YA SOLO 4


Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón y Pamplona

MONARQUÍA LEGÍTIMA, ES DECIR, MONARQUÍA DE VERDAD

Hoy no tomamos en serio al que huye de lo presente y se refugia en la invocación de lo inactual, en vanas añoranzas de un ayer que pasó. No nos interesa nada del pasado que no pueda servirnos para afrontar los problemas que tenemos planteados. La mera repetición de viejos textos medievales, el cumplimiento formulario de rutinas trasnochadas, es algo que consideramos ridículo, si no odioso.
La Tradición nos habla de un pacto histórico entre el Rey y su pueblo, que encontrará su expresión cabal en el prólogo del Fuero General de Navarra – conocido como Fuero de Sobrarbe – y en la glosa que de él hizo el Príncipe de Viana en su Crónica. El fuero de elegir rey, es decir, la condición que se suponía había sido impuesta al primer monarca en el momento de su elección – poder destronarle si no guardaba los fueros – se relaciona con la cláusula del Privilegio de la Unión en que se autorizaba a los súbditos a elegir otro rey si éste faltaba a lo pactado. Las Cortes de Calatayud de 1461 culminaron esta construcción histórica, determinando que el Rey debía ser el primero en sujetarse a las leyes, debiendo prestar juramento de guardar el “Fuero y costumbre del Regno” en la Catedral de la Seo de Zaragoza, en presencia de cuatro diputados del reino, uno por cada brazo, y tres jurados de la ciudad de Zaragoza.
La Monarquía no es sólo un Rey, es un sistema completo. Presupone al Rey como institución social encarnada en una persona, pero no como institución única. Desde la concepción del Rey como señor natural hasta la concepción del Rey como órgano de la sociedad nacional erigido para ejercer una función específica de autoridad discurre todo un proceso histórico de evolución, de continuidad perfectiva. El Rey no es el único órgano al que se atribuyen todas las funciones de la autoridad soberana, entendida como summa auctoritas de una determinada comunidad nacional, sino el órgano que tiene la función específica de promulgar leyes, es decir, de investir de fuerza obligatoria a las disposiciones elaboradas conforme a determinados procedimientos con intervención de las Cortes, los Consejos y los Tribunales de Justicia.
El Rey en sus Consejos, los reinos en las Cortes. Una exigencia ineludible para el establecimiento de un orden político justo es la separación neta entre gobierno y representación. Si la autoridad se origina por la necesidad que tiene la sociedad de un principio inteligente que conozca las necesidades sociales, que sepa atenderlas aplicando los medios convenientes para la realización del bien común, y de una fuerza propulsora que impulse a las voluntades a cooperar libremente a la consecución de este fin social, tendremos como resultado cinco órganos para realizar cinco funciones del único principio de autoridad: las Cortes, los Consejos, los Departamentos ejecutivos de la Administración Pública, el Rey y los Jueces. El principio de autoridad soberana no se localiza solamente en el Rey, sino en todos los órganos necesarios para las funciones de la autoridad. En las Cortes reside la autoridad para la representación social, en los Consejos la autoridad para el asesoramiento del Rey y de su Gobierno, en los Departamentos ejecutivos la autoridad para administrar en un área funcional determinada, en el Rey la autoridad para promulgar las leyes y en los Jueces la autoridad para impartir justicia en su nombre, dictando sentencias.
La autoridad soberana está determinada por la necesidad de atender al fin social de la Nación, sin que pueda invadir las esferas de autoridad propias de otras sociedades infrasoberanas: las personalidades históricas o regiones, los municipios y otras de entidades de base territorial; los sindicatos y asociaciones profesionales, etc.
Esta es la política natural, fundada en la naturaleza de las cosas y libre, por tanto, de la esclavitud de los partisanismos de uno u otro signo impuestos por la corrección política imperante. Es, sobre todo, una autoridad personal, no arbitraria o despótica, sino localizada visiblemente en centros de decisión identificables y responsables. Y es, o está llamada a ser, por eso mismo, legítima, es decir, una autoridad que da razón en todo momento de la justicia de sus actos ante la auténtica representación social.

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