El político demócrata no adopta
las ideas en que cree, sino las que cree que ganan.
NICOLÁS GÓMEZ DAVILA
El pensamiento
filosófico-político-teológico de don Nicolás
Gómez Dávila (Bogotá, 1913 - 1994), acaso uno de los contados reaccionarios
auténticos de nuestro tiempo, surge como reacción -y nunca mejor dicho- a una crisis
intelectual, religiosa y estética cuyas invariablemente nefastas consecuencias
vertebran el corazón de su arrollador discurso crítico: esa crisis es la del
siglo XX, con todo cuanto ello implica.
Toda la obra del colombiano es un intento serio y apasionado de dinamitar de raíz unos códigos malditos que han trastornado la esencia inmutable de lo humano a través de los siglos (y, por extensión, de lo divino), pero también de fundamentar una alternativa intelectual sólida a la inanidad de nuestro presente.
Filósofo inacabado, o pensador consecuente que renunció a la fatua pretensión de subirse al púlpito de los voceros filosóficos, Gómez Dávila nunca llegó a dejar por acabado -léase por escrito- un sistema filosófico propiamente dicho, en el caso de que hubiera tenido tal pretensión, lo que no habría dejado de resultar irónico en un pensador de su talla y clarividencia, nada dogmático ni concluyente si es leído inteligentemente, simplemente lúcido.
Como Nietzsche, como el mejor Cioran, recurrió a la chispa ingeniosa e inflamable del aforismo, capaz de incendiar la más extensa superficie sólo con su fricción. Pero en lugar de llamar a tales brotes de genialidad aforismos, los denominó escolios, aproximándose de este modo a Spinoza. Pensador, por tanto, fragmentario, Gómez Dávila ofrece por el contrario un discurso filosófico de absoluta coherencia e integridad, cuya profundidad intelectual y agudeza paradójica no conoce parangón entre los filósofos y pensadores del área de la hispanidad de época contemporánea (tanto de España como de Hispanoamérica). Sus referentes, por otra parte, no dejan lugar a dudas sobre la hondura de pensamiento que participa de su discurso: Tucídides, Santo Tomás de Aquino, Montaigne, Juan Donoso Cortés, Jacob Burkhardt, son algunos de sus eximios maestros confesos.
Miniaturista del verbo antes que escritor, pensador que no erudito, y artista de las palabras mejor que mero filósofo, Gómez Dávila ejemplificó con su preclara posición reaccionaria uno de los más notables, coherentes y afortunados ejemplos de dignidad ética, estética y, si se quiere, espiritual, que se recuerden. Ignorado durante decenios, su vida silenciosa y monacal, apartada del mundanal ruido, de los mezquinos ambientes intelectuales, de las miserables futesas académicas, fue mucho más allá de tales convenciones; su negativa reiterada a publicar y a codearse con el poder; su grandeza de ánimo y agudo sentido del deber para con uno mismo, le llevaron a hacer de su existencia un verdadero ejercicio estético, de “reaccionario auténtico”: recluido en su mansión entre las paredes de una fabulosa biblioteca de treinta mil volúmenes, aprovechó su situación acomodada y dedicó su vida por entero al complejo ejercicio del pensamiento. El resultado más visible de tales esfuerzos fue su obra magna, recuperada hoy en día para nuestra suerte -gracias al empeño, reste decir, de gente como Ernst Jünger, Botho Strauss o Franco Volpi, entre otros entusiastas-, y que bajo el título de Escolios a un texto implícito, acoge uno de los más prodigiosos, valiosos e imperecederos ejemplos del esfuerzo del pensamiento humano.
Este brevísimo escrito (que recuperamos aquí para Carlistas de Aragón) en torno al pensamiento reaccionario de don Nicolás, por descontado, está dedicado a su persona y obra.
Ars longa, vita
brevis.
Si el “corazón” de la obra de Nicolás
Gómez Dávila son sus Escolios,
deberíamos identificar el “cerebro” en sus Textos; comparación peregrina aunque efectiva: lo que
los Escolios contundentemente
sienten (la sacudida incendiaria del aforismo), los Textos lo razonan (la
continuidad discursiva de la prosa). Accesorio satélite para algunos, Textos I porta en sus
páginas la piedra “clave” de la construcción, esto es el enigmático texto implícito, estandarte de
futuras batallas; así lo ha querido ver uno de sus mejores lectores, Francisco Pizano de Brigard; en lo que
a nosotros respecta, nos aferraremos a esta opción, bien justificada por lo
demás. Porque, ¿a dónde recurrir acaso? ¿A las Notas, esbozos concluyentes? ¿A los fragmentarios Escolios, pese a su plenitud,
valga la redundancia, fragmentaria? ¿O tal vez a los textos marginales, como el
artículo titulado “El reaccionario auténtico”, o al titulado “De jure”, al que
no hemos tenido acceso? A falta de un texto filosófico “evidente”, o a la sazón
ramplonamente obvio, tomaremos el mentado texto implícito como punto de
arranque de nuestra precaria, bienintencionada exposición.
Entremos, pues, en materia.
La idea primera puede parecer simple a un
lector carcomido por ideologías asentadas: capitalismo y comunismo tienen en
común una meta semejante.
Son diferentes máscaras que cubren, pues, idéntico rostro: la naturaleza del
hombre (desplazada al terreno de lo político); diálogo quebrado, por tanto,
entre dos democracias cuya mímica deviene forzoso conflicto: las burguesas y las populares, rivales
sempiternas:
“Si el comunismo señala las
contradicciones económicas, la alienación del hombre, la libertad abstracta, la
igualdad legal, de las sociedades burguesas; el capitalismo subraya,
paralelamente, la impericia de la economía, la absorción totalitaria del
individuo, la esclavitud política, el restablecimiento de la desigualdad real,
en las sociedades comunistas”.
En efecto, Gómez Dávila no se posiciona de
parte ni de unos ni de otros, por mucho que el lector tendencioso pueda
considerarlo proclive “a la derecha, e incluso a la extrema derecha” (sic).
Craso error: el discurso reaccionario del autor, de extrema lucidez, parte de
la contradicción que dirige comunismo y capitalismo hacia metas
pretendidamente antagónicas… cuando su meta es única: la propiedad, estorbo para los
primeros, estímulo para los segundos, sin que ello presuponga lo contrario: la
propiedad al fin y al cabo.
Ideologías burguesas e ideologías del proletariado, en consecuencia, se precipitan hacia una misma esperanza común: el hombre:
“Si el comunismo denuncia la estafa
burguesa, y el capitalismo el engaño comunista, ambos son mutantes históricos
del principio democrático, ambos ansían una sociedad donde el hombre se halle,
en fin, señor de su destino”.
La lectura teológico-político-cultural de
Gómez Dávila ratifica así la democracia como religión antropoteísta;
queda así facturada una teología del hombre-dios:
“La divinidad que la democracia atribuye
al hombre no es figura de retórica, imagen poética, hipérbole inocente, en fin,
sino definición teológica estricta”.
Definición teológica inherente a la
naturaleza pervertida del moderno, cuya corrupción esencial no es sino
inenarrable producto de la idea fija del discurso de la modernidad: el progreso.
El progreso, que es teodicea del antropoteísmo futurista, justifica por lo demás todas las atrocidades del hombre en nombre del progreso de la humanidad. Proceso de perfeccionamiento progresivo, anula el tiempo del hombre y restituye el no-tiempo del hombre-dios. Orgia mecanicista e industrial, trastoca el inútil esfuerzo humano en tediosa transformación de la materia. Monólogo inmundo, sacrifica a sus fines las existencias perecederas en nombre de la idea fija, desterrando de sí para ello el supremo valor, pues como afirmará poéticamente don Nicolás:
“La vida es un valor.
Vivir es optar por la vida.”
En consecuencia, deviene así una teoría de los valores cuyo punto de apoyo reposa en dos conceptos hermanos: ateísmo y progreso, necesitados de una retórica adecuadamente enfática para calar hondo entre sus víctimas potenciales.
El mero juego de la materia implica así un determinismo universal cuyo producto no es otro que un universo rígido, vaciado de toda posibilidad, donde el culto de la técnica es el verbo del hombre-dios, principio de la soberanía del estado moderno.
Así y todo, la era democrática, y con ella el desarrollo económico, consustancial a la misma, tiene en el dinero como único valor universal, su razón primera y última:
“El dinero es el único valor universal que
el demócrata puro acata, porque simboliza un trozo de naturaleza servible, y porque
su adquisición es asignable al solo esfuerzo humano. El culto del trabajo, con
que el hombre se adula a sí mismo, es el motor de la economía capitalista; y el
desdén de la riqueza hereditaria, de la autoridad tradicional de un nombre, de
los dones gratuitos de la inteligencia o la belleza, expresa el puritanismo que
condena, con orgullo, lo que el esfuerzo del hombre no se otorga”.
Este aterrador hecho degenera, por tanto,
en la rapiña económica y el individualismo mezquino, ejes generadores de la indiferencia
ética y el anarquismo intelectual que dominan el mundo moderno.
Frente a tales escombreras, el único camino al que se aferra Nicolás Gómez Dávila no es otro que el de la rebeldía reaccionaria; sobre tan quijotesca empresa versará su obra magna, Escolios a un texto implícito, puesta en práctica de la rebeldía reaccionaria a través de su más poderosa arma: la palabra.
José Antonio Bielsa Arbiol
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