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CRÓNICA DE UN CENTENARIO: 1118-2018

Palacio de la Aljafería, todo un símbolo del poder del viejo reino moro de Zaragoza

A partir de la batalla de Sagrajas (1086) entra en liza en el solar hispano, agitado por las luchas entre moros y cristianos, un factor inesperado: los almorávides. Durante el siglo XI, desintegrados y fracasados políticamente los califatos, que habían significado un claro predominio árabe sobre el Islam, se produjo una especie de relevo en los elementos directivos. La vieja aristocracia árabe, que acumulaba a su antigüedad en la fe la consanguinidad con la tribu del Profeta, fue sustituida por los jefes de otros pueblos de más reciente conversión: los turcos en Asia y los berberiscos en África. Los nuevos líderes imprimen a las relaciones con la Cristiandad un signo belicoso e intolerante y se asientan sobre masas fanatizadas y rudas, dejando a un lado el aire refinado y urbano de los antiguos califatos. El movimiento berberisco que dio origen al imperio almorávide tuvo un carácter eminentemente religioso, y trataba de recuperar la pureza primitiva en la práctica del Islam. El movimiento nace en torno a un viejo monasterio fortificado (ribat) ubicado a orillas del río Níger, donde un alfaqí se retira con un grupo de discípulos del clan de los Lamtuna. Los miembros de la nueva secta – designados como al-murabit um, es decir, “habitantes del ribat”- junto a la observancia rigurosa de los preceptos coránicos querían hacer de la guerra santa (jihad) su principal virtud. En menos de diez años consiguieron hacerse dueños del gran desierto; abrían sus filas a los negros.
Después de la desaparición del Cid, el rey Alfonso I de Aragón había llegado a alcanzar la consideración del más hábil y afortunado entre todos los caudillos cristianos. No era, sin embargo, un “gran político” al uso: anteponía sus deberes de guerrero, consecuencia, a su vez, de una profunda actitud religiosa, al modo de los freires de las Órdenes Militares, a cualquier otra consideración. Constituía, pues, una muestra singular de esa mezcla de monje y soldado típica del siglo XII, en cuya gestación tan significativo papel jugaría la espiritualidad del Císter.  
Precisamente, el tradicional vasallaje que el rey de Aragón y los condes catalanes ofrecieron al Papa tenía como objetivo fundamental incorporar la Reconquista al movimiento más universal de las Cruzadas. Los contingentes de cruzados tuvieron un papel decisivo en la conquista de ciudades como Barbastro y Huesca. El mismo rey Pedro, hermano de Alfonso, al que precedió en el trono, luchando “con el estandarte de la cruz”, había intentado en otro tiempo conquistar Zaragoza, y al castillo que instaló en sus proximidades puso el significativo nombre de Deus o vol (Juslibol), que no era sino el grito de guerra lanzado por el Papa en el concilio de Clermont.
El Batallador comenzó afianzando la dominación aragonesa en las Cinco Villas (1105) y en la Litera (1107), pero tuvo que interrumpir su tarea reconquistadora, ocupado durante una década en las intrigas, luchas y mezquindades a que dio lugar su matrimonio con la reina Urraca de Castilla, hija del rey Alfonso VI de Castilla, que ya barruntaba la unidad española, si bien bajo la hegemonía incontestada de Castilla, y que había llegado a proclamarse tras su entrada en Toledo como imperator totius Hispaniae. A partir de 1117, el monarca aragonés se vuelca de lleno en la liberación del valle del Ebro, empresa a la que empujaba su alma ardiente de cruzado. Sus objetivos inmediatos fueron la ocupación de Lérida y de Zaragoza; y más remotamente la conquista de Tortosa y de Valencia, para abrir una ruta que le llevara hasta Jerusalén. Estamos, pues, en pleno ideal de Cruzada.
Las tres taifas emblemáticas del poderío musulmán en el cuadrante nororiental de la Península eran Tudela, Zaragoza y Lérida. Zaragoza era el tercero de los grandes reinos fronterizos, detrás solo de Toledo y Badajoz, y en cuanto tal era objeto de las apetencias expansivas de Navarra y de Castilla. Los Tuchibíes, el clan dirigente, no tuvieron que hacer otra cosa que soltar amarras para que la semi-independencia de que gozaban de hecho se convirtiera en una independencia de derecho. En 1039, los Banu Hud, de Lérida, consiguieron suplantar a los Tuchibíes. Ellos fueron, más tarde, unos supervivientes: hasta 1110 no se entregarán a los almorávides, voluntariamente, en un desesperado e inútil intento de librarse de la presión de Alfonso el Batallador.
Alfonso requirió el concurso de sus parientes y vasallos del otro lado del Pirineo, que acudieron a la Cruzada convocada en el concilio celebrado en Toulouse a principios de 1118. Al frente de este improvisado ejército venía el conde Gastón de Bearn, que había tomado parte en la Primera Cruzada y en el asalto a Jerusalén y estaba casado con una prima del Batallador. Los caballeros que tomaron la cruz fueron muy numerosos, y no sólo en el sur de Francia, puesto que hubo contingentes vizcaínos, a las órdenes de Diego López de Haro, y catalanes, a las del conde de Pallars.
Ramón Berenguer III decidió atacar Lérida, consolidando la expansión catalana en el área del Segre y prestando un auxilio indirecto a los aragoneses, porque con ello se impedía el auxilio de la guarnición almorávide de esta ciudad. En pleno invierno el Batallador se apoderó de Almudévar, Sariñena, Gurrea y Zuera. Desde el 22 de mayo de 1118 el asedio quedó formalizado con un ataque, en que los cristianos incendiaron el barrio de curtidores y obligaron a los musulmanes a replegarse tras las murallas de la ciudad. Antes de concluir el mes de junio, los sitiadores que contaban con maquinaria bélica apropiada para batir fortalezas y asaltar murallas, procedente del contingente bearnés, eran ya dueños de la Aljafería.
La gran preocupación de Alfonso consistía ahora en evitar que acudiesen tropas almorávides en socorro de la ciudadela sitiada. Este era el cometido de Abd Allah ben Mazdalí, a quien Alín ben Yusuf nombrara en 1117 gobernador de Granada. Al conocer la pérdida de la Aljafería, anuncio evidente del fin de Zaragoza, emprendió la marcha. En Tarazona, al parecer, una victoria importante sobre las tropas que habían acudido a detenerle, y esto le permitió adelantar sus posiciones hasta Tudela. En el campamento cristiano faltaban los víveres; el obispo de Huesca, Esteban, sacrificó sus tesoros para lograr el adecuado aprovisionamiento, y fue compensado más tarde con la entrega de algunos barrios de Zaragoza. A fines de septiembre de 1118 Ibn Mazdalí se decidió a forzar el bloqueo, y penetró en la ciudad. Mes y medio más tarde, sin embargo, falleció de muerte natural. Los defensores, desesperando ya de todo socorro, solicitaron plazo para la rendición, el cual les fue otorgado.
Zaragoza se entregó en virtud de un pacto que, al sentir del cronista musulmán Ibn al-Kardabús, fue muy generoso. Los musulmanes tendrían derecho a conservar su religión, sus propiedades e incluso su estructura de gobierno. Pagarían los mismos tributos que antes, y durante un año conservarían sus domicilios dentro de las murallas, pasado el cual tendrían que habitar en el barrio de curtidores, para evitar el peligro que suponía tenerles en la fortaleza. El 18 de diciembre de 1118 Alfonso I tomó posesión de la ciudad, cumpliendo escrupulosamente todas las condiciones estipuladas para la capitulación.
Más de tres siglos después, culminaba la Reconquista por obra de los Reyes Católicos, que pusieron fin a una situación dantesca de partida, caracterizada por un estado de corrupción generalizada en las instituciones y prácticamente a todos los niveles de la sociedad de la época, que se manifestaba también en forma de conflictos, intrigas y luchas entre banderías o partidos en los diversos reinos cristianos. En frase inmortal atribuida al rey Fernando el Católico: “España unida y en orden, todo sobre ruedas”. No es casualidad que una vez neutralizado el peligro berberisco e incorporados los reinos de la Corona de Aragón a la empresa histórica de las Españas, éstas dirigieran sus esfuerzos a hacer frente al otro gran peligro, representado por el Turco, en unión con los demás pueblos cristianos del Mediterráneo y con la bendición del Romano Pontífice, bajo el estandarte de la Liga Santa que nos condujo a la victoria de la libertad cristiana en Lepanto. Ante la difícil situación que atraviesan hoy Zaragoza, Aragón y toda España,… ¿contamos de verdad hoy con motivos para la esperanza?

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