Las
páginas que siguen forman parte del capítulo VII de la obra El derecho a
la rebeldía (1933), de
D. Aniceto de Castro Albarrán (1896-1981), canónigo magistral de Salamanca. El
texto completo, tomado del portal “Proyecto de Filosofía en español φñ” (www.filosofia.org) se publicará en tres posts, por su
larga extensión, para facilitar su lectura y comprensión.
El ejercicio de la autoridad en los poderes ilegítimos
Recordemos algunas ideas ya conocidas: los
poderes ilegítimos carecen de verdadera autoridad. Lo mismo los que, por abuso
de poder, caen en una ilegitimidad substancial y definitiva, que destruye los
títulos de la autoridad, que aquellos otros que, sin título, se apoderan del
poder y son usurpadores.
Ahora tenemos que precisar la obligación de los
súbditos en frente de esta clase de poderes, o, lo que es lo mismo, enfrente de
la tiranía. Pero es lógico que la obligación de obediencia en los súbditos sea
correlativa del derecho de mandar en los tiranos. Claro es que, si carece de
autoridad, no puede arrogarse ese derecho y está obligado a entregar el poder
al legítimo soberano. [206] Pero la cuestión se plantea precisamente para el
caso en que se obstine en la detentación del poder. ¿Qué ha de hacer, entonces,
mientras persista en la usurpación? ¿Cuál será su deber?
Salas{1} y
Castro Palao{2},
entre los antiguos, sostienen que el usurpador, mientras detente el poder, debe
gobernar de hecho, para no frustrar, con grave daño del cuerpo social, el fin
primario de la autoridad. Esta es también la opinión de algunos modernos, como,
por ejemplo, Gil Robles, y, lógicamente, han de admitirla todos los que al
hecho de la posesión vinculan el derecho de la autoridad. «El detentador
injusto, dice Gil Robles, «por el hecho de la detentación
contrae el deber de gobernar bien, ya que gobierna, no de otra suerte, por
ejemplo, que el padre ilegítimo, con ocasión de su pecado, echa sobre sí las
obligaciones de la paternidad». «Mientras no renuncie a su soberanía efectiva…
tiene el deber de ejercerla y de ejercerla justamente, en virtud de la
situación, en que voluntariamente se ha colocado.»{3}
Sin dudar, nos inclinamos al parecer de Suárez,
Lugo, Belarmino, Cathrein y la inmensa mayoría de los autores, según los cuales
el usurpador ni debe, ni puede poner acto alguno de gobierno. ¿Con qué derecho?
La comparación de Gil Robles no es aplicable al usurpador. El padre ilegítimo
contrae, es verdad, deberes y derechos respecto del hijo, fruto de su pecado.
Pero se trata de un hecho indestructible, con un efecto necesario y ya
producido. En cambio, en la usurpación nada hay indestructible y necesario. La
detentación del poder cesará inmediatamente, a voluntad del detentador. Por
eso, porque es, en todo momento, voluntaria, la permanencia en ella no legitima
ningún acto propio de la verdadera autoridad. Si el usurpador pone alguno de
esos actos comete una injusticia. Como es injusticia continuada la detentación.
Puede, pues, decirse que al usurpador le acosa la injusticia. Si gobierna, es
injusto, porque cada uno de sus actos de gobierno es una usurpación. Si no
gobierna, es injusto también, porque es causa del daño de la sociedad.
Ni tiene nada que ver esta doctrina con el
famoso caso perplejo de los moralistas, en que por todos lados
existe necesidad de [207] pecar. El caso del usurpador es distinto. La
necesidad de sus injusticias es meramente hipotética y la condición depende de
su libre voluntad. Porque el origen de sus forzadas injusticias es la
voluntaria permanencia en la detentación del poder. Es injusto porque quiere.
Entre gobernar o no gobernar, que son para él dos caminos vedados, tiene libre
otro camino, que es el único lícito: abandonar el poder entregársele a su
legítimo señor.
Sumisión
Sea lo que fuere de la cuestión anterior, la
obligación de los súbditos con relación a los actos de gobierno del tirano, es
clara y sencilla.
Mientras el abuso de poder se mantenga en tales
límites que todavía no deban considerarse viciados los títulos de legitimidad
del tirano, éste conserva su derecho de gobernar la sociedad, y los súbditos
tienen la obligación de obedecerlo en aquellos actos de gobierno, que no sean
tiránicos. No la tienen en los tiránicos.
En cambio, cuando la tiranía llegue a tal exceso
que anule la legitimidad del poder, el tirano pierde toda su autoridad y los
súbditos deben equipararle al tirano en el título, al usurpador. Las reglas de
conducta serán las mismas respecto de uno y de otro. «Cuando la autoridad –dice
Gil Robles– es habitualmente, injusta en materia grave y en la mayor
parte de órdenes y actos concretos de imperio, puede acontecer que no sólo no
haya obligación de obediencia, sino que sea indebido e injusto, por lo tanto,
el prestarla.»{4}
Es, poco más o menos, lo que vamos a exponer
respecto de la sumisión al tirano usurpador.
* * *
Todos los autores de sana doctrina coinciden en
afirmar que cuando la sociedad se encuentra dominada por un poder de esta
clase, los ciudadanos están obligados a cumplir, a poner en práctica las leyes
y disposiciones que dicte el tirano, con tal que sean [208] necesarias, en
tales circunstancias, para el bien común. Todas las que sean necesarias y sólo
las que lo sean.
Oigamos a León XIII:
«El bien común de la sociedad es superior a
todo otro interés, porque es el principio creador, el elemento conservador de
la sociedad humana, de donde se sigue que todo verdadero ciudadano debe
quererlo y procurarlo a toda costa. Pues de esta necesidad de asegurar el bien
común deriva, como de su fuente propia e inmediata, la necesidad de un poder
civil que, orientándose hacia el fin supremo, dirija sabia y constantemente las
voluntades múltiples de los súbditos agrupados en torno suyo.»{5}
Cuando, en una sociedad, se ha hecho imposible,
bien que injustamente, el ejercicio del legítimo poder, el interés común, tal
vez la existencia misma de la sociedad, están ligados al gobierno del poder
ilegítimo. El cumplimiento de sus leyes es el único medio para contener una
anárquica disgregación de la sociedad.
Suárez expone esta misma razón: «Sucede que
cuando la República
no puede resistir al tirano, le tolera y se deja gobernar por él, porque el ser
por él gobernada es mal menor que carecer de toda coacción y dirección»{6}.
Por eso, la sumisión por parte de los ciudadanos
es obligada «como un factor –dijo muy bien Gil Robles– sin
el cual la sociedad no puede existir».
Pero adviértase que esta sumisión se funda
exclusivamente en una exigencia del bien común. Luego habrá de extenderse
únicamente a lo que se extienda esa exigencia y mientras la necesidad perdure.
«Es deber de los católicos –decía el Cardenal Segura– tributar
a los gobiernos constituidos de hecho, respeto y obediencia para el
mantenimiento del orden y para el bien común».
«Mas como tal deber [el de la
resistencia al tirano] ha de subordinarse –escribe Gil
Robles– al más fundamental y final de patriotismo recto y sano y a las
particulares obligaciones, que éste contiene e implica, en cuanto el soberano
ilegítimo consolide su situación y gobierne, tienen el deber los ciudadanas de [209] cooperar
a ese gobierno, en general, en las mismas condiciones, esferas de acción,
medios y recursos que si gobernara el poder legítimo, y esto no por el
detentador, sino por la nación y la piedad, también filial, en cierto modo, que
con aquélla une a sus miembros. Lo que hay es que, en sociedades virtuosas, «la
conciencia y el honor» retraen a los ciudadanos de prestar los «servicios que
no sean estrictamente indispensables.»{7}
Esta es la regla cierta: obligación de prestar
al tirano, mediante la sumisión, lo «estrictamente indispensable» para que el
bien común se salve.
No es fácil definir la extensión, que puede
alcanzar este bien común. Las circunstancias se encargarán de ampliarla o
reducirla. En los comienzos de la usurpación, el bien común deberá tal vez
reducirse al mantenimiento del orden material. Pero a medida que se alargue la
tiranía, la vida social habrá de salir de su primera parálisis y tendrá que
adquirir un mayor desenvolvimiento. Todo eso será ya bien común. Y tal puede
ser la persistencia de la usurpación, aun sin llegar a legitimarse, que el
interés social abarque, definitivamente, la vida normal de la sociedad.
Y la obligación de los súbditos se ampliará,
progresivamente, en la misma medida.
Fernando Bertrán, en un artículo rotulado Sumisión
y acatamiento, ha descrito, con visión exacta, esta situación
social: «A través de todo régimen y de todo gobierno se establece una
continuidad de la vida civil, administrativa, económica y jurídica del país,
que no puede interrumpirse por la insumisión anárquica de los ciudadanos»{8}.
Los autores clásicos, Suárez, sobre todo, tratan
de precisar, concretamente, los actos, en que es sólo lícita y aquellos otros,
en que es obligada la sumisión al tirano{9}.
Algunos, sí, se pueden puntualizar, pero el criterio supremo y único es la gran
norma: lo que pida el bien común.
Ella regula la amplitud de la obligación y de la
licitud y también la duración de ese deber de sumisión: Durará el deber, en
frase de León XIII, «mientras lo demanden las exigencias del [210] bien
común»{10},
es decir, mientras no haya más remedio que tolerar la opresión y la tiranía.
¿Obediencia?
Sumisión, sí, pero no obediencia. Es ofrenda
demasiado preciosa para ponerla a los pies del usurpador. La obediencia
responde al derecho de autoridad, y ya hemos repetido que el detentador del
poder no tiene autoridad.
Aquellos autores que, de una o de otra manera,
le reconocen autoridad verdadera, tienen, sí, que exigir a los súbditos
verdadera obediencia. Así, por ejemplo, Meyer: «Una vez establecido, en
posesión pacífica, el régimen del usurpador, los ciudadanos están obligados a
prestarle obediencia civil en todo aquello que se refiere a la conservación del
orden público y a la ordinaria administración de la República , en bien del
cuerpo social»{11}.
Con mayor razón han de propugnar esta obligación
de obediencia algunos autores que del mero hecho de la constitución del poder
derivan la legitimidad. Entre ellos merece citarse el ilustrísimo señor don
Félix Amat; Arzobispo de Palmira, el cual, en su obra Diseño de la iglesia militante,
afirma categóricamente: «Que el sólo hecho de que un gobierno se halle
constituido basta para convencer la legitimidad de la obligación de obedecerle,
que tienen los súbditos, lo declaró bastante Jesucristo, en la clara y enérgica
respuesta: «Dad al César lo que es del César». Sobre tales
fundamentos bien puede asentar su máxima el Ilmo. Prelado «Máxima. Es
indudablemente legítima la obligación, que tienen todos los socios de obedecer
al gobierno, que se halla ciertamente constituido de hecho, en cualquiera
sociedad civil»{12}.
Pensamos que nuestros clásicos oirían con grave
escándalo esta doctrina. No opinan ellos así.
«A los príncipes seculares…, si no tienen un
principado justo, sino usurpado…, no tienen los súbditos obligación de
obedecerles, a no ser accidentalmente para evitar el escándalo o el peligro»{13}. [211]
Cuando el Rey es inicuo, «aun en la
usurpación de la misma potestad porque tiránicamente la ocupó…, entonces con
razón no se obedece a tal hombre, porque no es Rey sino tirano»{14}.
Pero no contradice esta doctrina a la sumisión, que
antes hemos propugnado. No ha sido al acaso el haberla llamado así. Sumisión
quiere decir cumplimiento de aquello que manda el usurpador pero no dice de
dónde se deriva la obligación de cumplirlo.
Suárez parece indicar que esta obligación se
funda en el consentimiento de la comunidad, que «suple el defecto de
autoridad en el tirano»{15}.
Lugo expresa más claramente esto mismo «Las
leyes justas dadas por el tirano son válidas por el consentimiento tácito de la
comunidad, que da valor o autoridad a las prescripciones justas del tirano,
cuando no puede oponerse al usurpador, por lo cual éste impera pacíficamente»{16}.
Cathrein opina que es la ley natural la que
obliga a ese cumplimiento de las leyes del tirano, porque obliga a mirar por el
bien común.{17}
Es cuestión menos práctica. Nosotros diríamos
que es el sujeto, en que de derecho resida la autoridad –el soberano legítimo o
la comunidad social– el que, con su consentimiento y tácita aprobación, da
fuerza obligatoria a los actos de gobierno del tirano, necesarios para el bien
social. Esta es también la doctrina del Cardenal Mercier.
A. DE CASTRO ALBARRÁN
Notas
{1} De
legibus, disput. 10, sect. 3, núm. 14.
{2} Opus
morale, t. 1, tract. 2, disp. 1ª, punct. 14.
{3} Tratado
de Derecho político, vol. II, l. IV, c. 5.
{4} Tratado
de Derecho político, t. I, l. I, c. VI.
{5} Carta
a los Cardenales franceses.
{6} De
legibus, l. III, c. X.
{7} Tratado
de Derecho político, t. II, l. IV, c. V.
{8} Ellas, 4
de diciembre de 1932.
{9} De
legibus, l. III, c. X.
{10} Au
milieu.
{11} Institutiones
Juris Naturalis, pars. II, thesis 56.
{12} Obra
citada, cap. 3, art. 2.
{14} Suárez, De
legibus, l. III, c. IV.
{15} De
legibus, l. III, c. X.
{16} De
justitia et jure, disp. 37, núm. 27.
{17} Philosophia
moralis, núm. 701.
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