NO SE EQUIVOQUEN


Foto: Heraldo de Aragón

Los resultados y cambalaches derivados de los últimos procesos electorales parecen haber producido una cierta consternación entre las gentes, que ven como inminente el colapso de la realidad histórica de los pueblos de España. Estas líneas tienen como único propósito ahuyentar el fantasma del desaliento, de un aparentemente razonable fatalismo, que nos puede estar asediando en estos momentos a muchos.

Ante todo, es necesario afirmar una vez más que “la desesperación en política es una estupidez” (MAURRAS), pues la política, como cualquier otra actividad propiamente humana, está y seguirá estando siempre abierta a la indeterminación de la historia, ya que su curso  depende en última instancia del ejercicio de la libertad por los hombres que viven en sociedad. No hay que perder la perspectiva histórica, y tenemos aún recientes ejemplos bien significativos. Frente a los que “sacralizan” los paradigmas hoy imperantes es preciso convencerse de que en política, para bien o para mal, no hay estados de cosas o estructuras irreversibles y, mucho menos, perennes.

Es preciso dar la batalla en las instituciones, no hay que ceder a la tentación del guetto.  Pero, al mismo tiempo, no podemos ser tan ingenuos como para caer en el sofisma de que es preciso aceptar el sistema, incorporándose a su juego dialéctico, camuflando o aguando tácticamente las propias convicciones con el propósito de último de infiltrarse en aquél y cambiarlo desde dentro. La experiencia nos ha mostrado una y otra vez que este tipo de táctica se convierte rápidamente en estrategia y acaba desembocando en la defección en los ideales que se venían profesando, por simple aplicación del principio de que “o se vive como se piensa, o se acaba pensando tal y como de hecho se vive”.

Determinados partidos o candidaturas han despertado la esperanza en algunas gentes de bien, planteando medidas que parecía que ya nadie se atrevería jamás a promover. La amenaza secesionista, la imposición totalitaria de la ideología de género o el sometimiento lacayuno de los teóricos poderes constituidos a otros poderes globales prácticamente inapelables e irresponsables, han despertado cierta reacción en algunos dirigentes políticos. No obstante, también el Sistema ha sabido encauzar a esta sorpresivamente vociferante disidencia, imponiéndole claudicaciones palmarias y vergonzosas.

El hecho de recurrir ocasionalmente a la táctica electoral no tiene excesiva trascendencia, es, a lo más, una concesión puntual al oportunismo. La mayoría de las veces responde a la realidad de la honestidad personal de determinados candidatos, de la que creemos poder responder. Esto no deja de ser algo muy razonable o, al menos, muy humano. Lo grave es creer que lo que de verdad importa, los elementos sustantivos del bien común, van a poderse alcanzar a través de los mismos medios que han contribuido durante décadas a su continua degradación y marginación. Fundamentar la estrategia y la acción política en las elecciones, al menos en ámbitos que exceden ampliamente la esfera municipal o de conocimiento razonable por parte de los votantes, equivale a aceptar ser engullido por el Sistema, lo que en definitiva constituye el mayor fracaso histórico que puede darse.

“La ficción democrática hace a los hombres libres durante un día, al poder elegir en el momento de votar entre varios nombres, que representan, más que determinadas ideas o intereses sociales, las camarillas que pueden poseer el Poder. Pero, en cambio de esto, los hace esclavos durante el resto de sus vidas al devolverles esa supuesta soberanía en forma de un diluvio de delegados del Poder central que pueden fiscalizar y organizar todos los órdenes de su existencia sin que les quepa oponer resistencia ni individual ni colectiva” (Juan VÁZQUEZ DE MELLA y FANJUL, Discurso en el Congreso de 18 de junio de 1907).

Decía DONOSO CORTÉS que “el principio electivo es de suyo cosa tan corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido, han muerto gangrenadas”. Es como meter la mano en un telar mecánico; lo mejor que le puede suceder a uno en estos casos es que conserve la vida, … a costa naturalmente de perder, como mínimo, un brazo. Cuando una persona honesta y trabajadora entra en el juego de las logomaquias características de las ideologías modernas está renunciando de facto a la defensa de sus propias convicciones, y asumiendo, en cambio, la lucha en favor de aquellas otras que, en principio, sólo estaba dispuesto a tolerar como un mal menor.

En el mismo sentido, afirmaba Eugenio VEGAS LATAPIÉ en La causa del mal: “Los partidos contrarrevolucionarios, lejos de dedicarse principalmente a propagar y difundir el ideario que debieran defender, se olvidan de la suprema verdad política, de que las ideas gobiernan a los pueblos, y dedican todos sus esfuerzos y energías a servirse de las instituciones revolucionarias, a la vez que familiarizan con ellas a sus afiliados, a las que van tomando apego, con lo que, perdidos de vista los fines perseguidos, se truecan de hecho, a su pesar, en agentes y auxiliares de la Revolución.

Pues bien, la evidencia inmediata que corrobora estos asertos es el hecho de que hoy ya no hay partidos propiamente contrarrevolucionarios en las instituciones, porque la legalidad revolucionaria es incuestionable, y la Revolución es toda de una pieza; de derecha, de centro o de izquierda, da lo mismo: cada uno tiene su papel, no son más que tempos dinámicos del mecanismo de un único motor de explosión, velocidades cortas o largas. La vanguardia corresponde a la izquierda, al sinistrismo político, que da fe del deslizamiento dialéctico de la historia hacia la izquierda (GRAMSCI). La derecha, o mejor el llamado centro-derecha, sirve para consolidar los logros revolucionarios, para darles una pátina de respetabilidad, bien sea desde una perspectiva conservadora o bien a través de un teórico justo medio, que no es tal desde el momento en que se manipula constantemente el fiel de la balanza en una misma dirección.

Emil BRUNNER, en su imprescindible obra titulada La Justicia, declara que “es fatídica la ofuscación que se manifiesta en la errónea creencia de que el antídoto más enérgico y eficaz para el Estado totalitario sea la democracia. (…). El Estado totalitario no es como la dictadura, una forma de Estado, sino que es la absorción de todas las instituciones y todos los derechos por el Estado... la plena libertad del Estado para llamar Derecho a aquello que le venga en gana... es la omniestatalidad, la estatalización integral de la vida, que es posible sólo cuando se ha arrebatado el poder a las formas de vida pre-estatales y al individuo. Es verdad que esta omniestatalización tiene una cierta afinidad con la dictadura; pero propiamente su raíz histórica la tiene en la República de la Revolución francesa en el «Contrat social», de Rousseau, en su principio de la «aliénation totale»”.

En línea con este planteamiento, señala Rafael GAMBRA en Eso que llaman Estado apunta: “Las ideas que engendraron la Revolución francesa no se dirigieron sólo a lograr una estable y efectiva limitación del Poder que garantizase la libertad de los hombres y de los grupos. Aunque fue la Libertad el primero de sus lemas y el objeto de su culto, su profunda inspiración racionalista les impuso un objetivo mucho más profundo y bien diferente. Para el racionalismo político no bastaba que la soberanía individual estuviese garantizada contra las extralimitaciones del Poder, sino que, además, no debería admitir ningún poder que no hubiese emanado de ella misma. ¿Por qué buscar los medios de limitar a unos poderes históricos nacidos del azar o de la conquista, y, por lo mismo, siempre sospechosos? Constitúyase un nuevo Poder racional, que nazca precisamente de la soberanía de todos, que represente la voluntad general. Este Poder no necesitará ya de otras agrupaciones humanas, también históricas y vacilantes, para limitarlo y servirle de contrapoder, sino que, por su mismo preclaro origen, dejará de resultar sospechoso de extralimitaciones, es decir, podrá ser absoluto. Así – decía MONTESQUIEU -, «al ser en la democracia el mismo pueblo el que manda, se ha colocado la libertad en esta clase de gobierno, y se ha confundido el Poder del pueblo con la Libertad del pueblo». «Esta conclusión – añade JOUVENEL – es el principio del despotismo moderno»”.

Contra esta deriva autodestructiva de la claudicación doctrinal ante el Sistema y sus múltiples tentáculos, alertaba también Leonardo CASTELLANI: “Creer que el fin último de la política es alcanzar o arrebatar el poder es un error y una estupidez. Es menester pedirles a los nacionalistas que no pongan su victoria en la consecución del poder - … - sino en la difusión triunfante de sus ideas, suponiendo que las tengan” (L. CASTELLANI).

Concluyendo pues, ante todo, estudio, formación y reflexión, afán por escudriñar la verdad, la realidad de las cosas. Y después, sólo después, acción, sabiendo que la acción que no está guiada por un pensamiento no es sino pura animalidad. En el ámbito de la acción, se puede y probablemente se debe hacer uso de los recursos que eventualmente brinde la falsa - por ilegítima - legalidad revolucionaria, pero siempre con un prudente discernimiento, siempre sobre partiendo de realidades concretas, próximas, naturalmente dispuestas como espacios de libertades civiles en los que cristaliza la sociabilidad humana. ¿Cuáles son esas realidades? Principalmente dos: en lo social, la profesión, el mundo del trabajo; en lo propiamente político, el municipio, la comunidad civil elemental.

¿Qué hacer, pues – pregunta Rafael GAMBRA en su obra ya citada -, si las instituciones autónomas no pueden ser creadas por el Estado, ni los individuos aisladamente pueden con una acción personal cambiar el signo de instituciones de ambiente estatista? (…): crear las condiciones para un nuevo patrimonio familiar y para una vida autónoma de municipios y corporaciones. (…). Labor humilde y sensible, de condicionamiento y restauración, que recoja los restos de autonomía y espontaneidad que la sociedad conserva, pese a los sucesivos raseros planificadores, e impulse su vida, hoy aislada y precaria. (…). El dualismo y la tensión que la libertad humana requiere sólo se logra en esa estructura ambivalente basada en la realidad de las cosas mismas. En frase de CAMUS, «el sindicalismo, base concreta de la profesión, y el municipio, base del orden político real, son la negación, en provecho de la realidad, del centralismo burocrático y abstracto de la Revolución. De aquí que la verdadera rebelión humana se apoye siempre sobre las realidades concretas, la profesión, el municipio, que transparentan el ser, el corazón vivo de los hombres y de las cosas». Realidades todas que nos sitúan en esa esfera media, serena y cálida, de las agrupaciones naturales de los hombres y de los pueblos”.


JAVIER ALONSO DIÉGUEZ

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