LA DEFENSA DE LO PÚBLICO




                En estos últimos días han aparecido en la prensa diversas noticias relacionadas con la preocupación de los aragoneses por las demoras y las interminables listas de espera para acceder a la asistencia sanitaria. En concreto, y por lo que se refiere a estas fechas, se han constatado demoras de más de una semana en la citación para consultas de atención primaria en los centros de salud. Las autoridades sanitarias explican esta situación por la concurrencia de tres factores: los períodos vacacionales, el frío y las nieblas. Centrándonos en el primero de ellos, el hecho es que a estas alturas del año muchos profesionales sanitarios han devengado derechos de disfrute de vacaciones y no existen efectivos suficientes para asumir las oportunas suplencias.

                Por otra parte, se informa de que la Asociación de Vecinos del barrio de San José está criticando la derivación de pacientes crónicos complejos procedentes de las zonas de salud de Torrero, Venecia y San José sur al Hospital San Juan de Dios. Esta entidad vecinal ha manifestado su oposición al reciente convenio firmado entre el Gobierno de Aragón y el citado centro hospitalario, que supone la integración de este último en la red pública del SALUD para la atención específica de estos pacientes. ¿Cuáles son los motivos de esta oposición? Aparecen expuestos en la nota de prensa publicada por los portavoces de la indicada asociación vecinal: Lo que era un parche para aliviar la carencia de recursos propios y de paso, sostener el mantenimiento de la actividad de instituciones ajenas, se convierte en la solución para la construcción de un sistema de salud sostenido con fondos públicos que no tiene nada que ver y está a años luz de lo que sería un sistema de salud público. (…)”. La mayor eficiencia (ahorro de costes) invocada por las autoridades como motivo para la firma del convenio, “si la hubiera” – manifiestan los portavoces de la asociación vecinal de reiterada referencia -, descansaría sobre los trabajadores del Hospital San Juan de Dios, que disponen de “unas peores condiciones laborales que los de los centros públicos, por lo que los intereses económicos primarían sobre los puramente sanitarios. (…)”. Concluyen su alegato solicitando “a la mayoría parlamentaria que defendía en su programa electoral un modelo sanitario público que eleve su voz en las instituciones y revierta este proceso” y abogando por que se destine el dinero público a soluciones “más eficientes, justas y transparentes” , en concreto aquellas “que primen la atención en su domicilio (de los pacientes crónicos complejos)  y el alivio de la carga en el entorno familiar que se soportan principalmente a hombros de personas de edad avanzada y/o mujeres”. Concluyen proclamando: "Lo que exigimos es realizar una inversión desde lo público, para lo público y con participación democrática en lugar de entregar los recursos al beneficio privado".

            No cabe duda de que nuestro tiempo se encuentra inmerso en una encrucijada jurídica. Como toda sociedad, al menos en Occidente, cada vez valoramos más la protección jurídica incluso aunque ésta suponga, en la práctica, una disminución de la libertad, a la que, por otro lado, seguimos proclamando como el valor político supremo. La respuesta al deseo de seguridad –producto del afán de dominio del hombre moderno– es tan clara como paradójica, ya que nos conduce a ocupar una posición cada vez más inerme frente al aparato estatal que, a su vez, se estructura en un aparato burocrático excesivamente especializado, de modo tal que acaba vulnerando paulatinamente el ámbito de la libertad personal.

                En la doctrina jurídica española, el eximio romanista Álvaro D’ORS (1915-2004) ha denunciado durante décadas, con inagotable insistencia, la existencia de una grave crisis del Derecho, a partir del momento en el que la estatalización, fruto de la superposición de atribuciones por parte de los tres poderes del Estado democrático, ha asimilado lo “público” con lo “estatal”, y al Derecho tan sólo como aquello que el Estado construye sin más límite que la opinión pública o el consenso.

                D’ORS describió de numerosos modos esta crisis, pero puso particular énfasis en señalar tres de sus características que revisten gran actualidad: la pérdida del principio de excepción a la norma, la economización de lo jurídico, y la juridización de lo político. Se trata de tres rasgos que ponen de manifiesto el desorden intrínseco que existe entre las categorías ordenadoras de la vida social, basadas en la naturaleza social de la persona.

En efecto, la pérdida del principio de excepción a la norma supone, en definitiva, una sociologización del Derecho que, en su afán de pureza científica, no admite criterios políticos que le señalen pautas para su efectiva concreción en el aquí y ahora de la comunidad política. Por su parte, la economización de lo jurídico supone el abandono de criterios jurídicos respecto de la apropiación de los bienes, lo que supone la mercantilización de la justicia al hacerle perder su índole propia. Finalmente, la juridización de lo político pretende involucrar al Derecho en ámbitos políticos, donde tan sólo sirve de instrumento al poder para dar visos de legalidad a las medidas que toma.

La crisis del Derecho que denunciaba D’ORS se hace más profunda cuando la ciencia económica se ha situado en la cúspide de los criterios de organización política y jurídica, despojando a sus ciencias rectoras del papel que les es propio. No cabe duda de que la economía es actualmente considerada ciencia de la riqueza, que se ve potenciada por el desarrollo de la técnica, que –en muchos casos– no se pone al servicio del hombre, sino que se utiliza como instrumento de dominio. En efecto, el progreso de la economía y el desarrollo de la noción de autonomía de las ciencias, agigantados por el consumismo, ha desvinculado a esta ciencia de la persona y de la sociedad en su conjunto.

El consumismo, apoyado en estructuras sociales individualistas, se mantiene y fomenta a través de criterios fijados por el afán inmoderado de riqueza individual a costa, casi siempre, del bien común; o por medio de la intervención estatal, controladora, en servicio de los intereses políticos y económicos del partido dominante. Sostiene D’ORS que el gobierno, como quien debe defender el bien común, no debe tolerar una producción cuyas consecuencias no pueda asumir públicamente. Pone el ejemplo de la producción de objetos residuales al tiempo que no existe un sistema de reciclaje de basuras suficiente. Así, la producción con tendencia ilimitada no debería ser consentida en aras de mantener la prioridad, en la vida social, del interés común respecto del interés particular. Más grave resulta, sin embargo, la difusión de la publificación de lo privado (que se manifiesta en diversos tipos de estatización) que acaba con el carácter emprendedor y la iniciativa personales, así como de la privatización de lo público, que se manifiesta habitualmente en formas de corrupción.

La crítica no ya al estatismo sino al Estado no es nueva. Ya NIETZSCHE, en la primera parte de Así habló Zaratustra, se refiere al Estado como a un gélido monstruo, frío hasta en su contumaz negación de la verdad, mentiroso y engañador al extremo, cuando pretende no sólo ser portavoz del sino ser el pueblo. La identidad entre Estado (en términos políticos reales, quien gobierna) y pueblo (entendido como la comunidad nacional en su conjunto) supone un reduccionismo ontológico inaceptable. La despersonalización como efecto del burocratismo estatal fue asimismo objeto de la larga reflexión y análisis de Max WEBER, quien concluye que la maquinaria administrativa del Estado moderno exige sumisión procedimental antes de conceder su hipotético fruto de servicio eficaz y más alta calidad de vida. Pocos, quizá, como los teóricos neomarxistas de la Escuela de Frankfurt (Max HORKHEIMER, Theodor ADORNO, Herbert MARCUSE, Walter BENJAMIN, Ernst BLOCH) develaron una visión crítica del intento de racionalización política de la modernidad agónica. A ellos se debe el señalamiento de que el burocratismo no sólo genera la rutina sino que la exige vitalmente. El Estado burocrático encuentra en la rutina un fenómeno tumoral al cual la propia estructura y dinámica estatal facilita su metástasis. Así, el Estado burocrático, marcado por el formalismo administrativista, pierde el élan vital, el impulso vital, por decirlo en términos bergsonianos. Cuando este impulso se ha disuelto en la rutina, la crítica es mal vista y la crisis (frecuente consecuencia de aquella) es un estadio patológico cercano al riesgo letal que se manifiesta con patentes cuestionamientos de la legitimidad del orden establecido.

¿Qué lugar deja la gnosis socialdemócrata, impuesta a sangre y fuego por el NOM, a la iniciativa propiamente social? Puramente testimonial, como puede verse. La economía queda sometida a la colusión más o menos tácita del aparato del Estado con las grandes corporaciones de capital anónimo e irresponsable. En las Universidades se enseña la ciencia económica partiendo de un modelo de competencia monopolística, por entender que es el que se ajusta más a la realidad. Los problemas que surgen, como consecuencia del paradigma asumido, conducen a la protesta, pero una protesta, en este caso, que se ensaña con una entidad cuyo gran delito consiste, al parecer, en haber nacido a iniciativa de la Iglesia, de los cristianos aragoneses, contando en su haber con una larga y fructífera trayectoria de servicio a la comunidad. ¿Constituye esta entidad un caso ejemplar en grupo empresarial que mercantiliza la atención sanitaria? Claramente no, pero tampoco es una entidad pública, en el sentido de estatal o paraestatal, no se sujeta a la dialéctica de los partidos y las ideologías, y eso para los representantes de ciertas asociaciones que, en principio, se consideran de base social, parece constituir una falta imperdonable.

Nosotros pensamos de otra manera. Lo público es lo que debe estar a disposición del pueblo, y su efectiva instrumentación responderá en cada caso a razones de justicia y de libertad, es decir, debiendo ajustarse al conocido como principio de subsidiariedad. El principio de subsidiariedad protege a las personas de los abusos de los poderes públicos e insta a éstos a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación de la subsidiariedad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, puede llegar a enervar el espíritu de libertad y de iniciativa.

Con el principio de subsidiariedad contrastan las formas de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público. Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función indispensable en la promoción del bien común dificulta enormemente e incluso llega a suprimir de facto las condiciones que permiten el ejercicio de las libertades cívicas. A la actuación del principio de subsidiariedad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; y, por último, aunque no por ello menos importante, la adecuada responsabilidad del ciudadano para ser parte activa de la realidad política y social del país.

La primera escuela pública y gratuita para niños pobres fue creada por un aragonés universal, San José de Calasanz, en un local cedido por la parroquia de Santa Dorotea, en Roma, en 1597. Lo público no debe entenderse como sinónimo de estatal. Es más, en muchos casos lo público, para cumplir las exigencias más elementales de justicia y de libertad en el desenvolvimiento de la vida social, no debe ser estatal.

JAVIER ALONSO DIÉGUEZ

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