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Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpiá |
El Criterio, obra majestuosa del sacerdote
catalán Jaime Balmes, es una de las cumbres del pensamiento católico hispano.
Este brillantísimo pensador, filósofo y ensayista se empieza preguntando en la
mencionada obra en qué consiste pensar bien. Es muy importante tener claro este
concepto básico y más en estos tiempos en los que apenas se piensa y si se
piensa se hace torcidamente.
Para Balmes el pensar bien consiste o en conocer
la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella.
La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí,
alcanzamos la verdad; de otra suerte caemos en el error.
Conociendo que hay Dios conocemos una verdad
esencial, porque realmente Dios existe. Si deseamos pensar bien, hemos
de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de Dios y de las cosas
creadas por Dios. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad
aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad?
Un sencillo labrador, un modesto artesano, que
conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos
que un presuntuoso filósofo, que encumbrando conceptos y diciendo altisonantes
palabras quiere dar lecciones sobre lo que no entiende.
Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro
entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda
fidelidad, los objetos como son en sí. Cuando caemos en el error, se asemeja a
uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no
existe. Cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal
colocado que refleja los objetos demudados, alterando los tamaños y las
figuras.
Un buen pensador procura ver en los objetos todo
lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de
ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver todo lo que no hay, y
nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran
abundante materia para discurrir con profusión, formando como suele decirse,
castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.
Otros adolecen del defecto
contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino, por un
lado; si éste desaparece ya no ven nada. Estos se inclinan a ser
sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca
de su país; fuera del horizonte al que están acostumbrados, se imaginan que no
hay más mundo.
Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca
el objeto entero; lo mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con
lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados
se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra
encontraréis una idea, y esta idea veis que corresponde con la realidad de las
cosas.
Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente
satisfecho; decís con entero asentimiento: “Sí, es verdad, tiene razón”.
Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por
un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con
oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia
difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero
es tenebroso, porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía
muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima
luz.
El perfecto conocimiento de las cosas en el
orden científico forma los verdaderos sabios, en el orden práctico para el
arreglo de la conducta en los asuntos de la vida forma los prudentes.
Hay que concluir que el arte de pensar bien no sólo
interesa a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El
entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz
que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones. Por lo tanto, uno
de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada
esa luz. Si ella falta nos quedamos a oscuras, andamos a tientas, y por
este motivo es necesario no dejarla que se apague.
No debemos tener el entendimiento en inacción con
peligro que se ponga obtuso y estúpido y, por otra parte, cuando nos proponemos
ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre
y bien dirigida para que no nos extravíe.
Javier Navascués Pérez
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