EDUCACIÓN EN PERSPECTIVA CLÁSICA O TRADICIONAL (II)



La Escuela de Atenas, de RAFAEL


Nace la enseñanza estatal, al impulso de la Revolución francesa, para suprimir la intervención de la Iglesia en la función docente. Napoleón Bonaparte, en la ley del 11 floreal del año X (1 mayo de 1802), y con el nombre de Universidad Imperial, creó una institución nacional que ordenaba en una unidad centralizada los diversos grados de enseñanza. El mismo emperador declaró sin ambages al Consejo de Estado que «el objetivo principal del establecimiento de un cuerpo de enseñanza era el de disponer de un medio para dirigir las opiniones políticas y morales». Más tarde, «si bien el centralismo de la única Universidad Imperial, que reunía todo el sistema de educación de la nación, cedió un tanto y las diferentes universidades se reorganizaron, el espíritu de una educación estatal se constituyó en el motor de la instrucción pública francesa y, por la extensión del progreso revolucionario, también en las naciones vecinas» (1).

Una de las primeras ideas impulsoras del monopolio de la enseñanza estatal, dirigida desde el principio, como hemos dicho, a emanciparla de la tutela de la Iglesia, ha sido la del laicismo, presentado como criterio de «neutralidad» religiosa, que proclama como ideal de un Estado moderno, y del cual se afirma que sólo él puede y debe garantizarlo.

Las ideas nacionalistas han impulsado también fuertemente esta tendencia, aireando como principio la afirmación de que el Estado debe unir bajo un espíritu común a toda la nación y que sólo él puede mantenerlo. Claro que así se excluye todo espíritu que no sea el que el Estado cree encarnar como nacional, sea o no verdadero.

Fue Johan Gottlieb FICHTE en sus Discursos a la nación alemana, quien en 1807 proclamó como función que necesariamente es del Estado la de forjar el «mundo nuevo» con el que llegaría la salvación a la nación alemana a través de una transformación absoluta del sistema de educación, de modo que diera lugar a «la Idea», «tierra prometida de la humanidad». Mientras la educación antigua no se daba sino a una ínfima minoría, a las llamadas por ello clases cultivadas, la nueva educación deberá dirigirse a la gran mayoría del pueblo. Pero, para alcanzar esa educación nueva, estimaba FICHTE preciso que los niños formaran una comunidad aparte, autónoma, sin contacto con la sociedad de los adultos corrompidos por el egoísmo, por lo que debían ser cuidadosamente separados de sus padres, puesto que sólo el Estado podía poner en práctica ese nuevo plan, pues los padres resistirán y habría que ejercer presión sobre ellos, por lo menos para educar las primeras generaciones, y porque además se necesitarían inmensos recursos para hacer frente a ingentes gastos.

Los principios liberales, inspiradores de las sedicentes libertad de pensamiento y libertad de conciencia, reforzaron la tesis del laicismo, condujeron a afirmar que la autoridad familiar y la autoridad religiosa eran intolerables, por ser dogmáticas cada una de ellas en su ámbito respectivo y por imponer ambas a los niños prejuicios y hábitos.

Naturalmente, como ha observado Michel CREUZET, el liberalismo en su reflejo negativo lleva a excluir—teórica y, en especial, prácticamente—el orden natural, la finalidad del hombre y a Dios legislador y ordenador como principio y fin de toda la vida moral. Y, a la vez, al borrar esas normas, independientes de nosotros y de toda autoridad humana, positivamente «lleva al materialismo por el determinismo mecánico de los actos humanos, que vincula a las leyes físicas, de la raza, de las presiones sociales, del desarrollo de las fuerzas de producción del trabajo en la historia (marxismo)». «Así el hombre, al creer liberarse de las leyes divinas y del orden natural, cae en la servidumbre que le impone el Estado, la raza, el partido o la voluntad del príncipe.» Y así llegamos a las ideas totalitarias que en materia de enseñanza conducen «a: l.° la planificación nacional de todas las clases de enseñanza y sumisión de las escuelas que permanezcan libres a esa planificación estatal; 2.° la realización por etapas de un monopolio de la enseñanza y después de la educación».

Llegamos a la fórmula «enseñanza = servicio público», que confunde servicio público con «servicio del Estado», ya que el papel educador de la familia como célula básica, las enseñanzas y la formación facilitados por los cuerpos intermedios y asimismo la instrucción suministrada por las escuelas privadas, también prestan servicios públicos, que pueden resultar más eficientes que los organizados por el Estado, y que, casi siempre, resultarán más adecuados a la función concreta que deben cumplir.

«La enseñanza – proclama GAMBRA -, para constituir esa deseable prolongación complementaria, no debe concebirse de una manera aséptica, religiosamente (laicismo) ni en el plano cultural-local (centralismo uniformista de la enseñanza dirigida y estatal). La antigua escuela y la antigua Universidad eran corporaciones autónomas y localizadas, con su propia personalidad colectiva, sus propios bienes y una activa vida corporativa. Eran instituciones en el sentido profundo del término y no centros delegados de la enseñanza uniforme y planificada. Este aspecto—y no las vacuas asignaturas “políticas” y “cívicas” de hoy—es el que deparaba al hombre universitario su inserción en una cultura viva y la diferenciación de su formación, así como hábitos comunitarios de vida en común.»

Según Simone WEIL (2), «entre todas las formas actuales de la enfermedad del desarraigo, el desarraigo de la cultura no es el menos alarmante. La primera consecuencia que esta enfermedad generalmente produce en todos los ámbitos consiste en separar cada cosa y observarla como objetivo en sí. El desarraigo engendra la idolatría». Y como ejemplo aplica esta observación a la geometría, que es enseñada en los liceos «como una cosa absolutamente sin relación con el mundo». Así, la mayoría ignora «que casi todas nuestras acciones, simples o sabiamente combinadas, son aplicaciones de las nociones geométricas, que el universo en el que vivimos es un tejido de relaciones geométricas, y que a la propia necesidad geométrica estamos sometidos de hecho, como criaturas cerradas en el espacio y en el tiempo».

Desarraigo, también, respecto de los oficios para los que ha de formar. Como nota Henri CHARLIER, «la enseñanza actual, tan cargada de tantos conocimientos distintos y que se declara estar hecha para preparar para la vida, tiene una tara profunda, la de estar separada de los oficios. Separa a los jóvenes de su oficio natural e incluso de todo oficio. La forma en que la enseñanza se da, el lugar donde se recibe, el espíritu de los maestros, conducen a tomar el medio por el fin. Ya sea en las escuelas primarias superiores, ya sea en los colegios, el niño no siempre se forma en las ideas, pero hace el aprendizaje de un trabajo intelectual en conjunto bastante fácil: leer libros y compilar. Al final de sus estudios, no es capaz de otro trabajo que el de leer libros y compilarlos. Se hace entonces burócrata, empleado, profesor o recaudador de impuestos, etc. No tiene ni siquiera la noción de poder hacer otra cosa; la enseñanza que ha recibido no ha abierto a su pensamiento el camino hacia las múltiples profesiones que constituyen la fuerza de una nación».

Es preciso—según el mismo autor—«que la enseñanza se despegue de esa especie de academicismo de las letras o del pensamiento, que lleva a juzgar de todo por las ideas generales convenidas (en lugar de precisar sin cesar las ideas generales y cincelarlas con el conocimiento de los hechos), lo que lleva a tomar las formas literarias por el arte y las nomenclaturas filosóficas por el pensamiento. Hace falta que la enseñanza se llene de experiencia intelectual y no de formas prefabricadas» ... «Pero, una vez realizada esta renovación en el corazón de la enseñanza, es necesario y suficiente para su extensión hasta las extremidades de los miembros que todos los maestros de todos los órdenes la reciban. Seguidamente podrán nacer todas las escuelas posibles e imaginables que las diferentes corporaciones juzguen útiles. Cuanto más se parezcan al taller, mejores serán, pues la crisis de la enseñanza no es otra cosa que la crisis del aprendizaje intelectual.»

Claro que, para ello, es preciso restaurar la vida de las corporaciones e impulsarlas para que vuelvan a tener vitalidad propia, y aun así costará inculcarles sus deberes respecto al aprendizaje y sus cargas sociales.

Hoy la escuela «tiene el defecto de intelectualizar todas las nociones concretas separándolas de la vida. De ahí estas opiniones arbitrarias y que en nada responden a la naturaleza de las cosas que los alumnos de todas las escuelas son impulsados a aplicar en la vida. Esto es así tanto en los agricultores como en los ingenieros, en los ebanistas como en los políticos, en los eclesiásticos y en los sabios como en los artistas».


JUAN B. VALLET DE GOYTISOLO


NOTAS
(1)               Antonio TOVAR, Universidad y educación de masas, Esplugues de Llobregat (Barcelona), ed. Ariel, 1968.
(2)          Simone WEIL, L’enrancinement (1943). 

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