Refutado por investigadores heridos en su cuadriculado
entendimiento, atacado por incrédulos de toda laya y sometido ocasionalmente a
una lectura de bazar de feria bien típica de nuestro descreído tiempo, el
Milagro de Calanda se impone, al menos por la naturaleza de los hechos y
aplastante veracidad del mismo, como uno de los más inauditos, sorprendentes e
indiscutibles de los habidos en la historia del Cristianismo.
El hecho empírico, el Milagro de milagros, se
impondría así y de este modo -confirmada su veracidad- como una de las más
certeras evidencias de la posibilidad del milagro (del latín miraculum, derivado de mirari: asombrase) en el mundo
terreno, con todas sus consecuencias: desde la certeza de una entidad divina
autora (Dios) hasta la superación de los esquemas prototípicos de la milagrería
occidental.
Lo primero que propicia en el escéptico (advertimos
que no es nuestro caso, faltaría más: ¡somos católicos!) el
"extañamiento" es la asombrosa documentación que sobre éste persiste:
un buen puñado de papeles que confirman lo que en principio y a priori difícilmente podría
ser aceptado por cualquier entendimiento humano aferrado a la materia, con fe o
sin ella: que una pierna amputada -"una pierna muerta y enterrada",
como reza el conocido romance popular- le sea restituida al propio mutilado por
intervención de la Virgen del Pilar. Este hecho extraordinario, que como
decimos será puesto en duda -siempre a la ligera- y hasta
"desmontado" -de forma inconsecuente, como con tan mala fe ha hecho
un charlatán de la calaña de Brian Dunning- por propios y extraños, tiene a su
favor un documento sin el cual todo quedaría en espejismo dudoso para el
moderno henchido de empirismo y evidencia: se trata del Acto público del notario Miguel Andreu, de
Mazaleón, testificado en Calanda el 2 de abril de 1640, escrito
apenas cinco días después del milagro. Sin este documento esencial, reiteramos,
el Milagro de Calanda sería uno de tantos, producto claro de una época bien
dada a ellos, donde fe y exaltación espiritual (de la que tan necesitada está
esta época nuestra) formaban una pareja recurrente. Mas el texto existe para
nuestra suerte. El segundo documento en importancia -al menos desde la
perspectiva histórica del hecho-, sería la Sentencia del Arzobispo de Zaragoza, D. Pedro Apaolaza Ramírez, de 27
de abril de 1641, declarando milagrosa la restitución súbita a Miguel Juan
Pellicer de su pierna derecha amputada, relectura atenta del
suceso, escrita con una corrección de estilo ausente en el previo, y afirmación
definitiva del Milagro como tal. Caso único en la historia, que sepamos.
La voz más autorizada sobre el presente, Don Tomás
Domingo Pérez, canónigo archivero-bibliotecario de la S.I.M., puntualizando,
escribe al respecto: "Para
constatar la realidad del hecho histórico hay que distinguir las diversas épocas,
ponderando, por ejemplo, la diferencia entre la Edad Media, aún infantil e
ingenua, y la Edad Moderna, ya más crítica y racional; ni es lo mismo la simple
transmisión oral que la existencia de fuentes, sobre todo si son coetáneas"
(El Milagro de Calanda,
Cabildo Metropolitano de Zaragoza, 1987). En efecto, he aquí el gran quebradero
de cabeza de todo escéptico cegado a la Verdad: la irrefutabilidad de unos
documentos legítimos.
Recordemos, empero, las circunstancias del Milagro, su
protagonista pasivo y el lugar donde éste tuvo lugar.
Ocurrió la noche del 29 de marzo de 1640, en la villa
turolense de Calanda y en la persona de Miguel Juan Pellicer, joven mutilado de
la pierna derecha, que le había sido amputada -cuatro dedos por debajo de la
rodilla- dos años y cinco meses antes, a finales de julio de 1637 en Castellón,
al pasarle por encima un carro lleno de trigo. Pellicer, que por entonces
contaba diecinueve años de edad, fue llevado al Hospital de Valencia, donde la
herida le fue sometida a una deficiente cura. Nostálgico de su tierra, se
encaminó cinco días después hacia Zaragoza, subsistiendo a base de limosnas, y
llegando a ésta en los primeros días de octubre de dicho año. Lo primero que
visitó fue el templo de Nuestra Señora del Pilar, siendo ingresado a
continuación en el Hospital de Gracia, donde le fue amputada la pierna dado su
penoso estado.
Las informaciones y sutilezas de detalle de
que disponemos sobre este peregrinaje son muchas y más que suficientes. Lo
más significativo, con todo, viene después: tras practicar la mendicidad a las
puertas del Pilar, donde Miguel Juan adquirió cierta popularidad como
pordiosero habitual en la capilla de Nuestra Señora de la Esperanza, y tras oír
misa diaria en la Santa Capilla, regresaría a su Calanda natal. El viaje, largo
y difícil, culminaría finalmente. A la espera (inesperada) de la noche del 29
de marzo de 1640, todo cuanto hasta ahora hemos apuntado nada tiene de
extraordinario. Sin embargo, aquella noche algo sobrecogedor, inexplicable,
glorioso en su excelso significado, iba a ocurrir: tras encomendarse, como
hacía siempre, a la Santísima Virgen del Pilar, el infeliz se durmió... Fueron
sus padres los que al entrar en el aposento del hijo, horas después,
reconocieron con la luz del candil que Miguel Juan tenía no ya una, sino las
dos piernas.
Tal y como confesaría después Pellicer, éste soñó que
la Virgen del Pilar le había traído y puesto la pierna antaño amputada. Para
sorpresa de los médicos y del pueblo en general, algunas de las heridas y
marcas de la pierna pretérita aparecían en la "nueva" pierna (que no
era una nueva pierna, sino su "antigua" pierna). Este hecho de
resonancia europea marcaría la vida de nuestro hombre, hasta el punto de que el
propio Felipe IV, recibiéndolo en su corte, le besaría la resucitada pierna.
Breve, con todo, sería la vida de Miguel Juan, que al
parecer falleció el 12 de septiembre de 1647 en Velilla de Ebro (Zaragoza), con
solamente treinta años de edad.
Sea como fuere, el Milagro, el hecho extraordinario en
sí, quedó allí anotado, en esos preciosos documentos, tan esclarecedores como
enigmáticos. Y las preguntas, en consecuencia, no dejarán de volver a
replantearse en una época como la nuestra, una época que ha enterrado la fe
religiosa de los hombres como si de una debilidad se tratase. Ante el único
milagro documentado de la Historia, todas preguntas devienen redundantes y
faltas de sentido: aceptar su veracidad o negarla totalmente es indiferente. El
milagro en cuanto tal persiste, y así será en tanto que ocurrió (tal y como la
historia, la posible y a menudo falsificadora Historia, nos ha confirmado a
través de multitud de estudios circulares, testimonios, obras de arte). Sin
embargo, la fuerza de la razón, la mera intuición, parece invitar a muchos a
dudar, a negar lo ocurrido, prescindiendo así de la Fe, de una fe que nuestra
época pragmática y sombría parece negar a cada golpe de segundero. Pero, ¿qué
juicio puede darse por definitivo, cerrado?
El por muchos llamado Milagro de milagros, el Milagro
de Calanda, realizado por la Virgen del Pilar en la persona de su mutilado
devoto Miguel Juan Pellicer, permanecerá así en el archivo de las glorias del
Catolicismo, desafiante al paso del tiempo, de la fatua razón y de las vanas
apariencias de este mundo.
José Antonio Bielsa Arbiol
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