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Los resultados y cambalaches derivados de los últimos procesos electorales parecen haber producido una cierta consternación entre las gentes, que ven como inminente el colapso de la realidad histórica de los pueblos de España. Estas líneas tienen como único propósito ahuyentar el fantasma del desaliento, de un aparentemente razonable fatalismo, que nos puede estar asediando en estos momentos a muchos.
Ante todo, es necesario afirmar una vez
más que “la desesperación en política es
una estupidez” (MAURRAS), pues la política, como cualquier otra actividad
propiamente humana, está y seguirá estando siempre abierta a la indeterminación
de la historia, ya que su curso depende
en última instancia del ejercicio de la libertad por los hombres que viven en
sociedad. No hay que perder la perspectiva histórica, y tenemos aún recientes
ejemplos bien significativos. Frente a los que “sacralizan” los paradigmas hoy imperantes es preciso convencerse
de que en política, para bien o para mal, no hay estados de cosas o estructuras
irreversibles y, mucho menos, perennes.
Es preciso dar la batalla en las
instituciones, no hay que ceder a la tentación del guetto. Pero, al mismo
tiempo, no podemos ser tan ingenuos como para caer en el sofisma de que es
preciso aceptar el sistema, incorporándose a su juego dialéctico, camuflando o
aguando tácticamente las propias convicciones con el propósito de último de
infiltrarse en aquél y cambiarlo desde dentro. La experiencia nos ha mostrado
una y otra vez que este tipo de táctica se convierte rápidamente en estrategia
y acaba desembocando en la defección en los ideales que se venían profesando,
por simple aplicación del principio de que “o
se vive como se piensa, o se acaba pensando tal y como de hecho se vive”.
Determinados partidos o candidaturas han
despertado la esperanza en algunas gentes de bien, planteando medidas que
parecía que ya nadie se atrevería jamás a promover. La amenaza secesionista, la
imposición totalitaria de la ideología de género o el sometimiento lacayuno de
los teóricos poderes constituidos a otros poderes globales prácticamente
inapelables e irresponsables, han despertado cierta reacción en algunos
dirigentes políticos. No obstante, también el Sistema ha sabido encauzar a esta
sorpresivamente vociferante
disidencia, imponiéndole claudicaciones palmarias y vergonzosas.
El hecho de recurrir ocasionalmente a la
táctica electoral no tiene excesiva trascendencia, es, a lo más, una concesión
puntual al oportunismo. La mayoría de las veces responde a la realidad de la
honestidad personal de determinados candidatos, de la que creemos poder
responder. Esto no deja de ser algo muy razonable o, al menos, muy humano. Lo
grave es creer que lo que de verdad importa, los elementos sustantivos del bien
común, van a poderse alcanzar a través de los mismos medios que han contribuido
durante décadas a su continua degradación y marginación. Fundamentar la
estrategia y la acción política en las elecciones, al menos en ámbitos que
exceden ampliamente la esfera municipal o de conocimiento razonable por parte
de los votantes, equivale a aceptar ser engullido por el Sistema, lo que en
definitiva constituye el mayor fracaso histórico que puede darse.
“La
ficción democrática hace a los hombres libres durante un día, al poder elegir
en el momento de votar entre varios nombres, que representan, más que
determinadas ideas o intereses sociales, las camarillas que pueden poseer el
Poder. Pero, en cambio de esto, los hace esclavos durante el resto de sus vidas
al devolverles esa supuesta soberanía en forma de un diluvio de delegados del
Poder central que pueden fiscalizar y organizar todos los órdenes de su
existencia sin que les quepa oponer resistencia ni individual ni colectiva” (Juan VÁZQUEZ DE MELLA y FANJUL, Discurso
en el Congreso de 18 de junio de 1907).
Decía DONOSO CORTÉS que “el principio electivo es de suyo cosa tan
corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en
que ha prevalecido, han muerto gangrenadas”. Es como meter la mano en un
telar mecánico; lo mejor que le puede suceder a uno en estos casos es que
conserve la vida, … a costa naturalmente de perder, como mínimo, un brazo.
Cuando una persona honesta y trabajadora entra en el juego de las logomaquias
características de las ideologías modernas está renunciando de facto a la defensa de sus propias
convicciones, y asumiendo, en cambio, la lucha en favor de aquellas otras que,
en principio, sólo estaba dispuesto a tolerar como un mal menor.
En el mismo sentido, afirmaba Eugenio
VEGAS LATAPIÉ en La causa del mal:
“Los partidos contrarrevolucionarios,
lejos de dedicarse principalmente a propagar y difundir el ideario que debieran
defender, se olvidan de la suprema verdad política, de que las ideas gobiernan
a los pueblos, y dedican todos sus esfuerzos y energías a servirse de las
instituciones revolucionarias, a la vez que familiarizan con ellas a sus
afiliados, a las que van tomando apego, con lo que, perdidos de vista los fines
perseguidos, se truecan de hecho, a su pesar, en agentes y auxiliares de la Revolución ”.
Pues bien, la evidencia inmediata que
corrobora estos asertos es el hecho de que hoy ya no hay partidos propiamente
contrarrevolucionarios en las instituciones, porque la legalidad revolucionaria
es incuestionable, y la
Revolución es toda de una pieza; de derecha, de centro o de
izquierda, da lo mismo: cada uno tiene su papel, no son más que tempos dinámicos del mecanismo de un
único motor de explosión, velocidades cortas o largas. La vanguardia corresponde
a la izquierda, al sinistrismo
político, que da fe del deslizamiento dialéctico de la historia hacia la
izquierda (GRAMSCI). La derecha, o mejor el llamado centro-derecha, sirve para
consolidar los logros revolucionarios, para darles una pátina de
respetabilidad, bien sea desde una perspectiva conservadora o bien a través de un teórico justo medio, que no es
tal desde el momento en que se manipula constantemente el fiel de la balanza en
una misma dirección.
Emil BRUNNER, en su imprescindible obra
titulada “La Justicia ”,
declara que “es fatídica la ofuscación
que se manifiesta en la errónea creencia de que el antídoto más enérgico y
eficaz para el Estado totalitario sea la democracia. (…). El Estado totalitario no es como la
dictadura, una forma de Estado, sino que es la absorción de todas las instituciones
y todos los derechos por el Estado... la plena libertad del Estado para llamar
Derecho a aquello que le venga en gana... es la omniestatalidad, la estatalización integral de la vida, que es
posible sólo cuando se ha arrebatado el poder a las formas de vida
pre-estatales y al individuo. Es verdad que esta omniestatalización tiene una
cierta afinidad con la dictadura; pero propiamente su raíz histórica la tiene
en la República
de la Revolución
francesa en el «Contrat social», de
Rousseau, en su principio de la «aliénation
totale»”.
En línea con este planteamiento, señala
Rafael GAMBRA en Eso que llaman Estado
apunta: “Las ideas que engendraron la Revolución francesa no
se dirigieron sólo a lograr una estable y efectiva limitación del Poder que
garantizase la libertad de los hombres y de los grupos. Aunque fue la Libertad el primero de
sus lemas y el objeto de su culto, su profunda inspiración racionalista les
impuso un objetivo mucho más profundo y bien diferente. Para el racionalismo
político no bastaba que la soberanía individual estuviese garantizada contra
las extralimitaciones del Poder, sino que, además, no debería admitir ningún
poder que no hubiese emanado de ella misma. ¿Por qué buscar los medios de
limitar a unos poderes históricos nacidos del azar o de la conquista, y, por lo
mismo, siempre sospechosos? Constitúyase un nuevo Poder racional, que nazca
precisamente de la soberanía de todos, que represente la voluntad general. Este
Poder no necesitará ya de otras agrupaciones humanas, también históricas y
vacilantes, para limitarlo y servirle de contrapoder, sino que, por su mismo
preclaro origen, dejará de resultar sospechoso de extralimitaciones, es decir,
podrá ser absoluto. Así – decía MONTESQUIEU -, «al ser en la democracia el
mismo pueblo el que manda, se ha colocado la libertad en esta clase de
gobierno, y se ha confundido el Poder del pueblo con la Libertad del pueblo».
«Esta conclusión – añade JOUVENEL – es el principio del despotismo moderno»”.
Contra esta deriva
autodestructiva de la claudicación doctrinal ante el Sistema y sus múltiples
tentáculos, alertaba también Leonardo CASTELLANI: “Creer que el fin último de la política es alcanzar o arrebatar el
poder es un error y una estupidez. Es menester pedirles a los nacionalistas que
no pongan su victoria en la consecución del poder - … - sino en la difusión
triunfante de sus ideas, suponiendo que las tengan” (L. CASTELLANI).
Concluyendo pues, ante todo, estudio,
formación y reflexión, afán por escudriñar la verdad, la realidad de las cosas.
Y después, sólo después, acción, sabiendo que la acción que no está guiada por
un pensamiento no es sino pura animalidad. En el ámbito de la acción, se puede
y probablemente se debe hacer uso de los recursos que eventualmente brinde la
falsa - por ilegítima - legalidad revolucionaria, pero siempre con un prudente
discernimiento, siempre sobre partiendo de realidades concretas, próximas,
naturalmente dispuestas como espacios de libertades civiles en los que
cristaliza la sociabilidad humana. ¿Cuáles son esas realidades? Principalmente
dos: en lo social, la profesión, el mundo del trabajo; en lo propiamente
político, el municipio, la comunidad civil elemental.
“¿Qué hacer, pues – pregunta Rafael GAMBRA en su obra ya citada -, si las instituciones autónomas no pueden
ser creadas por el Estado, ni los individuos aisladamente pueden con una acción
personal cambiar el signo de instituciones de ambiente estatista? (…): crear
las condiciones para un nuevo patrimonio familiar y para una vida autónoma de municipios
y corporaciones. (…). Labor humilde y sensible, de condicionamiento y
restauración, que recoja los restos de autonomía y espontaneidad que la
sociedad conserva, pese a los sucesivos raseros planificadores, e impulse su
vida, hoy aislada y precaria. (…). El dualismo y la tensión que la libertad
humana requiere sólo se logra en esa estructura ambivalente basada en la
realidad de las cosas mismas. En frase de CAMUS, «el sindicalismo, base
concreta de la profesión, y el municipio, base del orden político real, son la
negación, en provecho de la realidad, del centralismo burocrático y abstracto
de la Revolución. De
aquí que la verdadera rebelión humana se apoye siempre sobre las realidades
concretas, la profesión, el municipio, que transparentan el ser, el corazón
vivo de los hombres y de las cosas». Realidades todas que nos sitúan en esa
esfera media, serena y cálida, de las agrupaciones naturales de los hombres y
de los pueblos”.
JAVIER ALONSO DIÉGUEZ
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