En
las últimas décadas, y de forma cada vez más insistente, las inteligencias
artificiales han ido tomando protagonismo en la cartelera cinematográfica, monopolizando
al fin el género de la ciencia-ficción. Signo inquietante, e inequívoco, de que
la industria cinematográfica (prioritariamente la de Hollywood) está preparando
al público de masas para unos nuevos tiempos que implican, qué duda cabe, un
nada halagüeño cambio de paradigma antropológico. Nos proponemos ofrecer una breve panorámica de esta tendencia,
desde los orígenes del cinema hasta nuestros días.
Fue el escritor checo Karel Capek quien acuñó en 1920 la palabra “robot” en
su obra de teatro R.U.R. Desde entonces, la mentada palabra ha
designado multitud de variantes de un objeto común: la inteligencia
artificial (IA). La literatura de ciencia-ficción y el cinema, por su
parte, han incrementado las variantes hasta extremos insospechados: ordenadores,
computadoras, cerebros electrónicos, robots antropomórficos (androides, cyborg,
etc.), constituyen algunas de las más características modalidades cibernéticas
de IA. Mas la tradición cultural del robot se remonta a siglos anteriores: el
mito del Golem -novelado por Gustav Meyrink- data del siglo XVI, los primeros
autómatas se fechan en el siglo XVIII, y la novela decimonónica tiene uno de
sus máximos exponentes en el Frankenstein de Mary Shelley, de
1818. Luego vendría el autor de La guerra de las salamandras y,
tras sus pasos, una larga nómina de escritores de ciencia-ficción, autores en
cuyos argumentos las inteligencias artificiales cobran renovado protagonismo:
Isaac Asimov (Yo, Robot [1950]), Stanislaw Lem (Ciberiada [1965]),
Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas electrónicas? [1968]),
Arthur C. Clarke (2001: una odisea en el espacio [1968]), etc. Al
margen de estas ficciones más o menos especulativas, más o menos inquietantes,
la evolución tecnológica ha venido confirmando en los últimos años lo que
tiempo ha no parecían sino típicos argumentos propios del escapismo al que
suele tender la ciencia-ficción en su vertiente más comercial.
El cine, instrumento de poesía en las mejores manos, ha abordado el tema de
la inteligencia artificial en el género de la ciencia-ficción con desiguales
resultados, ofreciendo a lo largo de su historia una treintena de obras
maestras, varias docenas de filmes notables y un abultado número de productos
menores, en su mayoría olvidados. Desde una perspectiva sociológico-filosófica,
los senderos que se abren ante esta investigación son incontables, al margen de
la cualidad coyuntural que sustenta la factura moral y formal de cada filme,
propia de cada época.
Las temáticas se despliegan entre lo epidérmico y lo especulativo, en
ocasiones con resultados considerables. No es fácil etiquetarlas, pero el cine
de ciencia-ficción moderno incide con especial insistencia en las tres
siguientes, a saber: computadoras inteligentes, robots humanos y prótesis. Las
primeras suministran información que manejan a su aparente antojo, dialogando
incluso con los personajes humanos; los segundos suelen presentarse como
androides, manifestando en ocasiones una inquietante humanidad, lo que en
cierto momento desencadenará la reflexión ética de rigor; en cuanto a las
prótesis, ofrecen diversas jerarquías, desde el típico instrumento de ayuda
(ej. un brazo artificial) hasta el elemento capaz de llevar al sujeto a otra
dimensión diferente (ej. un visor virtual).
Orígenes
del cinema – Primeras experiencias
Desde su creación oficial en 1895, el cinematógrafo alumbró algunos cortos
de escaso vuelo y menor ambición, sustentados en tomas documentales, argumentos
leves y anécdotas dramatizadas. Las primeras e incipientes inteligencias
artificiales de la historia del cine se deben, sin duda, al gran precursor
Georges Méliès. No son inteligencias demasiado prominentes las que encontramos
en la primavera del cinema, sino ingenuos reproductores de órdenes programadas:
esto es, máquinas de cierta precaria sofisticación. Quizá el mejor exponente
sea La charcutería mecánica (Auguste y Louis Lumière, 1897),
cuyo título explicita claramente su contenido.
Los primeros años del cine mudo abundan en argumentos extraídos del teatro,
folletines y viñetas de parco desarrollo. Antes del advenimiento de los
primeros logros del verdadero padre de la técnica cinematográfica, David Wark
Griffith, puede citarse un filme nacional de gran valor artístico en el que las
inteligencias artificiales, aunque de modo embrionario, ya aparecen
planteadas: El hotel eléctrico (Segundo de Chomón, 1907),
pieza clave en la que el director turolense ofrece una divertida fábula sobre
la tecnificación en la vida cotidiana cinco décadas antes de que Jacques Tati
hiciera lo propio en su obra maestra Mi tío. En este filme de menos
de diez minutos de duración, como podemos ver, domina la máquina, una máquina
en absoluto sutil, sino funcional, fabricada con la pretensión de aligerar la
vida de los mortales, mas con unos resultados como poco discutibles.
Los primeros robots con apariencia humana irrumpen en The Motor
Valet (Arthur Cooper, 1906) y Mechanical Mary Anne (Lewin
Fitzhamon, 1910): en el primero vemos a un mayordomo autómata, mientras que en
el segundo hace su aparición el primer robot femenino de la historia del cine.
Filosóficamente el interés se acrecienta en estos dos trabajos al ser tratado,
ni que sea en esbozo, el tema de la conciencia de un ente artificial.
Contribución
del Expresionismo
Sin embargo, la primera película realmente importante en la que la
inteligencia artificial se perfila como elemento de reflexión filosófica
es El Golem (Paul Wegener y Carl Boese, 1920), una de las
grandes obras maestras del expresionismo alemán y un filme de una riqueza
inagotable, donde ya aparecen explicitadas las constantes de cierto tipo de
cine a través del argumento prototípico en torno al mito del Golem, un hombre
de barro que cobra vida gracias a la magia de un sabio. El filme pone pues
sobre el tapete, al menos potencialmente, una teleología de acusada
simplicidad: de cómo una criatura inanimada deviene ente terrorífico capaz de
sumir en el caos a una población; y de cómo la inversión del proyecto de un
Dios creador del hombre puede oponerse en antitética representación del
hombre-dios creador del hombre. Este universo rígido codificado, típico del
capitalismo avanzado, adquiere múltiples matices en el tema del esclavo
artificial (la máquina) al servicio de un amo (el poder). De la larga serie de
nuevas entregas fílmicas del mito, sólo es destacable la nueva versión del
filme, El Golem (Julien Duvivier, 1936), ahora bajo pabellón
francés.
Pero el robot más famoso de la década de 1920 irrumpe en otro filme capital
del expresionismo alemán, Metrópolis (Fritz Lang, 1927), donde
las inquietudes arquitectónicas del director y una compleja estructura
dramática confieren múltiples lecturas a una película de asombrosa complejidad
conceptual. Y otra novedad: el robot de Metrópolis, María II, es el
primer androide de la historia del cine. Se trata, en lo argumental, de una
argucia estratégica, de un robot creado por las estructuras de poder con la
finalidad de suplantar la identidad de la verdadera María, vocera de la
liberación de los obreros oprimidos, para de este modo tergiversar el discurso
de la liberadora y conseguir alienar nuevamente a los obreros en el sistema
represor antes de su posible emancipación.
Un hito:
el monstruo de Frankenstein
La década de 1930 ofrece el más prototípico ejemplo de inteligencia
artificial de la historia del cine: el monstruo de Frankenstein, la hermosa
creación de Mary Shelley, puesta en marcha por la casa hollywoodiense
Universal. Las dos obras maestras de la serie son El doctor Frankenstein (James
Whale, 1931) y La novia de Frankenstein (James Whale, 1935),
suerte de díptico donde se plasman felizmente las características de un
subgénero pronto saqueado por doquier: científico “loco” crea un monstruo
siniestro, desencadenando las consecuencias de rigor… Sobre tan resbaladizos
presupuestos ético-estéticos, James Whale triunfa clamorosamente, algo que no
puede decirse realmente de las posteriores entregas e imitaciones, algunas de
ellas no exentas de interés.
Habrá que esperar dos décadas para que la productora británica Hammer Films
recupere el mito, revisado, en su magistral serie sobre Frankenstein: iniciada
con La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1957), y
continuada por el propio Fisher en filmes de la categoría de Frankenstein
Created Woman (Terence Fisher, 1966), El cerebro de
Frankenstein (Terence Fisher, 1969) o Frankenstein and the
Monster From Hell (Terence Fisher, 1972), entre otros. Al lado de las
películas de Fisher sobre Frankenstein, las restantes vueltas sobre el tema
palidecen enteros. Podemos citar, a título de curiosidad, las incursiones del
español Jesús Franco en esta materia a través de sus inclasificables y muy
anárquicas Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)
y La maldición de Frankenstein (Jesús Franco, 1972), cuya
puesta en escena, abigarrada como pocas, aparece dominada por el empleo
del zoom sin un propósito claro, algo que choca frente al
depurado clasicismo de los filmes de Whale y Fisher.
Hollywood
y la serie B
Entre medias, las inteligencias artificiales se van perfilando en el cine
de serie B como un reclamo jugoso, ideal para captar a un público popular. La
cinta británica The Perfect Woman (Bernard Knowles, 1949)
reincide, con cierta pericia, en el tema del robot femenino. Al otro lado del
Atlántico, Hollywood entrega algunos títulos sin pretensiones, como Robot
Monster (Phil Tucker, 1953), Gog (Herbert L. Strock,
1954) o Kronos (Kurt Neumann, 1957), justo antes de encontrar
un robot crucial en el clásico Planeta prohibido (Fred McLeod
Wilcox, 1956): el androide Robby; tratándose de un filme de ciencia-ficción con
múltiples temáticas, y abordando el tema del robot de manera un tanto
colateral, Planeta prohibido marca un antes y un después en lo
que a la materia robótica en el cine se refiere. Harto imitado luego, Robby
dominará la iconografía del robot-máquina del lustro sucesivo.
Un filme
canónico
El filme que marca por así decir la madurez de la ciencia-ficción
cinematográfica, hasta entonces sometida a una ingenuidad intelectual más o
menos pintoresca, es 2001: una odisea del espacio (Stanley
Kubrick, 1968), la gran obra maestra de su artífice, adaptación de la novela homónima
de Arthur C. Clarke, donde la inteligencia artificial se materializa en
abstracto en el ordenador HAL-9000, que decide rebelarse contra los cosmonautas
de la nave espacial con destino a Júpiter en que viaja cuando “descubre” que
éstos quieren desconectarle; llegará al asesinato. El gran logro de Kubrick es
haber captado sensaciones profundas como la angustia o el impulso de
conservación sin traicionar el dualismo hombre-máquina, entre el
sentimiento-pulsión del hombre versus la razón matemática fría y aséptica de la
máquina. Fuera de toda duda, 2001: una odisea del espacio es
el film más importante realizado sobre la inteligencia artificial y cuantas
problemáticas conlleva.
Ocaso y
decadencia, una larga coda
La década de 1970 es rica en películas donde las inteligencias artificiales
albergan el interés de la función: THX 1138 (George Lucas,
1971), La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976), Engendro
mecánico (Donald Cammell, 1977), La guerra de las galaxias (George
Lucas, 1977) y sus secuelas, El abismo negro (Gary Nelson,
1979) o Saturno 3 (Stanley Donen, 1980), entre otras, corrigen
y aumentan las características previamente apuntadas sobre robótica, cerebros
electrónicos y computadoras avanzadas. Quizá el film más interesante de los
inmediatamente referidos sea Engendro mecánico, donde el director
Cammell explora las relaciones hombre-máquina en el complejo terreno de las
prótesis médicas.
Los años 80 están dominados por la máquina, y nunca antes en el cine se vio
tal avalancha de filmes en torno a ella. Las exploraciones intelectuales, en
consecuencia, se trivializan. El argumento pasa a elaborarse bajo unos patrones
prefijados, mirando más por la rentabilidad mercantil del producto que por sus
valores estéticos. Por otra parte, el vídeo doméstico (a través de sus
diferentes formatos: VHS, Betamax, V2000) comienza a imponerse, generando una
nueva especie de público: el cinéfilo de vídeo-club, que tiende en lo que al
gusto se refiere al cine de género, con una predilección especial por la
ciencia-ficción. Pero tras toda esta fachada llena de modificaciones externas a
lo que nos preocupa, existen trabajos de sumo interés. La obra más comentada
es Blade Runner (Ridley Scott, 1982), filme esteticista y
barroco, que da un nuevo paso con respecto al film de Kubrick, al tratar en
profundidad el tema de la humanidad del robot, su proceso de humanización.
Mayor interés cinematográfico ofrece, empero, Videodrome (David
Cronenberg, 1983), donde el hombre (lo orgánico) y la máquina (lo metálico) se
fusionan en un mismo plano de aprehensión; filme angustioso y lleno de
suspense, Videodrome explora con resultados magníficos
parcelas hasta entonces inéditas en el género. De menor entidad, Christine (John
Carpenter, 1983) trata sobre un coche “inteligente”, aunque su argumento pronto
escora hacia el folletín adolescente. Runaway, brigada especial (Michael
Crichton, 1984) se centra en el problema de los fallos mecánicos de los robots
y sus peligrosas consecuencias.
Sin embargo e inquietudes aparte, los 80 traerán consigo un fenómeno
sociológico de -a la larga- peculiares consecuencias: la aparición de las sagas
hollywoodienses sobre robots antropomórficos, con gran despliegue violentista y
mensaje subliminal encubierto, típico por otra parte de la era Reagan. El
exponente más característico es Terminator (James Cameron,
1984), que tendrá continuidad en Terminator 2. El juicio final (James
Cameron, 1991) y se prolongará en el nuevo milenio con Terminator 3. La
rebelión de las máquinas (Jonathan Mostow, 2003) y Terminator
Salvation (McG, 2009), espectáculos informáticos próximos a la
estética de los videojuegos.
Por los terrenos de la comedia blanda se mueve Cortocircuito (John
Badham, 1986) y su secuela Cortocircuito 2 (Kenneth Johnson,
1988), en torno a las andanzas humorísticas del Número 5, un robot cuyo
aparatoso proceso de aprendizaje provoca incontables desaguisados. Más
pretenciosa resulta Fabricando al hombre perfecto (Susan
Seidelman, 1987), film independiente de marcado toque feminista. El influjo del
sentimentalismo capitalista del productor Steven Spielberg se manifiesta
en Nuestros maravillosos aliados (Matthew Robbins, 1987),
fábula doméstica protagonizada por unos platillos voladores empeñados en
arreglar un edificio y, con él, mejorar la vida de quienes lo habitan.
La estela de Terminator reaparece en otra serie de similar
signo con RoboCop (Paul Verhoeven, 1987), finalmente trilogía
al sumarse a la primera entrega RoboCop 2 (Irvin Kershner,
1990) y RoboCop 3 (Fred Dekker, 1991). De nuevo, lo que define
a la inteligencia artificial es su forma humana, si bien revestida de metal.
Procedente de Japón y exponente destacado del subgénero denominado cyberpunk,
el filme en blanco y negro Tetsuo, el hombre de hierro (Shinya
Tsukamoto, 1989) aborda el tema de la vinculación entre lo orgánico y lo
metálico, a partir de un argumento peculiar: un hombre tiene la malsana
costumbre de incrustarse trozos de hierro en su cuerpo. Un día tendrá un
accidente de automóvil, chocando con otro hombre: éste último, a consecuencia
del mismo, degenerará en un ser monstruoso, una especie de inteligencia
devenida artificial a raíz de una serie de mutaciones inefables. A raíz de su éxito,
el filme conocería una secuela.
La lista de productos que utilizan en sus argumentos el pretexto de las
inteligencias artificiales no termina aquí, ni mucho menos. Podemos citar, sin
ánimo de exhaustividad, Hardware, programado para matar (Richard
Stanley, 1991), Soldado Universal (Roland Emmerich, 1994)
o Matrix (Andy y Larry Wachowsky, 1999), superproducción de
temporada cuyo éxito llevaría a sus productores a prolongarlo por medio de dos
secuelas que arrasaron en las taquillas de medio mundo, aportando algunas
novedades conceptuales que desataron polémica: el mundo virtual aparece
representado como la otra cara de la moneda del mundo real. Lo más interesante
de Matrix reside en su primera media hora de duración, donde
se realizan algunos apuntes platónicos (la alegoría de la Caverna es retomada) y
mesiánicos (el personaje protagonista, Neo, queda así vinculado con el Mesías)
que luego, por desgracia, se disuelven en un espectáculo de efectos especiales
meramente demostrativo (y que reportó a la película cuatro premios Óscar
técnicos). En un plano de entretenimiento ligeramente diferente figura una
película como El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999),
adaptación de un relato de Isaac Asimov.
Entre los filmes de la última década, puede destacarse A. I.
Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001), uno de los más
ambiciosos empeños de su autor, inicialmente un proyecto de Kubrick. Finado
éste, se haría cargo del mismo Spielberg, firmando un espectáculo a medio
camino entre la sensiblería de E.T. y el bazar tecnológico
de Parque jurásico.
En los últimos años, en fin, las inteligencias artificiales se han adueñado
del monopolio de la ciencia-ficción. Signo inquietante, e inequívoco, de que la
industria cinematográfica (prioritariamente la de Hollywood) está preparando al
público de masas para unos nuevos tiempos que implican, qué duda cabe, un nada
halagüeño cambio de paradigma antropológico.
José Antonio Bielsa Arbiol
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