LO JUSTO, LO INJUSTO Y LA NATURALEZA DE LAS COSAS (I)



Con el principio de este último mes del año 2018, la Comunión Tradicionalista Carlista ha iniciado una campaña contra la imposición totalitaria, a través del aparato del Estado, de la ideología de género, ya desde las primeras etapas del sistema educativo. Siguiendo a XÉNIUS, el propósito de estas líneas no es otro que aportar una serie de reflexiones sobre la importancia del concepto de la naturaleza de las cosas dentro del orden jurídico y en particular en lo que atañe al ejercicio de la potestad legislativa, elevando una serie de supuestos concretos a una categoría de general aplicación.

Ya PLATÓN, en su tratado Νόμοι (“Las Leyes”: X, 890) señalaba por boca del cretense CLINIAS que las leyes existen por naturaleza o por algo no inferior a la naturaleza si en verdad, conforme a un recto razonamiento, son criaturas de la inteligencia”.

ARISTÓTELES explicaba, por su parte, en Tα Μετα Tα Φυσικά (“La Metafísica”: I, III, in fine) que “cuando hubo un hombre que proclamó que en la naturaleza, al modo que sucede con los animales, había una inteligencia causa del concierto y del orden universal [κόσμος], pareció que este hombre era el único que estaba en el pleno uso de su razón, en contraste con las divagaciones de sus predecesores. (…). Sabemos, sin que ofrezca duda, que ANAXÁGORAS se consagró al examen de este punto de vista de la ciencia. Puede decirse, sin embargo, que HERMOTINO DE CLAZÓMENAS lo indicó primero. Estos dos filósofos alcanzaron, pues, la concepción de la inteligencia y establecieron que la causa del orden es, a un mismo tiempo, el principio de los seres y la causa que les imprime el movimiento”.

En el Derecho Romano clásico, la fuente primera del Ius, concebido como “iusti et iniusti scientia”, la ciencia de lo justo y de lo injusto, era la “divinarum atque humanarum rerum notitiae”, esto es, el conocimiento de las cosas divinas y humanas (ULPIANO, Digesto, 1, 1, 1, 10, § 2).  M. T. CICERÓN explicaba, en el mismo sentido, que “es verdaderamente estultísimo aquello de estimar que son justas todas las cosas que hayan sido decretadas en las instituciones y leyes de los pueblos. ¿Aun cuando tales leyes sean de tiranos? (…) y aunque todos los atenienses se deleitasen en aquellas leyes tiránicas, ¿acaso por eso aquellas leyes serían tenidas por justas? (…). Hay, pues, un solo Derecho, por el cual ha sido ligada la sociedad de los hombres y al cual ha constituido una sola ley; ley que es la recta razón de mandar y prohibir; el que ignora la cual, aquél es injusto, ya si ha sido escrita ella en alguna parte, ya si en ninguna. Porque si la justicia es la obediencia a las leyes escritas y a las instituciones de los pueblos, y si, (…), todas las cosas han de ser medidas por la utilidad, descuidará las leyes y las quebrantará, si pudiere, aquél que repute haber de ser esa una cosa fructífera para sí. Así sucede que sea enteramente nula la justicia si no está en la naturaleza, y aquella que es constituida por causa de utilidad, por otra utilidad es destruida. Y si el Derecho no ha de ser confirmado por la naturaleza,  todas las virtudes serán disipadas. Porque ¿dónde podrá existir la liberalidad, dónde el amor a la patria, dónde la piedad, dónde la voluntad o de merecer bien de otro o de volverle gratitud? Porque estas cosas nacen de aquello que, por naturaleza, somos propensos a estimar los hombres; lo cual es el fundamento del Derecho. (…).

Porque si por los mandatos de los pueblos, si por los decretos de los príncipes, si por las sentencias de los jueces, fueran constituidos los derechos, sería derecho latrocinar, derecho adulterar, derecho suponer testamentos falsos, si estas cosas fueran aprobadas por los sufragios u ordenanzas de la multitud. Si esta potestad tan grande hay en las sentencias y mandatos de los necios, que por los sufragios de ellos sea subvertida la naturaleza de las cosas, ¿por qué no sancionan que las cosas que son malas y perniciosas sean tenidas por buenas y saludables? y ¿por qué no sancionan que las cosas que son malas y perniciosas sean tenidas por buenas y saludables? y ¿por qué, cuando la ley puede hacer un derecho de una injusticia, no puede hacer ella misma una cosa buena de una mala? Es que nosotros por ninguna otra norma sino la de la naturaleza podemos distinguir una ley buena de una mala. Y no sólo son discernidos por la naturaleza el derecho y la injusticia, sino absolutamente todas las cosas honestas y torpes. Porque también la común inteligencia nos ha hecho notorias esas cosas, y las ha incoado en nuestras almas, para que las honestas sean puestas en la virtud, las torpes en los vicios. Y estimar puestas estas cosas en la opinión es propio de un demente”.  

El Derecho y las leyes tienen un fundamento universal, de modo que el llamado Ius Civile, es decir, el propio de la civitas quedaba “reducido, diríamos, a una parte de proporciones muy pequeñas…” En esta concepción, el principio constitutivo del Derecho proviene “de aquella ley fundamental que nació para todos los siglos, antes de que se escribiera ninguna ley o de que se organizara ninguna ciudad” (De legibus, I, 15, 16, 17, 18 y 19). Por eso, concluye Álvaro D’ORS en una introducción a este tratado de CICERÓN (edición del Instituto de Estudios Políticos, 1953), la ley de verdad es la «ratio divina» que el hombre «sabio» descubre en la misma naturaleza.

En el siglo XIII, un siglo de plerosis filosófico-teológica, Santo TOMÁS DE AQUINO distingue cuatro tipos de ley: eterna, natural, divina positiva y humana. La ley eterna tiene naturaleza ontológica: “todo el conjunto del universo está sometido al gobierno de la razón divina”, que “es aplicada por Dios al gobierno de aquellas cosas que Él conoce con anterioridad” (Summa Theologiae, 1a-2ae, 91, resp y ad 1). La ley natural, en cambio, es de naturaleza gnoseológica; es la “participación en la ley eterna de la criatura racional” (Íbidem, 91, 2, resp y ad 3). La ley divina positiva es una especie de suplemento de la natural, pues dada la actual condición de nuestra naturaleza (“vulnerata” por el pecado original y los pecados personales), por la ley natural participamos en la ley eterna “sólo en la medida que lo permite la capacidad de la persona humana” (Íbidem, 4, ad 1, y 5, ad 3). La ley humana, en este contexto, es un “dictamen de la razón práctica”, por el cual, “partiendo de los preceptos de la ley natural, como principios generales e indemostrables”, nuestra razón llega “a obtener soluciones más concretas” (Íbidem, 3, resp); en un sentido más técnico, la define como una ordenación de la razón, dirigida al bien común, y promulgada por aquél que tiene a su cargo el gobierno de la comunidad. (Íbidem, 90, 4, resp). En la doctrina del Doctor Angélico, las leyes injustas no son leyes, no tienen de ley más que el nombre, son pura violencia más que leyes: “Magis sunt violentiae quam leges” (Íbidem, 96, 4).

Hasta aquí la corriente principal del pensamiento jurídico siguió una trayectoria rectilínea y ascendente. Escribe Michel VILLEY en referencia al vuelco inmanentista (idealista) y voluntarista característico de la Modernidad, que “cuando se ha errado de camino y se ha llegado a un «impasse» […], mejor que perderse sin resultado en las fragosidades de la derecha o de la izquierda es retroceder hasta la encrucijada. Es decir, en nuestra moderna situación, puede resultar tal vez lo más corto remontarse hasta la encrucijada. Es decir, en nuestra moderna situación, puede resultar tal vez lo más corto remontarse al gran debate filosófico de la escolástica medieval, al momento decisivo de elegir entre SANTO TOMÁS y OCKHAM, en el momento en que el nominalismo y el realismo cruzaron sus espadas” (La formation de la pensé juridique moderne. Cours d’histoire de la philosophie du Droit, París, 1968). Una aproximación similar llevó a Richard M. WEAVER, en su célebre obra Ideas have consequences, a postular como causa de la decadencia de Occidente la opción epistemológica por el nominalismo.

Guillermo de OCKHAM niega que exista un orden en la naturaleza ni siquiera en la mente de Dios. Según él, las denominaciones dadas a los universales no son sino signos expresivos, nombres, que sirven lingüísticamente para connotar la concurrencia de varios fenómenos singulares, significando un conocimiento confuso, imperfecto y parcial, indiferenciado de los individuos comprendidos en la denominación. Así trasladó al mundo del lenguaje y del pensamiento lo que por el realismo metódico se observa como géneros y especies de las cosas y como orden ínsito en ellas (Juan B. VALLET DE GOYTISOLO, Metodología de la determinación del Derecho, 1994).

Resurgieron así, revestidas con otro atrezzo, las doctrinas averroístas de la doble verdad, y la evolución de este planteamiento condujo a la dicotomía racionalista entre res cogitans y res extensa, postulada en primer término por el propio DESCARTES. Esta contraposición entre el mundo material e inerte, y el mundo del espíritu, dominado por el dinamismo de la voluntad, divina o humana, dio origen de modo análogo a las doctrinas del empirismo radical. Francis BACON aplicó a las ciencias humanas el nuevo método que GALILEO había utilizado para las ciencias físicas, el resolutivo-compositivo o analítico-sintético. La naturaleza sólo debe ser tenida en cuenta para lograr vencer sus resistencias al dominio absoluto por el hombre. En coherencia con ello, rechazará las causalidades formales y finales y reconocerá tan sólo a la causa eficiente como explicación de los fenómenos sociales bajo una perspectiva estrictamente mecanicista.

La apoteosis del nominalismo llegará con Thomas HOBBES, para quien todo entendimiento y todo progreso lingüístico resultan de convenciones, por las que se asigna sentido y contenido a las palabras, lo mismo que se impone un orden a la sociedad humana. La antropología parte del examen del hombre aislado, en estado asocial, ciñéndose al análisis de sus sensaciones; no queda rastro en él de sentido o razón natural capaz de enjuiciar moralmente lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.

La fractura nominalista, que implica el rechazo de un orden inteligente e inteligible en todo el universo, trató de superarse en un primer momento a través del monismo panteísta de Baruch SPINOZA. Este planteamiento, sin embargo, incurrió por su parte en un determinismo universal que, identificando a Dios con la naturaleza, concibe las dimensiones mental y corporal del hombre como dos modos finitos de ser, dos atributos de la sustancia divina (Juan B. VALLET DE GOYTISOLO, Montesquieu. Leyes, gobiernos y poderes, Madrid, Cívitas, 1986).

R. P.


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