En el BOA nº
132, de 10 de julio de 2018, se publicó la Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización de
los derechos históricos de Aragón. Uno de los espectáculos más sorprendentes a
los que un jurista puede asistir consiste en escuchar una conferencia o clase
magistral de un administrativista hablando de los fueros. Es como si un vegano
pretendiera explicar en profundidad el arte de la tauromaquia. La exposición de
motivos de la norma relata la historia del Reino de Aragón, llegando a afirmar
que con los Decretos de Nueva Planta
se puso fin a lo “que había sido Estado
independiente durante setecientos años”.
Lo de la
independencia a estas alturas resulta evidentemente una ucronía, pero de lo que
no cabe ninguna duda es que el Estado es una estructura política que nace en la Edad Moderna y que,
por tanto, no podía llevar setecientos años de existencia en ningún lugar del
planeta. Uno de los peores sofismas del pensamiento liberal es el que
identifica la Nación
con el Estado, sobre la base del concepto de soberanía. De acuerdo con este
planteamiento, el Estado constituye un orden político territorial y cerrado,
que centraliza todos los poderes sociales y que disfruta de soberanía, en
definitiva, de la capacidad de justificar ab
origine todas sus decisiones, porque provienen del rey absoluto o del
pueblo soberano y sus representantes.
La relación
histórica de los fueros y libertades tradicionales de Aragón contenida en la
exposición de motivos de este texto legal es sencillamente grandiosa y es algo
de lo que todos los aragoneses podemos sentirnos legítimamente orgullosos. El
fiasco llega al final, cuando se trata de empalmar, sin solución de
continuidad, con el Estatuto de Caspe de 1936, con la transición, el régimen
preautonómico, etc.
Entre líneas
se deslizan otras logomaquias y paralogismos. Se afirma que “la esencia del antiguo Reino de Aragón eran
sus Fueros, que emanaban de una concepción pactista del poder”. Cierto, la
cuestión es que hay que tener en cuenta la diferencia entre el pactismo
tradicional y el moderno o revolucionario, entre la concepción del pactismo que
subyace al régimen tradicional de los Fueros y la que se deduce de un Estatuto
de autonomía en un régimen constitucional (v.
J. VALLET DE GOYTISOLO, El pactismo de
ayer y de hoy, Revista VERBO, nº 503-504 (2012), pp. 229-240).
Por si hay
alguna duda al respecto, el Presidente del Gobierno de Aragón nos lo aclara: “La historia no da derechos, los derechos
los da la Constitución ”.
Tiene usted razón, Sr. LAMBÁN, ahí está el problema. La Constitución da derechos, los que considera oportunos
y determina la oligarquía ideológica dominante en cada momento, mientras que la
autoridad tradicional reconoce y ampara los derechos y libertades de
comunidades sociales de distinto ámbito (territorial, profesional, familiar y
personal), que disponen naturalmente de potestades de autarquía, para regirse
de forma orgánica, pero que carecen de signo político y que, por tanto, no son
ni quieren ser meras terminales de los organismos estatales o paraestatales que
parasitan el cuerpo real de la
Nación.
R. P.
Comentarios