“Valores”, “paradigmas”, pareciera que son
términos que están muy de moda, que han hecho fortuna y han logrado una
difusión extraordinaria en el lenguaje de uso común por gentes más o menos bien
intencionadas. No obstante, son, en realidad, términos artificialmente
inculcados que conllevan nociones tremendamente nocivas y recurso casi
universal para difuminar aquello
que no se quiere decir expresamente o para enmascarar lo que se está manifestando,
pues, en realidad, no se especifica nada.
El uso de esta terminología NO ES NEUTRO, NI
INOCENTE, sino que determina posiciones filosóficas e ideológicas deleznables
que han sido estudiadamente difundidas, e infundidas, por acción de propaganda subliminal por trasvase ideológico
inadvertido mediante el lenguaje, táctica de psicología social en la “guerra
subversiva” que, en forma dialéctica, efectúa un cambio de
mentalidad para forzar lo que denominan “cambio de paradigma” (fundamento de la
teoría de la ciencia revolucionaria de Thomas Kuhn). La guerra subversiva se
asienta en dos tipos de acciones complementarias que deben operar
simultáneamente: la propaganda destinada a despojar de la anterior estructura
moral, social y administrativa a aquello que se ha de someter y la propaganda
destinada a inducir en la mente de los hombres determinada ideología, hasta ser
asumida como propia.
Para comprender cómo opera esta técnica de
actos condicionados, en las escuelas de adiestramiento revolucionario, la enseñanza
clásica proponía como ejercicio el problema de «¿Cómo lograr que un gato acepte
comer pimienta?», a pesar de que les desagrada enormemente y la rechazan, al
que se le daba tres posibles soluciones. La primera sería abriendo el hocico
del gato, por la fuerza; respuesta considerada errónea al faltar el
consentimiento del gato. La segunda respuesta sería poner la pimienta en un
alimento que le guste (un pescado p. ej.), también errónea, porque el gato lo
escupiría en cuanto la descubriera. La respuesta considerada correcta es
esparcir pimienta en la alfombrilla que habitualmente usa el gato; cuando el
gato se tienda sobre la pimienta, sentirá incomodidad y escozor y comenzará a
lamerse para aliviar sus molestias. El resultado obtenido sería que el gato
come la pimienta, que detesta de forma natural, por su propia voluntad,
totalmente condicionada. El gato no se percatará en forma alguna, ni sentirá,
que una voluntad externa lo obliga a un acto contrario a su naturaleza, de
manera que ejecuta el acto espontáneamente, una vez ha sido previamente
condicionado.
En esto de “los valores” y de los “paradigmas”
hay algo más que mero artificio terminológico, puesto que se esconden
cuestiones y principios fundamentales. Sin embargo, se ha “vendido” tan bien,
que innumerables asociaciones de todo pelaje, hasta la propia Iglesia y las
gentes de bien pensar, han caído, asumiéndolos como propios, no dándose cuenta
de la tremenda trampa doctrinal que suponen (como tímidamente admitió y
advirtió en un brevísimo artículo titulado ¿Valores o virtudes?, en 15 de junio
de 2012, Mons. Agustín Cortés Soriano, actual obispo de Sant Feliu de
Llobregat), y ni siquiera se atreven a proponer una educación religiosa
católica, sino una “educación en valores”,
(siendo digno de leer el Reglamento del Centro de Estudios Teológicos de
Sevilla, agregado a la
Facultad de Teología de Granada, en el que, sin rubor, se
establecen “Paradigmas específicos para cada
Plan de Estudios” —hasta 11 veces aparece el término “paradigma” y no desde luego en su sentido
etimológico—) [http://www.cetsevilla.com/REGLAMENTOCET.pdf].
Así nos encontramos que muchas instituciones y asociaciones que se consideran a
sí mismas católicas de pro y, desconcertantemente, “doctrinalmente impolutos”,
enaltecen la ilustración, justifican la revolución francesa y defienden el
corrupto sistema imperante, en virtud de lo que está “institucionalizado” y es
“políticamente correcto”.
Pero cuando se utiliza el vago término de “valores con los que hay que identificarse
individual y colectivamente”, ¿a qué “valores” se está haciendo
referencia? y ¿qué se está entendiendo por “valores”? Hasta hace unas décadas
el término “valor” se aplicaba habitualmente al precio dinerario de los bienes
u objetos, a magnitudes en física o matemáticas, a los títulos y documentos
bursátiles; o como “valentía”, cualidad en el ánimo que mueve a acometer y a
afrontar algún peligro, y en sentido genérico, en Filosofía, a la cualidad que
poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo que son estimables, es
decir, estimadas por quienes las aprecian.
La cuestión de los “valores” se debe al
planteamiento del sistema filosófico llamado axiología, (Teoría de los Valores,
del griego áxios [ἄξιος], digno),
cuyo sistematizador fue el alemán Max Scheler, a principios del siglo XX. Ya
José Antonio Primo de Rivera definiría al hombre con la vaga idea, tomada de
Scheler a través de Ortega, como “portador de valores eternos”. Evidentemente
los “valores” a los que debía hacer referencia José Antonio, nada tenían que
ver con los “valores” del revolucionario profesional soviético de Lenin, ni
estos con los pretendidos “valores” democráticos bajo los que se justificó el
terror en la revolución francesa, etc., etc., de donde se deduce que eso de los
“valores” es algo contingente e indeterminado, utilitario, dependiente de un
sustrato ideológico previo.
En origen, ésta teoría se dirigió contra el
positivismo cientifista materialista que dominaba en la mentalidad de la época.
Para esa mentalidad sólo es real lo que es de algún modo tangible, esto es,
asequible a los sentidos, cuantificable y mensurable. Lo que desborde ésto,
como la bondad, la belleza de las cosas, incluso los olores, colores, sonidos,
etc., no son sino reacciones subjetivas que sólo se dan en las mentes sobre las
que actúan esos átomos o vibraciones materiales, por lo que para esa concepción
cientifista, se excluye de la auténtica realidad lo más propiamente humano, ya
sea natural o sobrenatural —y por tanto del ámbito de la investigación—. Por
influencia del positivismo se conoce hoy como ciencias positivas, sólo las de
base fisicomatemática, oponiendo a lo real (positivo), lo irreal (negativo),
que no serían verdaderas ciencias. Por lo mismo se opone a los juicios del
“ser”, como meramente subjetivos.
Max Scheler y los axiólogos opusieron, al
reduccionismo positivista, una curiosa división de la realidad entre “ser” y
“valor”. “Ser” sería lo que se reivindica como sola “realidad científica”, lo
cognoscible por la experiencia sensible y cuantificable racionalmente. El
“valor”, en cambio, sería algo inasequible a los sentidos y a la razón, algo
que sólo es objeto de una “intuición emocional”; unido a un “ser”, puede
separarse de él. Max Scheler,
ampliará la concepción fenomenológica de Husserl para estudiar los fenómenos de
la vida emocional del hombre (“valores” [Wertethik]) a partir de los cuales
elabora una fundamentación personalista de la ética. La realidad se
compondría así de “ser” y de “valor”; aquél se conoce por los sentidos y la
razón, éste se intuye mediante una capacidad estimativa de apreciación (se
valora).
Los axiólogos, entendiendo haber “descubierto
la otra mitad de la realidad” —el mundo de los “valores”—, proceden a definir y
clasificar las distintas clases o especies de “valor”, estableciendo una
“jerarquía”. La realización de los “valores” se concretaría en modelos humanos.
Pero la ética de los valores es polarizada,
todos los valores se organizan siendo tanto positivos como negativos (tan
“valor” es el “amor” como el “odio”) y establece una jerarquía, que denomina “escala de valores”; primero los
valores Instintivos (de agrado): (dulce – amargo); segundo, los Vitales (sano –
enfermo); terceros, los valores Espirituales, que se dividen en Estéticos
(bello – feo); Jurídicos: (justo – injusto) e Intelectuales (verdadero –
falso); y por último los Sacros (santo – profano). La moral consistirá, para la axiológica (teoría
de los valores), en observar, en cada conducta concreta, la “jerarquía” de
“valores” específica, es decir, en anteponer los superiores a los
inferiores según sus categorías; y el desorden en obrar inversamente, pero sin
dejar de ser “valor”, pudiendo
darse “jerarquía de valores” y “valores” de sentido opuesto. A pesar
de su proclamada “objetividad” como realidad, es más que evidente que toda
estimación emocional ha de ser llevada a cabo por un sujeto, diferente de la de
otro sujeto, y toda apreciación ha de ser subjetiva, pudiendo incluso ser
declinada. Así pues, “la paz” puede ser considerada un “valor” en la sociedad
civil y “la violencia” un valor revolucionario. Habría que explicar a aquellos
a los que se les llena la boca hablando de “valores” y “escala de valores” que
entran en el terreno del sentimentalismo subjetivo de tal modo que lo amargo,
enfermo, feo, injusto, falso o profano son también “valores” en una “escala de
valores”, en ésta teoría, según sean apreciados.
El personalismo es una corriente filosófica,
de 1930, que toma como base y antecedente la Antropología filosófica
kantiana ilustrada, que, en la segunda parte de la obra Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (1785), considera al hombre “imperativo categórico”. A
través de esta fórmula del imperativo categórico, Kant no hace otra cosa, que
colocar a la persona como centro de la reflexión, como “ser” absoluto,
radicalmente distinto de las cosas y como criterio de juicio determinante para
adecuar el obrar. Sólo “el ser racional
existe como fin en sí mismo” y “posee un valor absoluto”, en el “reino de los fines”, acentuándose
finalmente la autonomía del hombre. Las hipótesis antropocentristas
personalistas del mal llamado humanismo cristiano, voluntarismo fenomenológico
determinista del que es dependiente, derivaron en dos tendencias sociopolíticas
a las que llegan los pensadores personalistas, la “democracia cristiana”
(monstruo metafísico), elaborada principalmente por Maritain, y el
“cristianismo libertario”, encabezado por Mounier, que podrán ser humanismo
—por su antropocentrismo— y cristiano —por la influencia ideológica de las
sectas protestantes—, pero desde luego no católico, apostólico, romano.
La
filosofía clásica (tanto la
tradición aristotélica como la escolástica), no
advierte ni la necesidad, ni la utilidad de esa pretendida división de la
realidad en “ser” y “valor”. Partiendo de la noción del “ser”,
que se manifiesta tanto a los sentidos como al entendimiento, Aristóteles, como
es sabido, dividió la realidad de todo el “ser” en diez categorías, grupos o
géneros supremos a los que todo lo que es “ser” se reduce, la sustancia (“ser”
en sí) y nueve accidentes (“ser” en otro). Partiendo de un “ser” u objeto
cualquiera, si se pregunta sucesivamente ¿qué es? se pasará por la especie, el
género próximo, el género remoto y la categoría o género supremo, llegando a
las categorías de accidente (calidad, cantidad, acción, relación, posición,
lugar, tiempo. etc.). El “ser” es una noción compleja objeto de la Metafísica , y de cómo
se concibe éste, dependen completamente los sistemas de filosofía que se
propongan. Se dice que es trascendental porque trasciende, va más allá, de las
categorías o géneros supremos, el “ser” lo abarca todo sin precisar nada. Pero
hay otras nociones que, al igual que el “ser”, también trascienden las
categorías y se pueden decir de todo, como la unidad, la verdad, la bondad,
etc., llamadas por eso trascendentales, precisamente porque, como aspectos o
propiedades del “ser”, significan lo mismo que el “ser”, pero con referencia a
algo.
Para la filosofía tradicional del “ser”, el
“valor” es el mismo “ser” en cuanto perfeccionante deseable, o querido, por la
voluntad que lo pretenda rectamente. La deseabilidad de las cosas en la
conducta humana viene regida por el orden mismo del “ser”, por la ley natural,
el obrar según el bien y su orden natural crea en el hombre las virtudes
morales y hábitos de bien. Para la axiología contemporánea, en cambio, el
“valor” es algo distinto al “ser”, que se superpone y que se alcanza mediante
un acceso diferente, la “intuición emocional
de valorar”. Aquí radica la discrepancia, la “jerarquía de los valores”,
por mucho que el sujeto la conozca y la aprecie, no obliga a su observancia,
todo lo más, determina una valoración estética emocional considerada como una
realidad.
El relativismo postmoderno, hace referencia a
“los valores” como meras apreciaciones, opinión o sensación que se tiene de
algo que se valora de forma personal y por la comunidad, en tiempo y lugar
concreto (paradigma). El pensamiento postmoderno, renuncia a la verdad, en
general, y a la verdad del fundamento, en particular. Tal renuncia siempre
culmina en un relativismo subjetivista (subjetivismo puro) o incluso en
nihilismo, e incurre en el defecto, en lógica, del “circulo vicioso”, pues como
se predica que las sociedades “evolucionan” se dice, también que los juicios de
valor son variables, introduciendo un relativismo general. Esto es, si en efecto
lo que cada cual considera legítimo y razonable son sólo apreciaciones u
opiniones, nada podemos afirmar sin aceptar que los juicios valen sólo en el
“paradigma actual”, aquí y ahora y si la validez de todo pensamiento, de todo
juicio, es provisional y depende de su “valor” como apreciación por los demás,
consensual y contractual, como la validez de los juicios de los demás dependen
también de los otros, estamos en una falacia en “círculo vicioso” del que no
hay modo de salir, lo que implica que en sentido absoluto no valen como
razonamiento lógico.
Aquello que en mayor medida caracteriza esta
perversión de términos es su intención de establecer un modelo de persona (“un
nuevo paradigma”) que actúe de acuerdo con lo que se pretende sean sus propios
“valores autónomamente elegidos”, cuando en realidad son enseñanzas
preconcebidas dirigidas a desarrollar una dimensión ética y moral ideologizada
en sentido integral, mediante la “educación en valores”, como sustituto
laicista de principios y creencias, preocupada en formar ciudadanos
absolutamente sumisos a lo que la ideología de cada Estado imponga como
“valores correctos” y críticos con lo que cada Estado determine “valores
incorrectos”. Se hace con los adultos exactamente lo mismo que con el
adoctrinamiento sobre niños, esto es, que se asuman determinadas posiciones
ideológicas sin cuestionarlas, impidiendo que se paren a pensar QUÉ SIGNIFICAN
REALMENTE.
Este invento relativista y subjetivista está intentando desterrar de la
humanidad la noción natural de las virtudes, universales y objetivas,
disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros
actos, ordenan nuestros apetitos y guían nuestra conducta —a las que se le
oponen los vicios—, y se están tratando de sustituir por “valores”, contingentes
y subjetivos, donde a unos “valores” y “jerarquía de valores” dada, se le
contraponen otros “valores” y “jerarquía de valores” de distinto signo y parece
ser que este despropósito no hay quien lo corrija.
Luis B. de PortoCavallo
Publicado en Ahora Información el 14 - 9 - 2018
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