Un siglo de música futurista (y 3)


Pierre Schaeffer

Larga es la nómina de personalidades a las que el futurismo, de un modo u otro, habría de marcar, bien en el plano de la mera influencia, bien en el del ideal estético y sus principios; sería inútil pretender ofrecer aquí un listado exhaustivo de éstas, quienes con mayor o menor timidez, iban a fraguar sus obras bajo el influjo directo o indirecto de la estética musical futurista. No obstante, los nombres que a continuación enumeramos y comentamos, deben consignarse entre los más señalados por la susodicha estética, unos de un modo externo, otros de manera más asumida y profunda.

Así y todo, la idea vertebral de esta última entrega de este estudio no es otra que la de afirmar la música futurista como una realidad que atraviesa todo el siglo XX y alcanza el XXI, a través de varias bifurcaciones, así mucho más allá de las estrechas líneas temporales que la historia oficial le tiene señaladas: de manera sintética, si la raíz fuera la música futurista propiamente dicha, el tronco que surgiría de la misma resultaría la “música concreta” -mientras a su alrededor irían apareciendo algunos arbustos y/o ramificaciones menores, procedentes no obstante de los residuos de la misma raíz, cual es el caso de la estética musical del maquinismo-; siguiendo el camino del tronco, las primeras ramas corresponderían a las tentativas de la música electrónica y, más arriba, comenzaría a dominar la música electroacústica; conforme la copa del árbol estuviera más y más poblada, las huellas del futurismo tenderían, lentamente, a difuminarse.


Primeros neo-futuristas: George Antheil (1900-1959)

Entre los compositores que fueron más receptivos a la fiebre futurista, y cuya estela abiertamente perpetúan, descuella por méritos propios la figura marginal de George Antheil, pianista y compositor al que hoy por así decir ya no se ejecuta en concierto, pero que en su mejor época (los años 1920-1930) estuvo en primera línea de fuego (y nunca mejor dicho), aporreando pianos y atormentando oídos con más violencia que los futuristas genuinos. De su prolífica producción, harto irregular, un único título es realmente importante: Ballet Mécanique (1924), escrito en un principio como columna sonora del homónimo filme del pintor Fernand Léger (aunque finalmente la música no llegó a utilizarse, quedando el corto como ensayo silente), y que goza de una formación instrumental en verdad insólita: 16 pianolas, 2 pianos mecánicos, 4 tambores, 3 xilófonos, 7 campanas eléctricas, 3 hélices de avión, sirena y tam-tam; formación por lo demás bien acorde a las premisas futuristas de incorporar al cuerpo de la orquesta instrumentos “nuevos”, aquí las hélices de avión, que no hacen su rugiente aparición hasta el final de la obra.


El maquinismo: Arthur Honegger (1892-1955) & Alexander Mosolov (1900-1973)

Una de las consecuencias de la música futurista más resonantes fue, durante la década de 1920, el florecimiento de una estética maquinista, empeñada en ilustrar mediante la gran orquesta tradicional el dinamismo de las poderosas maquinarias de la modernidad. La obra maestra del género es el movimiento sinfónico Pacific 231 (1923), del suizo Arthur Honegger, soberbio ejercicio mimético, donde este sensacional compositor -más recordado hoy por ser miembro del grupo de “Los Seis” que por sus propias obras- consigue ilustrar con inusitada precisión cinematográfica el viaje de una locomotora, desde que arranca hasta que llega a su destino. La obra, harto superior -tanto en la técnica como en el trivial contenido- a cualquier entrega de los futuristas, tendría continuación espiritual en otros movimientos sinfónicos de Honegger, como en el mucho menos logrado Rugby (1928).

El ruso Mosolov, tras Honegger, es el autor de la segunda gran obra de estética maquinista más significativa de la década de 1920, el episodio sinfónico Fundición de acero (1927), cuya maciza y metálica orquestación -claramente influenciada por Prokofiev- hace honores al propósito del mismo: la descripción de lo que el título anuncia. Al margen de sus hipotéticos méritos, esta pieza de puro efecto alcanzaría en Occidente una difusión inusitada. La llegada de Stalin al poder malograría la prometedora carrera de Mosolov, cuyo destino, tras ser arrestado y condenado a trabajos forzados, no sería otro que el Gulag; rehabilitado, sucumbiría al academicismo oficialista.

Merece un comentario Alexander Tcherepnin (1899-1977), cuyas obras más audaces datan de la década de 1920, y en las que es patente un continuismo que entronca con el esfuerzo renovador impulsado por los futuristas. Debe retenerse la Primera sinfonía (1927), verdadera apoteosis del ritmo, cuyo segundo movimiento fue íntegramente escrito para percusión, algo que se hacía aquí por primera vez en la historia de la sinfonía.


La abstracción pura: Edgar Varèse (1883-1965)

La vinculación de Varèse con los futuristas fue indirecta pero acusada, debida a sus contactos con un gran ingenio italiano que no formó parte del movimiento, Ferruccio Busoni, cuya obra teórica es tanto más revolucionaria que la de los propios futuristas, al tratar la materia sonora con una ciencia de la que éstos carecían (con la excepción de Casella). Con Varèse, la música da un paso más allá, entrando de lleno en los dominios de la abstracción pura y la psicología de la percepción. Para ello, parte del supuesto de que los ruidos producidos por el mundo industrializado “han desarrollado nuestras percepciones auditivas”. La consecuencia de esto es obvia: el compositor necesita nuevas formas de expresión. Algo menos drástico en los medios que los futuristas, mas imbuido de su ideal renovador, Varèse añade a la orquesta tradicional (que mantiene) un buen contingente de instrumentos de percusión (a partir de entonces seña de identidad de cualquier obra de música moderna) e instrumentos electrónicos. Sus obras más representativas son Amérique (1921, 1ª versión; 1925, 2ª versión), en la que, a la gran orquesta y en su versión definitiva, incorpora 20 instrumentos de percusión y una sirena; y Déserts (1954), cuatro secuencias para 2 flautas, 2 clarinetes, 2 cornos, 3 trompetas, 3 trombones, 2 tubas, piano y 5 grupos de instrumentos de percusión, con 3 interpolaciones de sonidos organizados sobre banda magnética.


“Música concreta”: Pierre Schaeffer (1910-1995) & Pierre Henry (1927-2017)

El ingeniero Schaeffer es el legítimo sucesor de los futuristas (por así decir, supondría el tronco que prolonga la raíz), y el principal nombre de la “música concreta” en cuanto inventor de la misma. Entre 1949-1951 fundará/constituirá el denominado Grupo de Investigación sobre Música Concreta de la RTF, suerte de laboratorio sonoro donde se configurarán los principios estéticos de la “música concreta”, que con el tiempo dejará sistematizados en su Tratado de los objetos musicales (1966). Empero, la obra netamente “musical” de Schaeffer se resiente de su diletantismo. Su limitado conocimiento de las técnicas musicales se traduce en unos opúsculos un tanto deslavazados, mera acumulación de materiales sonoros sin una organización realmente consistente, artística. Ejemplo característico es su estimable Étude pathétique (1948), bien representativo a este respecto. El ensamblador Schaeffer es uno de esos técnicos del sonido cuyos ambiciosos propósitos rara vez se saldan en unos resultados acordes; de haber apuntado más bajo, hubiera logrado sin duda hacerse un nombre importante entre los ingenieros de efectos de sonido de Hollywood.  

Músico de formación académica, Pierre Henry es, junto a Schaeffer, el otro gran nombre propio de la “música concreta”, amén de pionero de la música electroacústica y uno de los más importantes compositores galos del siglo XX. Es coautor, junto al propio Schaeffer, de la Sinfonía para un hombre solo (Symphonie pour un homme seul, 1950), considerada la obra maestra de la “música concreta”, un gran fresco sonoro perfectamente interconectado con las entregas de la música futurista, en su búsqueda de la ampliación del campo de los sonidos “concretos” o reales, que sometidos a procesos de manipulación diversos, adquieren una dimensión nueva.


De los pianos preparados a la “música conceptual”: John Cage (1912-1992)

Cage es el eslabón fundamental entre los futuristas y el Nuevo Mundo. Iconoclasta y provocador en apariencia, de tendencias dadaístas aunque siempre atento a una organización de los materiales entendida como ordenación del caos, es uno de los músicos más apasionantes de los Estados Unidos, y junto a Charles Ives y Elliot Carter, puede considerarse la figura más influyente y controvertida de la escuela norteamericana; empero, su producción es enorme y, en consecuencia, tremendamente desigual: ora arroja verdaderas naderías al borde de la estafa conceptual (4’ 33’’, 1952), ora acopia obras esenciales capaces de decir algo nuevo (Imaginary landscape nº 1, 1939). Alumno de Schoenberg y Cowell, Cage estudió filosofía oriental e introdujo con dispar fortuna estas enseñanzas en su obras. Su trabajo con pianos preparados marcó una época y, desde la perspectiva histórica, se define como lo más significativo de su trabajo. Esta técnica, introducida tímidamente por el francotirador Satie, consiste en alterar el sonido natural del piano añadiendo a las cuerdas del mismo objetos variados (clavos, chapas, trozos de papel, etc.), lo que permite hacer del piano un instrumento de timbres múltiples e inexplorados, más propios de la percusión en cualquier caso. Con todos sus desequilibrios, Cage es uno de los compositores que más le debe al futurismo, a la par del que más caminos abrió: su música fue creada para el mañana. El reconocimiento póstumo en la recepción posmoderna de su obra no hace sino confirmarlo como el compositor del siglo XX que más esfuerzos -voluntarios o involuntarios, para bien y para mal- hizo por preparar la música del XXI.


Música posmoderna: Karlheinz Stockhausen (1928-2007)

Cuarteto de helicópteros, de Karlheinz Stockhausen

Stockhausen, el compositor más sobresaliente -para bien y para mal- de la segunda mitad del siglo XX, llevó al límite la experiencia del hecho musical, desafiando cualesquiera límites de/a la razón humana. Su obra es inmensa e inabarcable, casi cósmica en sus dimensiones, lo que de cara a un estudio siquiera sintético torna su análisis empresa titánica. Su pensamiento musical pulsa todas las cuerdas de la técnica compositiva: tonalidad, atonalidad, dodecafonismo, serialismo integral, neoclasicismo, microtonalismo, politonalidad, aleatoriedad, electrónica, música de sintetizador, “música concreta”, estocástica, minimalismo, formas combinatorias, misticismo, grafismo, formas móviles, etc.

Aquí nos conformaremos con reseñar uno de sus trabajos que más debe/bebe al/del movimiento futurista: el Cuarteto de helicópteros (1995), perteneciente a la ópera Miércoles de luz, y toda una performance dinámico-musical en la que intervienen un cuarteto de cuerdas tradicional (primer violín, segundo violín, viola y violonchelo) y cuatro helicópteros Black Hawk en marcha/al vuelo, con la siguiente organización: “Los miembros del cuarteto se reparten en cuatro helicópteros y tocan con el ruido de los motores. Hay un amplio dispositivo de cámaras, micrófonos y transformación y difusión electrónica”.

Tras conocer todo este tinglado, la original propuesta del autor desciende enteros cuando se tiene noticia del proyecto nunca realizado que lo precede, fruto de la imaginación enfebrecida de Russolo y del artista futurista Fedele Azari (1895-1930), cuya idea chocó aquí con la proeza técnica que entonces suponía llevar a cabo una obra de estas características, imposible de culminar dada su complejidad/dificultad intrínsecas: el objetivo del proyecto no era otro que el del Teatro Aéreo Futurista, un concierto a gran escala con aviones e intonarumori. Siete décadas después y con parejo espíritu rompedor, aunque insuflándole a la empresa un aliento místico-religioso nuevo, Stockhausen haría realidad este sueño.
      

José Antonio Bielsa Arbiol

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