Hacia una política de disolución nacional
Ese absurdo constitucionalismo prescinde de la historia y del carácter de las
naciones y de las regiones que las forman, y legisla de igual manera para
España que para Mesopotamia.
JUAN VAZQUEZ DE MELLA
El gran saboyano lo
expresó con franqueza hiriente: “Cada
nación tiene el gobierno que se merece”; la dejación subsiguiente a
la indiferencia, ese mal surgido en periodos de estabilidad y acomodo, tiene un
caro precio, siempre lo ha tenido. Mientras la amnésica España de hoy (la
apóstata) traga y calla, los sucesivos gobiernos apelan a la Constitución :
cualquier pretexto es válido para apelar a Ella, en cuanto nuevo dogma de fe
democrático (ateo). El político ya no jura ante la Santa Cruz ni las
Sagradas Escrituras, tan sólo promete sobre la Carta Magna
(así, por lo menos, no ensucia con sus futuros embustes lo sagrado). Una
inversión en todos los órdenes ha trastornado la esencia natural del Estado: de
estar al servicio de la nación, ha pasado a servirse de ésta. Claro que
tras esta evidencia late un mal filosófico mucho más profundo.
A falta de una filosofía política consecuente que
defender, la ideología del actual político profesional parece ser el constitucionalismo
(sic). Pero el constitucionalismo, al no arraigarse a la Patria en cuanto motor de la Tradición (es decir, al
prescindir de sus más hondos deberes para con Ella), no es lo suficientemente
fuerte como para resistir a los envites del tiempo, y quienes antaño defendían
espada en mano el “Sacrosanto Texto” que lo ampara, descubrirían tiempo al
tiempo que esa Constitución acogía grietas alarmantes y contradicciones
insalvables, y que sus fautores sólo eran funcionarios privados de la
clarividencia que toda misión de orden superior signa sobre los verdaderos
políticos. Así, la lectura textualista de la Carta pronto se vuelve difusa, y lo que
otrora parecía claro, de la noche a la mañana se nubla, resultando
ininteligible al cabo de los años.
Y es que a falta de una filosofía política consecuente
que defender, la ideología constitucionalista del político profesional ha
terminado por engendrar otra ideología hermana, e irreprochable: el anticonstitucionalismo.
Entrambas tendencias, aparece cual mediocre aliado el reformismo
constitucional; este reformismo no es tanto una síntesis en clave
dialéctica hegeliana como un imposible compromiso entre el cero y la nada.
Si el anticonstitucionalista acusa al Texto de todos los
males existentes en “este país”, y el reformista prescribe que, pese a ellos,
todavía puede garantizarse el flotamiento de la embarcación poniendo algunos
parches que paralicen temporalmente el naufragio, el constitucionalista
tranquilo (ese ser siempre contento de su suerte, incapaz de mirar al fondo de
las cosas, es decir más allá de su poltrona) sonríe cabizbajo y, como
contrariado, se resigna a dilatar en el tiempo esta coyuntura. ¡A ver lo que
dura!
El constitucionalismo, desde los tiempos del mismísimo
Estagirita, siempre ha apuntado bajo o muy bajo: su obsesión ha sido esa
tendencia a la abstracción, a soslayar los exclusivismos autóctonos
anteponiendo un modelo arquetípico humanamente inexistente; tales
simplificaciones sobre el papel, dilatadas en el tiempo, resultan traumáticas
en el plano empírico, y acaban por mostrar su talón de Aquiles. Y es que todo
sistema democrático amparado en una Constitución, antes o después, termina por
degenerar; es ley natural, fiel reflejo de la humana imperfección emanada del
Pecado Original.
La síntesis política de Aristóteles mantiene su rabiosa
actualidad en razón de su coherencia interna: el hombre, animal político por
naturaleza, está destinado a la vida social. Pero no todos son igual de válidos
en el ejercicio del poder (lo que imposibilita una democracia pura en cuanto gobierno
del pueblo todo): un hilo invisible, esencialmente espiritual, separa las
buenas formas de gobierno de las malas o viciosas: si las primeras aspiran a
buscar y consolidar el bien común, las segundas pretenden socavarlo, buscando
sólo el bien particular de unos pocos (las castas políticas y sus cabecillas):
luego, la monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía… y la
democracia en demagogia (o partitocracia). El problema, como se ve, es
estructural y por tanto connatural al fenómeno humano.
Hasta hoy, la
España “moderna” posterior a 1812 ha conocido siete
Constituciones; en diferido, siete fracasos constatados. Plegadas a coyunturas
peregrinas, antinaturales de todo punto para con la realidad histórica de la Patria , nuestras “Sacrosantas
Siete”, mejores unas y peores otras, son un ejemplo más de la soberbia del
hombrecillo moderno, empeñado en trivializar lo trascendente en el plano de la
mera política: es, en fin, ese absurdo
constitucionalismo del que nos
habló Vázquez de Mella, que “prescinde de la historia y del carácter de las
naciones y de las regiones que las forman, y legisla de igual manera para
España que para Mesopotamia”
(Pensamiento Español, 23 de noviembre de 1919.)
José Antonio Bielsa Arbiol
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