UN REY, SÍ, PERO NO A CUALQUIER PRECIO



Soy yo otra vez, el revolucionario converso. Hoy vengo otra vez a contar mi experiencia, por si puede servir a otros, porque últimamente uno ve y oye cosas que le despiertan el celo ígneo del converso. En todo caso, advierto que las siguientes líneas son de mi exclusiva y personal responsabilidad, que podrán ser compartidas o no (de ello dependerá su efectiva publicación), pero que no son ni pretenden ser una declaración institucional por parte de la Comunión Tradicionalista Carlista.   

                Procedo de un medio social en que la única “monarquía” conocida es, digámoslo así, la oficial del Estado español. Con esto creo que todos podrán hacerse una idea de los sentimientos que abrigaba al respecto. Por tanto, mi itinerario personal hacia el tradicionalismo siempre tuvo un escollo que, durante mucho tiempo, me pareció insalvable.

                Después de leer a nuestros clásicos, aprendí y valoré las diversas razones de la monarquía, pero aún faltaba algo para decidirme a dar el paso. No en vano, muchos autores de diversas escuelas, han defendido que la república presidencial es la forma funcional actual de la monarquía. Necesitaba otras razones… cordiales.

                Después de espigar en muchos libros y autores lo encontré: Eugenio VEGAS LATAPIÉ cita a este respecto unos versos de Los novios de Hornachuelos (1629), una comedia tradicionalmente atribuida a LOPE DE VEGA, pero cuya verdadera autoría, a tenor de los resultados de las más recientes investigaciones, corresponde a Luis VÉLEZ DE GUEVARA: 

“Hízose herencia después,
para evitar las disensiones
en las nuevas elecciones”.

Para terminar de perfilar este concepto de la monarquía, reproduzco inmediatamente a continuación unas palabras de Ramiro de MAEZTU en su Defensa de la Hispanidad:

“Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han de dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como el botín del vencedor”.

Por consiguiente, la monarquía auténtica es la contrarrevolución por antonomasia, puesto que tiene como virtualidad la configuración de las magistraturas políticas del Estado, entendido este término en un sentido amplio, en orden exclusivo al servicio del bien común, cuya tutela se encomienda por eso mismo a una institución que encarna los principios de unidad, continuidad, independencia, responsabilidad y legitimidad. Es cabalmente lo contrario de una democracia en el sentido genérico y vulgar, donde el poder político se configura a partir de una lucha por disfrutarlo, lo que en caso de éxito da lugar al reparto de los despojos por parte del vencedor (recuérdese, en este sentido, el sistema norteamericano de función pública, denominado significativamente spoil system).

La institución monárquica tradicional (hereditaria) surge en España, por confesión de SAN ISIDORO DE SEVILLA, para superar los males del llamado “morbo gothico”, es decir, de la sedicente monarquía electiva y las luchas despiadadas entre distintos bandos para situar en trono a sus respectivos candidatos. Es también SAN ISIDORO DE SEVILLA el que, empleando una fórmula horaciana, acuña en origen el concepto de la doble legitimidad, de origen y de ejercicio, sentando el principio de primacía de esta última: “Rex eris si recte facies, si non facies non eris”.

Desde luego, la plena vigencia de la monarquía exige la presencia y la actuación de un rey, y en orden a garantizar esas propiedades esenciales de las que hablábamos hace un instante (unidad, continuidad, independencia, responsabilidad y legitimidad) de una dinastía. Pero lo que debe quedar también meridianamente claro es que la mera presencia de un rey no equivale a la existencia de una auténtica monarquía. ¡Ojo con poner el carro delante de los bueyes¡ ¡Y ojo también con los falsos atajos¡

“Hay muchos que por su posición o por su falta de formación política, por desesperación o falta de formación política, no ven de la restauración más que la presencia de un príncipe en el Trono, esperando que este solo hecho resuelva los problemas y despeje las dificultades, sin considerar que, por lleno de prestigio y de autoridad que estuviese, ni podría gobernar debidamente en medio de la actual desorganización, ni serviría eficazmente al bien común con instrumentos improvisados de gobierno, ni mejoraría en nada el resultado nefasto del actual sistema si, limitándose a sustituir con carácter permanente al Jefe del Estado, conservaba aquél en sus esencias”. (Manifiesto de Don JAVIER DE BORBÓN-PARMA Y BRAGANZA a los carlistas el día de Santiago de 1941).

Desde luego, con ARISTÓTELES, CICERÓN, SAN ISIDORO DE SEVILLA, SANTO TOMÁS DE AQUINO, SAN ROBERTO BELARMINO, LA TOUR DU PIN, DEMONGEOT y muchos otros autores clásicos, los tradicionalistas aceptamos que el sistema de gobierno razonablemente óptimo debe ser mixto, es decir, una monarquía templada con elementos aristocráticos y democráticos. Ahora bien, en el sentido moderno de estos términos, concebimos la monarquía tradicional como algo diverso y opuesto tanto a la democracia liberal en general como a sus derivadas sucesivas de índole más o menos totalitaria. Por tanto, la monarquía es la forma de gobierno coherente con un orden social basado en los principios de la legitimidad española, en los términos en que tales principios fueron definidos en su Decreto de 23 de enero de 1936 por Don ALFONSO CARLOS I.

Partiendo de estas premisas, los carlistas somos monárquicos. Queremos un rey, sí, pero no queremos un rey a cualquier precio, a toda costa, nunca sobre todo a costa de perder nuestra propia identidad. Esto último nos convertiría, de hecho, en un partido político más al uso, cuyo único objetivo es la conquista y disfrute del poder del Estado, y privaría de todo sentido a la pervivencia secular del carlismo, que se ha mantenido fiel a sus principios frente a los repetidos cantos de sirena de diversas fuerzas políticas, supuestamente afines y aparentemente con más poder e influencia, prácticamente fenecidas todas a día de hoy.

“… la extinción de la línea augusta y venerada de los titulares de la legitimidad de origen no acarrea la muerte del Carlismo, en la medida en que el Carlismo, lejos de dar en fenómeno transitorio moderno, significa la médula secular de las Españas.
El pueblo carlista, la llamada por CARLOS VII «la dinastía de mis admirados carlistas», podrá discernir sus adhesiones a aquel príncipe que, asumida la bandera de los principios españolísimos que cifran la legitimidad en el ejercicio, se hallen más cerca de la línea egregia que cierra ALFONSO CARLOS I. No se tratará de una elección, porque los reyes legítimos se acatan y no se eligen; ni de una instauración nueva, mientras queden posibilidades de anudar con los vástagos restantes de la dinastía legítima, en el supuesto obvio de que avalen la legitimidad de origen que pueda asistirles con la necesaria legitimidad de ejercicio.
(…).
También se ha de notar, que los puntos del lema tradicionalista no tienen valor «igual». Por el contrario, se hallan «jerarquizados» a tenor de su importancia práctica y su alcance lógico. El rey ha de encarnar la institución monárquica, según muestra el hecho de que la legitimidad de origen está subordinada a la de ejercicio. Por eso no le es lícito anteponer intereses personales al bien mayor que es la «realeza».
(…).
Cuando se haya de tasar, en cada caso determinado, la importancia de los puntos determinados de referencia política – sobre todo cuando surjan discrepancias o disyuntivas para elegir entre alguno de ellos que contraste con cualquiera de los restantes – el orden de valores es claro: «de más a menos, sigue el orden de Dios, patria, fueros, realeza y rey».
Interpretar los temas de la doctrina tradicionalista alterando esa tabla jerarquizada de valores políticos está vedado al carlista. Y no por una sinrazón arbitraria, sino por una razón elemental: que cuando se altera la prioridad natural de tales valores, aunque en la alteración parezcan salvarse particularmente cada uno de los valores, en realidad se los destruye a todos. Incluso el que se pretendía supervalorar o favorecer. Sobre esto, la experiencia histórica de la teoría y de la práctica del carlismo es concluyente.
(…).
En fin, la monarquía carlista es una monarquía hereditaria, de acuerdo con la enseñanza uniforme y secular de todos los clásicos del pensamiento político español, que han considerado la electividad como una fórmula excepcional, para casos como el de Caspe. Leyes especiales habrán de regular la unidad de procedimientos para asegurar la unidad de la monarquía en el reconocimiento de la misma legitimidad de origen en el llamado a la sucesión. (…)”. (¿Qué es el carlismo? Centro de Estudios Históricos y Políticos “General ZUMALACÁRREGUI”, 1971).

Decía Don José CALVO SOTELO, un ilustre converso al tradicionalismo, que “no basta para ser monárquico, en la vida pública española, la adhesión personal a uno u otro Rey, a una u otra persona augusta; no basta ya eso. El que es monárquico por amistad a un Rey, lo dijo CÁNOVAS, no es monárquico, es amigo del Rey, cosa muy distinta. El que es monárquico por afecto a la persona real, si no siente a la Monarquía incurre en servilismo, como incurre en indignidad el que siendo monárquico abandona la idea por desafecto a la persona que la puede encarnar. El ser monárquico depende de un principio que encarna una distinción, y todo lo demás son ganas de perder el tiempo o de intentar justificar ante el prójimo defecciones incomprensibles. (…). No importa que puedan pasar por las alturas del Trono hombres que adolezcan de defectos: los Reyes son también hombres. Lo que importa es conservar el Trono y la Corona, que con una Corona y un Trono, y aun sin el Rey, muchas veces pueden regirse los pueblos. (…). Nosotros creemos que la primera piedra puede ser, debe ser, la construcción del nuevo Estado; y cuando hayamos dado al Estado cimientos sólidos que entronquen con la tradición y la continuidad de mando, entonces será la hora de levantar el Trono, no sobre una base frágil y movediza que encierre una guerra civil como la que ahora divide a los españoles, sino sobre cimientos perdurables, indiscutibles y consistentes del Estado que llamamos nuevo, con verdadera injusticia, porque es tan viejo que España había ya dado de ello un ejemplo al mundo. La Corona y la Cruz han de ser la cúpula que rematará el edificio”. (Discurso en el Teatro Price de Barcelona, 19 de enero de 1936).

Nadie levanta un edificio comenzando por el tejado. Debemos luchar por la efectiva implantación de un orden social basado en la justicia, en los principios de la legitimidad española. Sólo en ese contexto tiene sentido la restauración o la instauración de la monarquía hereditaria en una dinastía, nueva o preexistente, en la que concurra esa doble legitimidad, de origen y de ejercicio.

Nos jugamos mucho, sobre todo en esta hora de la verdad que nos ha tocado vivir. Desde Aragón, pensamos que por muchas razones, de modo particular por las múltiples y terribles defecciones que se han producido históricamente en la realeza, hemos llegado a una de esas situaciones excepcionales que demandarían como solución justa una suerte de Compromiso de Caspe. Pero para que esto fuera posible, sería imprescindible la convocatoria de Cortes auténticamente representativas, y eso no es posible en un estado de cosas en que la Revolución ha devastado y sometido a esclavitud a todas las comunidades y cuerpos intermedios de la Patria. El Rey Legítimo de las Españas no puede fundar su autoridad en la investidura por parte de la oligarquía de los partidos. Menos aún, podemos aceptar el expediente fraudulento de una especie de Regencia improvisada e integrada por compromisarios ilustres de una organización política carlista, que formule algo así como una nominación para el Trono de San Fernando.

Hay que empezar por la acción social: es el único camino. Tenemos que procurar encarnar la tradición histórica de las Españas en la vida social, recuperando la España real y entonces, sólo entonces, podremos darle un marchamo político definitivo en la España oficial. Por eso, como dice el “poeta de Castilla”:

“Despacito y buena letra,
el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas”.
(A.   MACHADO, Proverbios y Cantares nº XXIV)


Javier Alonso Diéguez


PS: Conste que lo de “despacito” no es una invitación a la pereza o al ritmo caribeño, sino una llamada a evitar la precipitación y sobre todo… la impaciencia, que tantas cosas buenas ha malogrado. Por lo demás, hay mucha tarea por delante y cuanto antes nos pongamos manos a la obra antes podremos culminarla.






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