que por tanto han desarrollado un
vínculo afectivo gobernante-gobernado con su pueblo que les hace dudar de la
conveniencia de introducir cambios y dejar todo en manos del Rey, que puede
volver a abandonar a su pueblo como ya lo hizo antes; y por otra la
excesivamente ligera del menos experimentado, que no piensa a tan largo plazo
ni medita qué sucederá con los hechos consumados en los tiempos de ausencia del
Rey, y que en cambio centra su atención en verse al fin liberado de la tremenda
responsabilidad de mantener la
Causa legitimista sin un señor al que servir.
No obstante, nosotros debemos tener muy presentes ambas posturas, y debemos
buscar las fórmulas para conciliarlas, y debemos meditar en ello, sobre todo en
días como el 4 de Noviembre, día de la Dinastía Carlista.
Y es que aunque al día de hoy ninguno de los supuestos reclamantes del Trono ha
solicitado formal y oficialmente la adhesión a su persona, reivindicándose como
Rey legítimo de las Españas, este día puede llegar antes o después, y entonces,
aunque sea dolorosa, cada uno de nosotros tendrá que tomar una decisión clara y
decidida.
[1] El Rex eris si recte facias, si
non facias, non eris, de San Isidoro de Sevilla.
[2] En algún
personaje de Valle Inclán o incluso de manera muy superficial en cierto afán de
aventuras en el personaje de Alan Breck en Las Aventuras de David Balfour, de Stevenson.
[3] Tolkien, J.R.R. El Señor de los Anillos. El
Retorno del Rey, Ediciones Minotauro, 27ª impresión, abril de 2002. Págs. 159 y
160. ISBN 84-450-7177-7. Traductores: Matilde Horne y Luis Doménech.
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