LO DE CASPE


Foto: Europa Press
El Parlamento Europeo inauguró el pasado martes, día 19 de marzo, la exposición “El compromiso de Caspe 1412. La fuerza del diálogo y la ley en tiempos de guerra y sangre en Europa”. Algunos ilustres próceres del trust de la gnosis socialdemócrata imperante, no sólo en Europa sino básicamente también a nivel global, han señalado que “era una buena oportunidad” conocer la historia del Compromiso de Caspe en la situación actual, protagonizada “por el Brexit o la problemática catalana en España”

                Sí, realmente el Compromiso de Caspe es uno de los grandes tesoros del patrimonio histórico de las Españas. Pero probablemente no en el sentido simplón y trapacero que ahora pretende dársele. Quizá no estemos en condiciones de esperar otra cosa. En la glosa que publicaba Eugenio D’ORS en el diario ABC de 3 de enero de 1926, bajo el epígrafe “EL MUNDO ROTO”, ya decía: “¡Ay, ese pobre mundo, que nosotros hemos conocido, ese mundo de la pluralidad y de los egoísmos rivales, de banderitas y dialectos, de compartimentos estancos y de algarabía, de HERMES y de BABEL; este pobre mundo roto – tan roto, que a veces se diría irremediablemente roto -, y donde el San Vicente Ferrer, que convenía, no ha podido llamarse más que Presidente WILSON…¡”.

En otra glosa publicada también en la tercera de la edición del mismo día y año, intitulada “SAN VICENTE FERRER, VIAJERO” apuntaba: “Pero nosotros, a distancia de tantos siglos, para medir la intensidad de lo espiritual, «pensemos precisamente en lo cotidiano». Pensemos, humildemente, en lo que representa, como complejidad, aun hoy día, a pesar de las facilidades acumuladas, por la técnica moderna de las comunicaciones y por las industrias auxiliares, el viaje al extranjero de una familia, de un grupo turístico, de una peregrinación. ¿Cómo se arreglaban Vicente y los suyos para triunfar de los obstáculos que, pensando lógicamente, debieran sospecharse, en aquellos días, mucho mayores…? Pensando lógicamente, sí. Pero aquí entra nuevamente el milagro, otro milagro de «unidad», paralelo a aquel que dejaba entender directamente las predicaciones del Santo, aun hechas en su lengua nativa a muchedumbres de habla diversa, con embriagueces de entendimiento y de intimidad tales, que cada cual aseguraba después ser la suya propia la empleada en la coyuntura por el orador maravilloso. Pues de igual suerte que con esta gracia singularísima quedaban abatidos ante la palabra del apóstol los obstáculos de comprensión, quedaban abatidos, ante su paso, los obstáculos de localidad. Al triunfo sobre la división de los hombres en el espíritu, corresponde el triunfo sobre la división de los hombres en el espacio. San Vicente Ferrer no sólo es el que se ríe de los dialectos, sino el que se ríe de las fronteras. Vistas las cosas ampliamente, su grandeza cultural estalla de súbito a nuestros ojos, así que llegamos a advertir en él al Anti-HERMES, «al enemigo de HERMES», patrón de los límites, a la vez que al Anti-BABEL, «enemigo de BABILONIA», matriz de las algarabías”.

                Pocos días después, en la edición del mismo diario de 7 de enero de 1926, publicaba una nueva glosa, bajo el título LA POLÍTICA DE SAN VICENTE FERRER”: “Refiere la crónica del Santo que, al llegar éste a una bien poblada localidad del reino de Valencia, no recuerdo ahora si Orihuela o Játiva, tanto fue el efecto de su ardiente predicación pacificadora que, en un sólo día, todos los vecinos conocieron y reconocieron, en corazón y en publicidad, que el espíritu de la gracia les movía a olvidar y cancelar ofensas y deudas; como en efecto, hicieron; sin haber excepción, dicen, sino la de un cura, obstinado en no perdonar un agravio… Este dramático episodio tiene, sin duda un gran valor singular; pero a la vez puede tomarse como la cumbre y el símbolo de una larga serie de «reconciliaciones» y «conciliaciones», por Vicente operada, en el curso de su fecunda vida. Si con la mente no se cansaba de reunir, con las manos no se cansaba de anudar. Lo de la reunión de Perpignan, lo del Compromiso de Caspe, fueron dos obras maestras. Pero dos obras, dentro del mismo género de las demás suyas; dentro de lo que ya constituyó para el Santo labor cotidiana. El político- el político entusiasta y auténtico – puede representarse de dos modos la materia sobre la cual ha de trabajar: o como una inercia, que es necesario levantar y mover hacia un designio; o como una anarquía, que debe ser sujeta y dispuesta en un orden. Política de albañil, la primera, que enfila piedras o acarrea ladrillos. Política de jardinero la segunda, que poda árboles, endereza arbustos, abre senderos. No sé si en algún momento – tal vez en pueblos cansados, un Bizancio o antes una Alejandría – la política sobre postulado de inercia ha sido preferible. Sé que, al contrario, a fines de la Edad Media, la política sobre postulado de anarquía era indispensable. Como selva brava de espontaneidades vivacísimas, aparece la Edad Media a los ojos del historiador. Sobre ella, contra ella, la política de San Vicente Ferrer anuncia el Renacimiento. Constantemente, solapadamente – con una paciencia infinita -, corta, poda, injerta, endereza. Su mano blanda, sólo agitada por el gesto oratorio, dibuja ya, en el aire de la cultura, aquel gran gesto posterior del puño monárquico, aquel reunir a la convergencia de una Cúpula la pluralidad díscola de los Campaniles. Lo que al dictamen de este gesto no se sometía quedaba aislado, quedaba sin tierra ni nutrición, y se secaba pronto. Así fuese la vejez tozuda de Benedicto XIII, así la melancólica ruina del conde de Urgel”.

                En la misma tercera del diario ABC se incluía inmediatamente a continuación una nueva glosa titulada “EL FIN DEL CISMA”: “Pero ello no ocurrió sino excepcionalísimamente. El cura vengativo, de Orihuela o Játiva, el insumiso pontífice de Peñíscola, el elegíaco candidato al Trono, tres figuras que sentimos rebeldes a la ley general de enlace, de convergencia, de pacto, que «Mestre Vicens» va realizando en todas partes con su actuación. Lo de Perpignan resultó, en tal sentido, admirable. Era en 1415. El 4 de Julio del Papa de Roma había abdicado. El 5 de Agosto, el Emperador Sigmundo dejaba el concilio de Constanza y se dirigía, con gran pompa, a Perpignan, para encontrar allí al Rey Fernando de Aragón y al Papa Benedicto, y tratar de encontrar una solución al cisma. Vicente Ferrer se hallaba ya en Perpignan desde los primeros días de Julio. El 15 de Septiembre, todos se reunieron allí, cada cual con su séquito, cardenales, prelados, legistas, doctores, príncipes y ejércitos; Vicente también escoltado por su compañía de devotos vagabundos. Tratábase de obtener la renuncia del Papa de Aviñón. Pero Benedicto XIII se obstinaba en sus derechos. Por su parte, el Emperador no transigía. El Rey Fernando se puso enfermo. Vicente trabajaba, trabajaba con el corazón apretado por la angustia. Sus invocaciones continuadas y patéticas por la unión, por la paz, iban a resultar inútiles. El 5 de Noviembre, el Sigmundo, furioso, abandonaba Perpignan con su séquito. Aquel mismo día el Santo, probado por tantas fatigas, cae enfermo a su vez. Pero todavía le quedaba una esperanza. Anuncia que subiría al púlpito a predicar, el inmediato día 7. Así lo hace; su sermón empezaba invocando unas palabras de fuego: «Ossa arida, audita verbum Dei», «Huesos áridos, oíd la palabra de Dios». A la salida de este sermón, los embajadores catalanes se llegaron a Narbona, para detener al Emperador en su partida. Sigmundo consiente. Se parlamenta de nuevo. Esto ocurre a mediados de Noviembre. El 6 de enero de 1416, Vicente sube de nuevo al púlpito. Habla de la solemnidad del día, de los Reyes Magos. Después lee la sentencia por la cual los Estados de Aragón renuncian a la obediencia a un Pontífice que ya podía llamarse díscolo. Por estas fechas, Benedicto está en Peñíscola. El cisma de Occidente ha terminado. Sin necesidad, como algún violento preconizaba unos meses antes, de invadir las tierras de Italia, ni de llevar su ejército a Roma… Con unas palabras dichas ante un altar, el fraile de Valencia desarma a un pueblo. Con unas palabras dichas al oído, desarma a aun Rey”.

                Soy consciente de que muchos paisanos míos defenderán la justicia de la causa de Benedicto XIII, al igual que lo han hecho eminentes historiadores e incluso ilustres prelados, pero ni en la Iglesia ni en la vida en general basta con tener razón. Es importante tener razón, es una condición necesaria, pero no suficiente. Por eso cuando la actitud, el buen juicio, el testimonio o la conducta de una persona nos parece irreprochable o intachable, decimos en castellano que “tiene más razón que un santo”. Y en definitiva los santos, los justos, son los únicos capaces de entablar y llevar a buen puerto un auténtico diálogo, de abrir camino o paso al Logos (δία-λογος).

                XÉNIUS concluye sus reflexiones sobre este tópico publicando tres nuevas glosas en la tercera de ABC correspondiente a la edición del día 15 de enero de 1926. La primera de ellas se titula, precisamente, “LO DE CASPE”: “«Los reinos de la tierra pueden ser útiles alguna vez al Reino de Dios», había predicado San Vicente Ferrer en Perpignan… «Alguna vez». Entiéndase: como excepción. La regla, en cumplimiento del plan divino, debiera ser la unidad, tan amplia como se pueda, tan fuerte como se pueda en cada momento. El ideal, un ejército único de fuerzas temporales, a las órdenes de JESUCRISTO. Ahora el Santo acaba de llegar a Caspe. En Caspe, plaza fuerte, aislada, neutral – como dominio que era de la Orden de San Juan de Jerusalén -, se reúne el Parlamento, donde los representantes de los tres reinos de la Corona de Aragón van a decidir, a título de árbitros, sobre la sucesión del Rey Martín. Antes de comenzar sus deliberaciones, los reunidos oyen Misa del Espíritu Santo. El gran dominico va a predicar en ella. El tema de su sermón será el siguiente: «Que no haya más que un solo rebaño y un solo pastor». Al compromiso de Caspe podrá juzgársele diversamente, en su valor jurídico y pragmático. Lo corriente entre los historiadores, poetas y propagandistas catalanes románticos ha sido juzgar la sentencia una abominación. Pero el obispo TORRAS Y BAGES, en honor sin duda a la figura de San Vicente, rompió el coro. Su alegato se apoya principalmente en la excelencia pacífica del procedimiento. La majestad del arbitraje, la garantizada independencia de los delegados, la guerra civil evitada, en asunto tan propenso a servir secularmente de nido a las serpientes de la discordia, como la sucesión al trono… El que más tarde había de ser obispo de Vich escribía estas cosas cuando la cuestión del legitimismo conservaba todavía en España, tanto entre doctrinarios como entre masas urbanas y rurales, bastante virulencia. No dejaba aquél probablemente de pensar en nuestras luchas fratricidas del Ochocientos cuando así se alegraba de una lucha fratricida que el Cuatrocientos supo ahorrar”.

                Sobre este último inciso, hay que aclarar que el carlismo no se reduce a una cuestión meramente dinástica, sino que en él cristaliza históricamente la reacción de los pueblos de España contra la imposición de las ideologías que traen causa de la Revolución Francesa, extrañas y aún contrarias al ser histórico de las Españas. Por esta razón, y sólo por ella, los defensores de la genuina tradición española pasaron a conceptuarse como partidarios de una legitimidad proscrita y han sido tratados en consecuencia por las instituciones políticas del Estado liberal a lo largo de casi dos siglos de historia nacional. Ante la actual y ya desgraciadamente prolongada orfandad dinástica de la monarquía legítima española, el tradicionalismo ha postulado, desde el principio, no el recurso a expedientes socorridos, a subterfugios o a simples “lavados de fachada”, sino una solución acorde con los principios en que debe sustentarse la institución, de modo que sean los legítimos representantes de los pueblos de España quienes reunidos en Cortes convocadas para esta finalidad los que puedan proveer, como mejor proceda, a la sucesión en el trono de San Fernando: “En fin, la monarquía carlista es una monarquía hereditaria, de acuerdo con la enseñanza uniforme y secular de todos los clásicos del pensamiento político español, que han considerado la electividad como una fórmula excepcional, para casos como el de Caspe. Leyes especiales habrán de regular la unidad de procedimientos para asegurar la unidad de la monarquía en el reconocimiento de la misma legitimidad de origen en el llamado a la sucesión. Mas, por todo lo dicho en la primera parte de este libro, es claro que la legitimidad de origen deberá enlazar en todo caso con la figura egregia del último rey legítimo, S. M. ALFONSO CARLOS I” (¿Qué es el carlismo?, n. 168).

                Continúa la glosa anterior señalando: “Pero lo que al propósito de nuestras breves notas interesa en este episodio histórico no es precisamente el valor del laudo, ni tampoco el del procedimiento que lo produce, sino la calidad del pensamiento vicentino, cuajado en éste como en aquél. El laudo fue, indudablemente, de espíritu imperialista – en el sentido que este término adquiere para XÉNIUS -. El procedimiento, de estructura arbitral. Imperio, es decir, síntesis. Arbitraje, es decir, pacificación… «No sólo un devoto de la unidad, he escrito de alguien alguna vez, sino un impaciente y un vicioso». En sus veinte años de apostolado errabundo, San Vicente Ferrer no cesó de acariciar mentalmente dos imágenes. Una, la de la Cristiandad reconstruida. Otra – precoz -, la de la España una. Y por primera vez, tras el desuso de mucho tiempo, una vieja expresión acude a su boca. «Los españoles – dice – opinan sobre la unión de la Iglesia tal o cual cosa…». «Los españoles…» Y es él, San Vicente, quien los representa; porque él, más férvidamente que nadie, ha sentido, entre ellos, la solidaridad”.

                Concluye el maestro D’ORS estas reflexiones con una glosa que titula LA DOBLE REDENCIÓN: “…hemos intentado sorprender al apóstol de la unidad. El «reino de Dios», que, en sus predicaciones aparece todavía como distinto a los reinos de la tierra, aunque en ocasiones servido, por ellos, en la oración profunda de Vicente, en la secreta vocación de su alma, es seguro que los absorbe y anula, que aspira a desvanecer sus contornos, para refundir a los hombres en una gran síntesis de catolicidad… Reino de Dios, «Civitas Dei»: reparo de la dispersión de Babel, de su confusión, de su infamia. Algunas selectas conciencias religiosas, en el curso de la historia de la cultura, han sentido el mal y el bien del mundo en la siguiente disposición: Hubo dos grandes pecados: el original, que confunde en el hombre la dignidad de su naturaleza, y el de Babel, que confunde en el hombre la dignidad de la familia. A dos pecados, dos redenciones. El original se repara en CRISTO. El de Babel, sólo puede repararse en la Iglesia. Para superación del primero, hay que ser cristiano. Para superación del segundo, hay que ser católico. Cristiano, hombre para quien valen a la vez el Antiguo y el Nuevo Testamento; es decir, que vive en conciencia de la unidad de la especie humana en el tiempo. Católico, hombre que considera tan suyos espiritualmente, Aragón como Castilla, Vizcaya como Granada, Roma como Constantinopla, París como Filadelfia; es decir, que vive en conciencia de la unidad de la especie humana en el espacio… Conciencias marcadas, por decirlo así, con el sello del Espíritu Santo. Marcadas todas ellas con su sello, asistidas algunas con su favor. ¿Quién más, que San Vicente Ferrer, para revelarla en milagros, en su don de lenguas o de oídos, en la casi ubicuidad suya y de su séquito, en admirable capacidad para instaurar en todas partes la concordia?”.


JAVIER ALONSO DIÉGUEZ   

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