Seis años y medio después de un calamitoso intento
de “restauración”, el Ecce Homo del Santuario de la Misericordia de
Borja (Zaragoza) parece haberse consolidado como uno de los iconos
característicos de esta época de disolución.
La modernidad es pródiga en aberraciones y
dislates de toda laya; es pródiga en vidas minúsculas, en vacíos colectivos;
gusta de lo pequeño y de lo soez; su divisa es la estupidez y el chiste fácil.
Su razón de ser, al fin y al cabo, es el negocio del dólar y del crimen, del expolio
y la humillación sistemática. El gallinero de Internet, brutal espejo de la
anodina sustancia de nuestro efímero presente, bien ilustra esta
tendencia, no por deprimente y mezquina menos propia de la mentalidad presente:
consumir, en el mínimo espacio de tiempo, el mayor número posible de eventos
intercambiables y baratijas democráticas, de informaciones indiferentes en un
contexto de soledad, agonía y muerte.
Los sucesos
vinculados a la ya legendaria “restauración” del Ecce homo del
Santuario de la Misericordia de Borja (Zaragoza), en agosto de 2012,
propiciaron uno de estos eventos tan caros a la modernidad. La modesta pintura original
al temple, obra del pintor Elías García Martínez (1858-1934), sufrió una suerte
de seudorestauración acometida por la borjana Cecilia Giménez, octogenaria a la
sazón aficionada a la pintura. ¿Quién sospecharía que tan anecdótico suceso desencadenaría
un fenómeno mediático tan curioso como alarmante, característico por lo demás
de nuestro tiempo? En aquellos calurosos días de verano, el mundo asistía
embrutecido ante la mistificación de un hecho que no tuvo lugar sino en el
subconsciente colectivo.
No nos
detendremos en la génesis obscena de aquel producto prefabricado por Internet y
demás medios de comunicación de masas (televisión, prensa, radio), tan obvia y
epidérmica como cualquier bluf de saldo... Sí nos centraremos, en cambio, en la
mecánica diabólica que propició este falso prestigio, esta nada revestida -al
menos más allá de la vulgar humorada- de profunda reflexión sobre los límites
del arte, del papel del autor y de la recepción de la obra allí donde las
fronteras del espacio y del tiempo han sido, por así decir, cuasi abolidas.
En apenas
unos minutos, la "restauración" de la obra dio la vuelta al globo:
más de 160 países se hicieron eco de la noticia... Los titulares de los
periódicos (impresos o digitales) no necesitaron apenas de texto, siempre
redundante: les iba a bastar el efecto/efectismo inmediato de un par de
imágenes contrapuestas: el antes de... y el después
de... la susodicha "restauración". A partir de aquí, el
espejismo cuajó debidamente... por virtud de la maquinaria industrial del mundo
de la información, implacable y veloz como el rayo: fulminante e imperceptible;
puro fuego de artificio.
La obra
original, competencia del mentado García Martínez, creador sin numen, no destacaba
sino por su feliz anacronismo: datada a comienzos del siglo XX, caía de lleno
en las parcelas del kitsch, de la obrita intrascendente y modesta,
directa y funcional: la ilustración, harto estereotipada aquí, del tema del Ecce homo, del que tantas obras maestras
ha dado Occidente. El paso del tiempo iba a posibilitar el resto: del
progresivo deterioro del original, a la no menos regresiva -por
insistente y aciaga en el devenir de los años- intervención de la que devendría
encumbrada "restauradora", la señora Cecilia.
Si el
resultado final carecía entonces de interés, ya no digamos ahora. El viral “Ecce Mono de Borja” no es nada, todo lo
más un reflejo de nuestro mundo, en el que cree reflejarse (en tanto se
identifica, o así) el vulgo, esa mayoría muda a la que ponen voz y careta los
telediarios, las encuestas... y los estudios de mercado. He aquí la mecánica
diabólica puesta en marcha: una vez más, es el diablo, probablemente (Bresson)
el que dispone las piezas de manera tan burda y siniestra, que todo adquiere diabólica forma y eficacia en el curso
de los acontecimientos: en su puesta en escena invisible, en su accidental
fuerza en cadena, reside el secreto del éxito último de esta producción
maléfica y global que viene repitiéndose en cascada: la conquista del tiempo
ajeno, la narcotización del moderno, el odio a Cristo y a las cosas santas (a
través de la ridiculización del arte cristiano), la idea de la muerte de las
ideas en un mundo agotado y agónico tras las grandes orgías de los siglos... y
por ventura risueño y feliz, dichosamente feliz, como Ulises.
José Antonio Bielsa Arbiol
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