La sumisión al poder ilegítimo (II)



Acatamiento, aceptación, adhesión

Difícil nuestra labor; cada vez más difícil a medida que vamos entrando más hondo en este análisis, que por fuerza ha de ser un poco minucioso, de las obligaciones ciudadanas para con los poderes ilegítimos.

Cuando se quiere expresar estas relaciones suelen usarse, indistintamente, todas estas palabras: sumisión, obediencia, acatamiento, aceptación, adhesión.

En España, durante estos meses de República, han sonado [212] sin cesar. Y se han aplicado, concretamente, a la relación de los españoles con el régimen y con los gobiernos republicanos. Nosotros no diremos si esos términos están bien o mal empleados con respecto a este régimen y a estos poderes. Nuestro intento es doctrinal y especulativo y el problema se plantea en abstracto: a un poder ilegítimo, ¿le deben los ciudadanos sumisión, obediencia, acatamiento, aceptación, adhesión? Repetimos que la cuestión se refiere al poder ilegítimo pero, eso sí, a todo poder ilegítimo, por muy constituido que esté y por muy de hecho que sea.

Como fórmula general de todas las obligaciones ciudadanas, enfrente de estos poderes, hemos admitido la palabra sumisión y hemos rechazado el concepto de obediencia.

Sumisión implica cumplimiento, con las restricciones antes señaladas, de lo que ordene el poder.

Significa también acatamiento. No hay inconveniente. Acatar expresa esa misma idea de sumisión, envuelta en algún respeto. Pasemos también por lo del respeto, aunque, ciertamente, un poder injusto, que no es autoridad, no parece acreedor a muy profundo respeto.

Vamos a la aceptación. Aceptación nos parece que es la tesis más del agrado de El Debate. Pero, tal vez, entre lo que nosotros hemos oído o leído, quien más de propósito se ha fijado en este preciso concepto de la aceptación y más le ha querido fundamentar ha sido nuestro buen amigo D. José Cimas Leal. En su intervención en la Asamblea de Acción Popular y en algún artículo de la Gaceta Regional, de Salamanca, ha defendido ardorosamente su tesis: «Acatamiento significa aceptación». «Establecido un régimen –dijo en Madrid–, una organización política, no hay más remedio que acatarlo, no por un mandato moral, sino como una consecuencia del principio ideológico de la accidentalidad; hacer otra cosa pudiera tomarse, como ha indicado el Sr. Medina Togores, como una hipocresía… Acatamiento significa aceptación, o no significa nada más que una forma externa, obligada por la ley. Y eso sería una cobardía… Si el acatamiento fuese obligado por la coacción, por la fuerza de la ley, sería para mí una cobardía… No aceptamos el régimen actual porque la monarquía esté bien caída, no. Le aceptamos porque es ya una realidad en el país.»

Y en la Gaceta Regional escribía poco más tarde: [213]

«Ante el principio ideológico de la accidentalidad de las formas de gobierno, pueden distinguirse dos momentos: el uno, previo; posterior el otro a la formación de un Estado. En el momento anterior a la instauración de un régimen, la aplicación del principio de accidentalidad tiene su concreción en una norma inhibitoria, de total abstención; pero, instaurado un régimen determinado (segundo momento), el principio de accidentalidad obliga a la aceptación de la realidad política; de no ser así, de no aceptarse el régimen, quebraría el principio de accidentalidad, roto por la apetencia de otro régimen. No basta, por tanto, hablar de acatamiento como una fórmula externa, impuesta obligatoriamente por un imperativo legal, este acatamiento significaría más bien aguantamiento, que, en frase de un delegado de Zaragoza, sería la manta al brazo que encubriese la navaja de una traición. Acatamiento leal y sincero y sin reservas se identifica con aceptación, a pesar de todas las sutilezas, que quieran diferenciarlas.»

Creemos entender con toda claridad el pensamiento del señor Cimas: Para él todos los regímenes son accidentales. Para que su argumento tenga la fuerza, que él pretende, por accidentales ha de entender indiferentes, iguales. En virtud de este principio, antes de que un régimen se establezca, él se inhibe, no quiere, determinadamente, ni uno ni otro; no labora por ninguno espera a que le llueva uno cualquiera.

Segunda fase: Una vez que al señor Cimas le han traído un régimen, con él se contenta, porque si apeteciese otro le serían todos iguales. Bien venido sea, pues, el que ha venido, ya que ha venido. Él le acata y le acepta.

Por dos razones, que a nosotros nos parecen evidentes, rechazamos esta teoría; y nos atrevemos a rechazarla con tanta mayor libertad, cuanto es mayor el respeto a la persona y la estima y el afecto al amigo.

Primera razón. Toda la teoría se funda en el principio de la accidentalidad de los regímenes, pero en sentido de indiferencia y de igualdad. Como, en su lugar, hemos refutado este principio, nos excusamos de una nueva impugnación.

Segunda razón. Supone nuestro amigo que para aceptar o rechazar un régimen establecido no hay que atender sino a su famoso principio de la accidentalidad. Pero ¿no es verdad que ha de atenderse también a la legitimidad o ilegitimidad, con que se establece, al atropello de las normas eternas de la justicia, que acaso representa, a los legítimos derechos, que siempre deben quedar a salvo? O ¿es que no existen, en derecho político, los [214] problemas de la legitimidad y de la ilegitimidad de la soberanía? Si el Sr. Cimas se desentiende de todas estas cuestiones y para aceptar un régimen, sea legítimo o ilegítimo, se fija exclusivamente en que para él todos son iguales y que es preciso aceptar el que sea una realidad en el país –perdone la sinceridad nuestro amigo– tendríamos que decirle que esa doctrina no dista un punto de la teoría de los hechos consumados, que él seguramente no acepta, entre otras razones, por estar condenada en el Syllabus de Pío IX.

No; acatamiento, el acatamiento debido a los poderes ilegítimos –repetimos que no hablamos, ni en un sentido ni en otro, de la actual República española–, no significa aceptación simple, incondicional, de tales poderes. Podrá significar, acaso, una irremediable aceptación transitoria, pero no una aceptación espontánea, absoluta, definitiva.

Y no vemos ningún inconveniente en que ese acatamiento, que, no llega a aceptación, sea una fórmula externa, si al decir externa se quiere dar a entender la ausencia de un principio interior, informativo, la falta de convicción y la negación de una estricta obediencia. Ante el poder ilegítimo ni hay convicción interna aceptadora, ni existe verdadera obediencia.

Ni hay dificultad en que esa fórmula del acatamiento sea impuesta por un imperativo legal, porque el acatamiento le impone efectivamente el imperativo legal y legítimo del bien común. Ni es cobardía cumplir unas disposiciones gubernativas, que, de por sí no obligan, reservándose, al mismo tiempo, el derecho de legítima rebeldía contra la injusticia y la usurpación. Estas disposiciones se cumplen, mientras perdure la detentación del Poder, por un imperativo de conciencia, porque el bien común lo exige. Pero la misma conciencia reserva el derecho de oponerse, cuando las circunstancias lo aconsejen, a un poder, que no es más que eso, poder, pero no verdadera autoridad.

Mucho más nos complace lo que dijo Gil Robles en su discurso de Madrid: «Nosotros hablamos de sometimiento, yo no sé si voluntario o forzoso, al poder constituido. Fijaos bien que digo sometimiento como obediencia [en un amplio sentido puede admitirse] e insisto en que no sé si forzoso o voluntario, pero que no digo adhesión, que no digo conformidad, que no digo entusiasmo, que no digo colaboración activa»{18}. [215]

Y la propuesta de José María Valiente en la misma Asamblea de Acción Popular «Distinguimos entre autoridad constituida y legislación; a la primera prestamos un sometimiento impuesto por simples razones de convivencia y bien común.»

* * *

Rechazada la aceptación, lógicamente habremos de rechazar también la adhesión, que es algo más. Adherirse, quiere decir conformidad, apego, proselitismo. Bastará esta sencilla explicación verbal para convencerse de la incongruencia de esta expresión. Adherirse a un poder ilegítimo sería consagrar la injusticia y participar de ella.

Nos parece haber notado entre los partidarios del máximo acatamiento a los poderes de hecho cierto empeño en evitar esta palabra, que, sin duda, les parece un poco comprometida. Pero, sin emplear la expresión, pensamos que no anda muy lejos del concepto este acatamiento, que describe El Debate: «El acatamiento no es forzado respeto; no consiste tan sólo en la no agresión. Es preciso que no haya en los ciudadanos «sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública»{19}.

Por cierto que la frase «sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública» está copiada de la Pastoral colectiva de los Obispos españoles, los cuales, a su vez, la copian de la carta de León XIII a los Cardenales franceses. Lo mismo el Papa que los Obispos no la emplean para explicar el acatamiento, que se debe a los poderes de hecho; dicen, únicamente, que cuando los católicos luchen por «contener los abusos progresivos de la legislación» nadie podrá «con razón acusarles de sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir la cosa pública».

¿Colaboración?

La obligación de colaborar con los poderes en la obra de la gobernación del Estado es como un dogma de la política cristiana. Pero no la colaboración al gobierno del tirano detentador.

Los que equiparan el gobierno de hecho, mientras existe al [216] poder normal y legítimo, han de exigir, en consecuencia, a los ciudadanos la misma colaboración que se debe a los gobiernos legítimos.

Decía El Debate en el mismo número, en que daba cuenta de la constitución del gobierno provisional republicano: «Fieles a las enseñanzas, que nutren nuestra convicción, lealmente acatamos el primer gobierno de la República, «porque es un gobierno», es decir: porque representa la unidad patria, la paz, el orden. Y no le acataremos pasivamente, como se soporta una fuerza invencible por la nuestra propia; le acataremos de un modo leal, activo, poniendo cuanto podamos para ayudarle en su cometido»{20}.

Tesis francamente colaboracionista.

Veamos lo que piensan los autores.

Propónese a sí mismo Suárez esta pregunta: Si cuando el tirano es inicuo en la misma usurpación de la potestad, «pueden lícitamente los súbditos obedecer a este Príncipe, si, de otro lado, las leyes son justas por la materia». La razón de la duda es esta: «que obedecer a tal Rey, aun en cosas por otra parte honestas, parece que es cooperación al mal y ayuda de la injusticia y de la tiranía». Inclínase el eximio Doctor a la licitud de tal obediencia, pero con esta condición: «que se evite el escándalo y no se dé ocasión al tirano de afirmarse en su injusticia, sino que más bien se le haga frente, mientras esto sea posible sin inconveniente grave»{21}.

Esta es también la doctrina, por ejemplo, de Meyer, por citar uno de los modernos. «No es obligatorio –dice–, ni, en sí, lícito cooperar positivamente a los actos del usurpador, que tienden directamente a afirmar la usurpación misma en contra del legítimo derecho»{22}.

A la luz de estas enseñanzas podemos distinguir tres clases de colaboraciones:

Colaboración necesaria para el bien común.

Colaboración, que redunda directamente en afianzamiento del poder ilegítimo. [217]

Colaboración no necesaria para el bien común, pero tampoco corroboradora de la usurpación.

La primera es obligatoria, porque la exige el bien común, conforme expusimos al hablar de la sumisión.

La segunda es ilícita, porque es cooperación al mal.

La tercera es libre y permitida, porque, por una parte, el usurpador carece de autoridad para exigirla; por otra, no envuelve malicia especial alguna.

* * *

No conviene, pues, exagerar el deber de la colaboración ciudadana. Para la afirmación de un régimen tiránico, para la consolidación de un poder usurpado nada más a propósito que una pacífica colaboración de todos los ciudadanos. Por eso, una revista tan seria y tan prestigiosa como L'Illustrazione Vaticana se atrevió a enjuiciar de esta manera la posición de El Debate al advenimiento de la República española:

«Gran fortuna –dice esta revista– fue para el nuevo régimen aquel artículo de El Debate, del 15 de abril, en el cual se aceptaba la naciente República y se le ofrecía plena y leal colaboración. Pareció por un momento que gran parte de la España católica se adhería. Muchos vieron en este inopinado inmediato ralliement el camino mejor para desarmar de antemano al anticlericalismo; muchos otros, por el contrario, recordando la tradición de sectarismo y de odio antirreligioso, en que siempre se habían inspirado los republicanos españoles, no se dejaron engañar. Cierto, así mismo, que nada sirvió mejor para consolidar en sus principios la República como la posición adoptada por el diario católico madrileño. Fue una consigna aceptada por muchos, es verdad, con excesiva esperanza, justificada en cierto modo por la presencia en el Gobierno provisional de dos hombres, que hacían profesión de católicos, Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura. Mas, bien pronto sobrevino la desilusión, y ¡cuán grave y dolorosa!»{23}.

Suscribimos gustosamente este testimonio, que pone de relieve la fuerza de consolidación que lleva consigo la colaboración a un poder.

Por esto había escrito, muy acertadamente, Gil Robles: [218]

«La conciencia y el honor retraen a los ciudadanos de prestar los servicios, que no sean estrictamente indispensables, prefiriendo, en caso de duda, abstenerse cuanto puedan de los oficios públicos, contra toda cooperación, no ya lícita, sino indecorosa simplemente, y haciendo así difícil la situación del detentador, y aun tentándole a represalias y desafueros, que crean en daño suyo y en favor del soberano desposeído, relaciones jurídicas complicadas y difíciles, poco propicias y aun contrarias a la usurpación. En relaciones tan complejas y obscuras, la repugnancia al usurpador resuelve de plano y decididamente, con muy buen sentido, en provecho del legítimo soberano, despojado y proscrito.»{24}

A. DE CASTRO ALBARRÁN


Notas
{18} Discurso del 15 de junio de 1932.
{19} 8 de octubre de 1932.
{20} 15 de abril de 1931.
{21} De legibus, l. III, c. X.
{22} Institutiones Juris Naturalis, pars. 2ª, thesis 56.
{23} L' Illustrazione Vaticana, revista quincenal del Vaticano. Anuo III, núm. 9.
{24} Obra citada, l. IV, c. V.

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