Por José M.ª Sánchez de Muniáin
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El rey
Fernando III sirviendo a doce pobres descalzos y sentados a la mesa el Jueves
Santo.
(Antonio Casanova y Estorach, 1875)
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San Fernando (1198? - 1252) es, sin hipérbole, el
español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el
XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa
de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan
en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más
felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y
virtudes humanos.
A diferencia de su primo carnal San Luis IX de
Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en
todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes
a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo
terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.
Fernando III unió definitivamente las coronas de
Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de
Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores
tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una
primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando
planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras
mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en
su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue
tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos.
Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de
guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de
franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados.
Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como
lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.
Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico,
literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de
su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó
en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones
doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó
rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los
caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política
nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de
Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable
impulsor de la
Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada
cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de
jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la
paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del
prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente
expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre
excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó
benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a
los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica,
pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas
y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones
económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres
licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio
personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de
santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno,
enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de
corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado
caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que
hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los
guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos
enemigos, hasta el extremo inconcebible de logar que algunos príncipes y reyes
moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada parecido hemos leído de
reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la
honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido político»,
confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias
asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas
encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI
«el santo et bienauenturado rey Don Fernando».
* * *
Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma
persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su
siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.
Fue mortificado y penitente, como todos los santos;
pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda
finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica; es el relato
documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada
al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y
sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los
historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales.
Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para
dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto,
sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos
de Dios.
Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se
casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y
justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más
aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo
ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran
pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña
Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.
Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su
primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas
describen como «buenísima, bella, juiciosa y modesta» (optima, pulchra,
sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y
luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la
francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una
sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto
matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió
la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.
Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de
no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León
cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres),
habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso
lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de
los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.
* * *
Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No
fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que
de él nos hacen la Crónica
general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su
hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.
San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista:
jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen
jugador a las damas y al ajedrez, y de los juegos de salón.
Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es
delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo.
Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música
rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la
parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el
infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos
suponer, en el hogar paterno.
Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas,
especialmente una a la
Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el
hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: «todas estas
vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando».
Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de
porte, mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar, dotes de
conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento.
Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor
europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores
catedrales.
A un género superior de elegancia pertenece la menuda
noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su
hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía
Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni
cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los
polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey
cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del
alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y
caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los
automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un
Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a
lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la Corte de Castilla que ha
durado hasta nuestro siglo.
Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal
caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes
cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de
noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las
Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada
que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel
novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al
matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres
modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también
caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos
que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al
que consideraba indigno de tan estrecha investidura.
Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor,
caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de
una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.
* * *
De su reinado queda la fama de las conquistas, que le
acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En
tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los
asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o «cabalgadas» de
castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el
arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas
de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas.
Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y
los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba
retirarse a los que se fatigaban.
Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es
tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus
relaciones con la Santa
Sede , los prelados, los nobles, los municipios, las recién
fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las
herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su
administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades
conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su
protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente
ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica , aunque menos conocido.
Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador
moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la
prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. «San
Fernando –dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico– practica
desde el comienzo una política de lealtad.» Su obra «es el cumplimiento de una
política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par». Lo
subraya en su puntual biografía el padre Retana.
Sintiéndose con derecho a la reconquista patria,
respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro,
no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón
quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume
vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza
le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el
título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano
de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá
San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de
los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al
sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el África una faz distinta.
Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se
declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de
Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en
expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya
los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado «atleta de Cristo» y
«campeón invicto de Jesucristo». Aludían a sus resonantes victorias bélicas
como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.
Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por
igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con
toda verdad –se aventura a decir el mesurado Feijoo– que en otra nación alguna non
est inventus similis illi [no se ha encontrado ninguno semejante a él].
Efectivamente, parece puesto en la historia para
tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de
depresión espiritual.
Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien,
¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por
amor de Dios?
Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de
su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un
puñado de sus caballeros a la
Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó
ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus
caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice
la Crónica
latina: «irruit... Domini Spiritus in rege». Veían los suyos que todas sus
decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el
campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte
de su madre.
Diligencia significa literalmente amor, y negligencia
desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no
ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este
quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los
elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan
elocuente como éste: «no conoció el vicio ni el ocio».
Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de
oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de
Dios sobre su pueblo. «Si yo no velo –replicaba a los que le pedían
descansase–, ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?» Y su piedad, como la de
todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y
a la Virgen María.
A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban
una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al
arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable «Virgen
de las Batallas» que se guarda en Sevilla. En campaña rezaba el oficio parvo
mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su
ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de
Sevilla; es la «Virgen de los Reyes», que preside hoy una espléndida capilla en
la catedral sevillana. Renunciando a entrar como vencedor en la capital de
Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A
Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida
y regalada herencia.
La muerte de San Fernando es una de las más
conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al
cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo
y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces
plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: «El tránsito de San Fernando
oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida». Y añade: «Tal fue la
vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior
¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus
espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces
precedieron y anunciaron sus victorias?».
San Fernando quiso que no se le hiciera estatua
yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este
epitafio impresionante:
«Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de
Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é
de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el
más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más
sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía
servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y
ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España,
é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa
años.»
Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e
interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado
en nuestra Patria.
José M.ª
Sánchez de Muniáin, San Fernando III de Castilla y León, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid,
Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 523.
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