El callejón sin salida a que conduce la
filosofía moderna de la inmanencia se pone especialmente de manifiesto en el
fenómeno que Michel VILLEY designa como “la
rebelión de las cosas” (La nature
des choses dans l’historie et la philosophie du Droit, en “Droit et nature des choses. Travaux du
Coloque de philosophie du Droit comparé”. Université de Toulouse, 1965). El
proyecto baconiano de “dominar” todas
las cosas, aunque sea “obedeciéndolas”
en lo que se considere su “línea
inatacable de resistencia”, desemboca en una corrupción maximalista de esa
misma realidad. VILLEY califica este resultado como “curioso castigo del orgullo humano”. La filosofía de la inmanencia
“había creído restituir al hombre el
dominio de la producción del Derecho, liberando el Derecho de la naturaleza,
sin tener que pedir a ésta sino informaciones técnicas”.
“La
naturaleza olvidada se venga, expulsada de la teoría de las fuentes del
Derecho, vuelve como el demonio del Evangelio, siete veces más fuerte;
readmitida la naturaleza de las cosas como simple sirvienta se hace dueña del
Derecho”. Pero ya no será
la naturaleza como orden inteligente del universo o cosmos, sino como “deus ex machina”, como concepción
determinista y mecánica de toda la realidad, expuesta en los términos de un
cientismo prometeico.
En su Traité
des lois civiles prises dans leur ordre natural (París, 1689) Jean DOMAT, jurista de la corte de LUIS XIV, aun ya
inficionado de jansenismo y racionalismo y constituyendo el referente más
inmediato de la codificación revolucionaria que tendría lugar en Francia apenas
un siglo después, continuaba distinguiendo entre leyes inmutables, que
reciben esta denominación porque “son naturales y de tal modo siempre
justas”, y leyes arbitrarias, definidas por contraposición a las
anteriores como las “establecidas por quienes tienen derecho [poder] de
hacer leyes o por algún uso o alguna costumbre”.
En línea con el
planteamiento clásico, MONTESQUIEU, en su obra L’esprit des Lois (1748: 1,1,1), escribió que “las leyes en la significación más común son
las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas y,
en este sentido, todos los seres tienen sus leyes. La Divinidad tiene sus
leyes; el mundo natural tiene sus leyes; las inteligencias superiores al hombre
tienen sus leyes; el hombre tiene sus leyes”. Las leyes responden a “a una razón primera” y “son las relaciones que existen entre ella y
los diferentes seres, y las relaciones de estos diversos seres entre sí” (Íbidem, 1,1,3). El jurista bordelés
llega a afirmar que “decir que nada hay
justo ni injusto sino lo que ordenan o prohíben leyes positivas, equivale a
decir que antes de trazarse el círculo no eran iguales todos los radios” (Íbidem, 8).
Incluso
el autor principal del Code napoleónico de 1804, Jean-Étienne Marie PORTALIS,
en su Discours préliminaire sur le Project de Code Civil mantiene que el
Derecho es la razón universal, la suprema razón fundada en la naturaleza
misma de las cosas. Las leyes son o deben ser el Derecho reducido a reglas
positivas. El Derecho es moralmente obligatorio; pero por sí solo no lleva
consigo coacción ninguna; él dirige, las leyes ordenan, sirve de brújula y las
leyes de compás. (…). Como quiera que sea, las leyes positivas, jamás podrán
reemplazar enteramente el uso de la razón natural en los quehaceres de la vida.
Las necesidades de la sociedad son tan varias, sus intereses tan múltiples, y
sus relaciones tan extendidas, que resulta imposible al legislador proveer a
todo. (…). De ahí que en todas las naciones civilizadas se vea formarse
siempre, junto al santuario de las leyes y bajo la vigilancia del legislador,
un depósito de aforismos, de decisiones, de doctrina que diariamente se depura
por la práctica y el choque en los debates judiciales, que acrecienta sin
cesar, por obra de todos, los conocimientos adquiridos y que, en todo momento,
ha sido considerado como un suplemento de la legislación”.
En este contexto histórico surge y acaba
por imponerse el concepto revolucionario de soberanía como poder absoluto e ilimitado. No deja de
ser significativo en relación con el tema del que traen causa estas reflexiones
el hecho de que, en el ámbito de la revolución inglesa, el jurista ginebrino Jean-Louis
DE LOLME (1740-1806) delimitara la soberanía del parlamento británico señalando
que “todo lo puede salvo convertir a un hombre en mujer” (¡).
Desde el punto de vista de la ciencia jurídica en cuanto tal, el
repudio de la naturaleza de las cosas como fuente del Derecho y de las
relaciones jurídicas en general, alcanza una formalización plena, consciente y
completa en la teoría positivista formulada por Hans KELSEN, que constituye a
día de hoy el auténtico cañamazo de la enseñanza del Derecho en la
práctica totalidad de las Universidades. A presentar su teoría pura del Derecho,
KELSEN afirma que “determinado el Derecho como norma y limitada la ciencia
jurídica al conocimiento de las normas, precisa trazar los límites entre el
Derecho y la naturaleza, y entre la ciencia jurídica y todas aquellas ciencias
enderezadas a suministrar una explicación causal de los fenómenos naturales” (El
método y los conceptos fundamentales de la razón pura del Derecho).
Como no podía ser de otra manera, para justificar esta dicotomía KELSEN
se acoge a la célebre falacia naturalista esgrimida por HUME. Así,
distingue entre ser – la mera conducta fáctica - y deber ser –
esa misma conducta en cuanto está permitida o facultada para los individuos -
como ámbitos respectivos de las ciencias de la naturaleza y de la ciencia del
Derecho. Para KELSEN la naturaleza tiene como principio ordenador la causalidad
física o mecánica, mientras que el Derecho se fundamenta en la mera imputación
o atribución de una consecuencia jurídica a la conducta fáctica (Teoría
pura del Derecho, 1933).
Este planteamiento ha sido rechazado con especial lucidez por algunos
autores (v., por todos, Ángel SÁNCHEZ DE LA TORRE , El Derecho en
la aventura europea de la libertad, 1986) que señalan “el
despropósito de incluir en el saco unitario del «ser» cualquier elemento
integrado en la realidad jurídica, simplemente por no llenar las condiciones
lógico-objetivas imprescindibles para ser ensartado, para su estudio, en la
«teoría pura» del Derecho. Pretender que cualquier factor «sociológico» sea
tratado como «ser», igual que otro «psicológico» y que otro «valorativo», es
incurrir en una categorización residual, sólo imaginable desde la arbitrariedad
en que se ha asumido el compromiso teórico de fijarse, exclusivamente en el
género de «formalismo» aislado por KELSEN”. En concreto “han sido
dejados de lado elementos integrantes de la realidad jurídica que merecen…
constituirse en tema central”, por referirse, nada menos, que “al
tratamiento jurídico de la «libertad humana»”. Y es que “la norma
jurídica no se refiere a toda conducta”, sino sólo a la que se caracteriza
por su libertad, requerida para poderle aplicar un deber ser y ello
presupone un poder ser. En consecuencia, “el objeto de la regulación
jurídica no es la conducta (la cual pertenece al «ser»), sino “las
posibilidades pragmáticas de conducta, lo cual pertenece a la «libertad»”.
Como aragoneses no podemos menos que enorgullecernos de que una de las
formulaciones alternativas mejor elaboradas al formalismo y al voluntarismo
jurídico positivista sea obra - como puso de manifiesto el doctor Juan B.
VALLET DE GOYTISOLO en su discurso de ingreso en la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas, pronunciado el 4 de noviembre de 1986 - del León
de Graus, Don Joaquín COSTA. Para el ilustre jurisconsulto aragonés, “el
Derecho y la vida tienen una «relación mutua» que estima «de todo punto
necesaria», pues el Derecho «está dado para la vida», a fin de «informarla»
para que sea realizada «en forma de Derecho», pues la vida del Derecho es «la
realización o determinación del Derecho como principio esencial y eterno en una
serie de hechos o estados temporales y sensibles (positivos) mediante la
actividad de un sujeto racional”. En congruencia con todo ello, “no cabe
que la ciencia del Derecho se haga abstracta ni se aísle de la naturaleza ni de
la moral, en contraposición con el esfuerzo de KELSEN por depurarla de éstas.
(…). Lo que para KELSEN ha significado purificar, está claro que para COSTA
hubiera sido mutilar, privando de todo sentido a lo purificado, que perdería
toda su esencia y verdadera significación. (…).
«Tampoco se halla el fundamento y criterio del
Derecho en las leyes positivas; el Derecho es anterior y superior a ellas,
regla y medida para juzgarlas…» «El Derecho es un bien, una esencia, una
categoría real, una idea sustantiva, no depende de nada ni de nadie, tiene en
sí mismo su fundamento inmediato, es ley por sí propio, no existe fuera de él
medida ni criterio para juzgarlo, antes bien, constituye de por sí una de
tantas reglas infalibles e inmutables para obrar, y uno de tantos criterios
impersonales para apreciar la bondad de los actos humanos». Regla y criterio
que «reside en la naturaleza misma de las cosas, y sólo cuando se obra
conforme a ellas, los actos son buenos, derechos y justos»”.
En una línea análoga de pensamiento, Eugenio VEGAS LATAPIÉ apuntaba en Romanticismo
y democracia (1938) que la naturaleza tiene una existencia objetiva y
no es una creación del hombre, sino que, por el contrario, es independiente de
nuestra voluntad y tiene unas leyes que el hombre debe descubrir y a la que ha
de acomodar sus actos libres. Cuando se ignoran o se rechazan esas leyes, se da
lugar a toda clase de males y excesos en la vida social. “La negación de la
existencia objetiva de los principios fundamentales del orden jurídico priva a
las leyes de toda justificación racional y por el subjetivismo arrastra a las
naciones a la anarquía”. Por esta razón, el historicismo y el formalismo
jurídico para los que “el contenido de la ley no interesa para nada, ni nada
significa” son manifiestamente reprobables. “La doctrina jurídica
moderna ignora la existencia del orden natural de los seres y de las cosas y
reconoce al Estado el derecho a hacer el mal: la injusticia legal”.
“Dos requisitos
son, pues, precisos para que un precepto pueda ser considerado como ley. Es el
primero, que lo dicte quien tiene tal misión en la sociedad (Rey, Cortes,
Parlamento). El segundo, es que este precepto del Rey, del Parlamento o de las
Cortes, sea conforme con el bien común, o en otras palabras, que se derive
de la naturaleza de las cosas. Todas las órdenes que den los
legisladores (Reyes o Asambleas), que sean contrarias al bien común o a
la naturaleza de las cosas, no son leyes, y, por tanto, no obligan. De lo
expuesto se deduce que por encima de la voluntad del legislador (uno
solo, varios, o aún todos los connacionales por medio de los plebiscitos o
referéndums), hay toda una serie de normas – leyes de la naturaleza, Derecho
natural, idea de Justicia, según los autores – a las que aquél debe conformar
sus mandatos” (Sufragio universal,
“Acción Española” nº 28, 1-V-1933).
El autor de “El contrato social” – poco o nada sospechoso
en este sentido - llegó a escribir en ésta su gran obra política las siguientes
palabras: “Si el legislador, equivocándose en su objeto establece un
principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, el Estado no
cesará de verte agitado, hasta que ese principio quede destruido o cambiado y
que la invencible naturaleza haya recobrado su imperio”.
En definitiva,
y como ya apuntó Walter LIPPMANN en La crisis de la democracia occidental
(Editorial Hispano, Barcelona ,1956), “…el
punto crucial del problema no se halla donde los filósofos y teólogos pueden
estar en desacuerdo, sino en el reconocimiento de que existe una Ley que, tanto
si se parte del mandato divino como de la razón humana, resulta trascendente.
Se reconoció asimismo que esa Ley no era sólo el fruto de la decisión de
algunos hombres. No obedecía a la fantasía, a los prejuicios de la voluntad o a
la experiencia de algunos individuos. Esta Ley existe objetivamente, no
subjetivamente. Puede ser descubierta y es preciso observarla”.
Esto es
cabalmente lo que sostenemos los legitimistas: que toda ley o acto de gobierno,
en cuanto decisión o acto humano libre, es justa o injusta, y no simplemente legal o ilegal. Existen unos principios y reglas permanentes de justicia,
que deben hallar expresión concreta en el Derecho vigente en cada época y
situación histórica. De lo contrario, la pretensión de obligatoriedad jurídica
de las normas positivas decae, pues los actos abusivos del poder tiránico no ostentan
título legítimo para reclamar la obediencia de los ciudadanos.
R. P.
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