En un inapreciable documento de
trabajo de Antxón Sarasqueta, titulado El proyecto de la Izquierda para España,
se sintetiza perfectamente la tesis que deseamos sostener en este artículo: “Desde hace más de 25 años la política
española está dominada por una hegemonía de izquierdas. Intelectual y política.
Esa hegemonía se concreta en un privilegio: el país en su conjunto asume
que la izquierda puede hacer cosas que al centro-derecha no le están
permitidas”. Esta es una verdad contundente por simple y clara y
cotidianamente experimentada.
Cuando empezaba a declinar el
socialismo soviético, apareció un interesante libro titulado Hegemonía
y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia (1987),
de Laclau y Mouffe, que sin lugar a dudas ocupó un lugar muy importante en el
debate del socialismo español en pleno apogeo del felipismo. El libro propone
muchas estrategias para alcanzar los objetivos del socialismo en Europa. Por
ejemplo, se formula que nunca se hagan explícitos los objetivos, que no
sean conocidos para el gran público al que van dirigidos; que nadie sepa muy
bien qué está pasando, e incluso que todo parezca muy incongruente.
Literalmente, el texto dice: “Las reglas y los jugadores no llegan a ser
jamás plenamente explícitos”. A esto, sigue la obra, “se llama hegemonía”. Cuando hablamos del supremacismo
moral de la izquierda que ha reinado en España en casi 40 años, nos referimos a
esta “hegemonía” y en el
mismo sentido que utiliza el término Laclau. Así podría explicarse cómo
responsables del PSOE montaron los GAL, mientras que han apoyado tesis del
nacionalismo vasco o han hecho pactos con el PP contra el Terrorismo y también
utilizado las estrategias de HB para desgastar al PP. Lo esencial es que nada
tenga lógica excepto para los que determinan las directrices de la ingeniería
social a la que estamos sometidos. Y en esto la derecha española se ha mostrado
tan perdida, que al final sus referentes intelectuales han tenido que ser
pensadores provenientes de la izquierda. Gustavo Bueno sería un claro ejemplo
de esta angustiosa necesidad. La vacuidad intelectual del conservadurismo que
no le queda otra que reiterar los mantras de la izquierda y acusar de “facha” a los que enuncian ideas que sus
limitadas mentes no alcanzan a comprender.
Cualquier observador mínimamente
inteligente, intuye que la izquierda siempre parece tener claro lo que quiere y
que la derecha va siempre perdida zarandeada de un lado a otro por los
tacticismos y los hechos inmediatos. NO, la izquierda sabe moverse en todos los
campos y la derecha teme pisar siempre en falso. En la práctica, sostiene
Antxón Sarasqueta, en el documento citado, para la izquierda la política: “significa jugar todas las posibilidades en
los diferentes espacios políticos y sociales, para tener el dominio hegemónico
sobre el todo”. Por tanto, que gobierne alguien que no sea la izquierda
debe ser tenido como algo accidental o casi contra natura. El espacio político
es coto de la izquierda y en él la derecha debe ser meramente un intruso.
En su obra Ocho años de
gobierno. Una visión personal de España, José María Aznar describe el
sentimiento de la derecha: “La gran
coartada de la izquierda en España ha sido que nosotros no teníamos legitimidad
histórica para gobernar nuestro país. Que el centro-derecha español hubiera
llegado al poder era un accidente o una desgracia. Con eso pretendían
intimidarnos. Pero no era una maniobra táctica o puramente cínica, era también
la expresión de un prejuicio muy arraigado, compartido por mucha gente”.
Con el tiempo y analizando las políticas del mandatario popular, se puede
llegar a la conclusión que podía tener clara la situación, pero no le quedó más
remedio que someterse a las reglas y los fines políticos de la izquierda (y de
paso del nacionalismo).
La fusión en los años 70, por parte
de la izquierda, entre propaganda e ideología, le ha concedido un plus de
legitimidad Todo ello fue reconocido por Stephen Koch en 1977 en su obra El
fin de la inocencia. El efecto de esa propaganda fue tan potente que
todavía hoy en España se suele dar más crédito democrático a la izquierda que a
cualquier otra ideología. La documentación sociológica es tan extensa que la
conclusión es inapelable: una mayoritaria parte de la población española asocia
el concepto “democracia” más a los
posicionamientos de izquierda que no a los de derecha. Sorprendente.
En 2004, el 30 de agosto, el
historiador Juan Pablo Fusi publicaba en El País, un artículo
titulado La libertad en la historia. Es un artículo que debería ser
leído por todos los políticos o votantes que se dicen conservadores. Entre
otras cosas se dice: “el
pensamiento de la izquierda era ya entonces –años del franquismo tardío y de la
transición a la democracia– el pensamiento hegemónico del país”. Y
sigue: “porque en España el pensamiento
de la derecha era entonces y lo es aún, o inexistente o carente de legitimidad
y prestigio”. El drama de la política española no es que la derecha no
tenga doctrina (quizá algo de ideología –liberal eso sí- actualmente rescatada
y mal copiada de los neocons), sino que lo cultural lo ha
abandonado definitivamente en manos de la izquierda. Peor aún se ha mimetizado
con la izquierda. Por su parte la izquierda ha sabido jugar el rol de que los
intelectuales que “por definición” son
de izquierdas.
El mencionado Stephen Koch y su
ensayo El fin de la inocencia, subtitulado y la seducción
de los intelectuales, ofrece una documentación soberbia. A propósito de
este libro aparecía un magnífico artículo en El País, el 17 de
enero de 1999, titulado igualmente El fin de la inocencia. Su
autor, Lluís Bassets, sentenciaba al respecto: “Uno de los mayores espejismos producidos por el siglo XX ha sido la
figura del intelectual, el santo laico de la religión de la cultura que vino a
sustituir al sacerdote como guía espiritual de la sociedad. El escritor o
artista, comprometido con los problemas de su tiempo, apostaba por los valores
universales frente a los intereses particulares y entregaba todo el peso de su
prestigio en favor de la buena causa que decía defender. La calidad de su obra
intelectual o artística hallaba así un correlato de idéntica dignidad en la
causa moral que adoptaba e incluso en el comportamiento personal. Vida,
ideología y obra confluían así en una armonía de valores que se proponía a los
fieles creyentes de la religión de la humanidad, en el devocionario de las
buenas intenciones progresistas. La referencia fundacional es Émile Zola,
novelista de éxito cuando jugó con todo el peso de su prestigio para apoyar al
capitán francés Alfred Dreyfus, en su famoso artículo «J´accuse», de 1898, condenado con pruebas
falsas por espiar en favor de Alemania. Julien Benda, en «La traición de los clérigos», ofrece la teoría canónica del
compromiso de los intelectuales con los valores morales universales, y a la vez
la denuncia de la traición de quienes lo eluden o lo limitan a lo particular.
Con Sartre y el sartrismo llega la apoteosis del compromiso intelectual.
Equivocado en casi todas las causas, acertó siempre en su impacto en la opinión
pública, en nombre de la moral universal hacia el error particular. El
historiador Michel Winock, que ha estudiado este itinerario en «El siglo de los intelectuales», destaca el mecanismo diabólico que
anima este compromiso: El poder del que dispone viene dado por su renombre:
ejercerlo en provecho de una gran causa humanitaria refuerza a su vez su
reputación”. Este ha
sido el teatro de la vida que la izquierda ha sabido manejar tan bien y la
derecha ha sido incapaz siquiera de intuir dónde se estaban jugando las claves
del poder.
Predicando en el desierto del conservadurismo,
insiste Antxón Sarasqueta en su mencionada obra:“sin ganar la batalla de las ideas no se gana el poder. Se puede llegar
a ganar ocasionalmente el gobierno, pero no el poder”. Por eso, se puede
profetizar que en España la derecha no ganará nunca el poder, entre otras cosas
porque ya no existe la derecha que se conoció antes y durante la II República. Al
menos aquella tenía doctrina e intelectuales. La de ahora solo tienen
vividores, corruptos, burócratas y aspirantes a hacer de la política su modus
vivendi. Triste país donde la acomplejada derecha sólo aspira a ser la
triste sombra de la izquierda. O quizá mejor así. Mejor aceptar que la derecha
es incapaz de pensamiento pues no deja de ser la versión apolítica de la
izquierda. Si descubrimos esto, empezaremos a buscar la doctrina sana donde
realmente se halla: en la
Tradición y no en el liberalismo que ahora quiere arrogarse
el conservadurismo como “marca”
electoral.
Javier Barraycoa
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