La sumisión al poder ilegítimo (III)


Jesucristo y la sumisión al poder ilegítimo

Los partidarios de la obediencia a todo poder distinción alguna, no se han quedado cortos. Han pretendido apoyar sus doctrinas nada menos que en la Sagrada Escritura, en el Evangelio y en las Cartas de San Pablo.

Y, como primer doctor de su teoría, nos presentan a Jesucristo.

Un día, los discípulos de los fariseos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «Maestro; sabemos que eres veraz; dinos, pues, qué te parece; ¿es lícito pagar el censo al César o no?» Esta pregunta era fruto de un conciliábulo, en el que se habían congregado los fariseos para ver de enredar a Jesucristo en sus propias palabras. Efectivamente, el pueblo judío gemía entonces bajo la opresión romana. El César era un poder extranjero. He aquí a Jesucristo colocado en la alternativa de declararse partidario de la dominación romana o rebelde contra el poder constituido.

Jesucristo se da cuenta de la malicia, que encierra la pregunta, y les pide que le muestren una moneda, la moneda legal admitida por los mismos judíos. Y, a su vez, les pregunta: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?» —«Del César», le responden. «Pues dad –les dice– al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Esta es la solución, que da Jesucristo. Y en estas palabras es donde se ha querido ver la doctrina de la obediencia a todo poder de hecho. El poder romano, dicen, era en Judea un poder extraño, invasor, de mero hecho. Jesucristo recomienda o manda que se le pague el tributo. Esta es una de las más ciertas demostraciones [219] de sujeción y obediencia. La consecuencia es innegable: Jesucristo impone la sujeción y la obediencia a los poderes de mero hecho.

Supongamos que Jesucristo, al recomendar el pago de los tributos, implícitamente, al menos, hubiera recomendado la obediencia al Imperio romano. Aun así, no se podría deducir la obediencia a todo poder de hecho. Los judíos estaban sometidos al Imperio romano (hacía casi un siglo. Los últimos veinticinco o treinta años vivían en plena sumisión. ¿No se podía conceder ya alguna legitimidad a la dominación romana?

Pero es que Jesucristo, en sus palabras, no resuelve la cuestión de la obediencia, no toca para nada la legitimidad o ilegitimidad de la sumisión judía. Prescindiendo de esta cuestión de fondo, enseña únicamente la obligación del tributo. Esta obligación no necesita fundarse en la legitimidad del dominio romano. Para ella sí que basta el mero hecho de esa dominación aceptada por los judíos en sus relaciones sociales, comerciales, y aun religiosas. En tales circunstancias, el pago del tributo podía ser considerado como uno de los deberes que el bien común, la tranquilidad pública imponían.

Esta es la común interpretación de los exegetas. Véase, por ejemplo, la exposición de Knabenbauer, que recoge las de otros comentaristas como Alapide y Silvio. «Notan Alapide y Silvio que Jesucristo no quiso disputar si los judíos estaban sometidos a los romanos y hechos tributarios suyos justamente o injusta y tiránicamente. El Señor huye de esta cuestión, que algunos disputan con razones por ambas partes, y supone tan sólo lo que es verdad: al mostrar la moneda, ellos se confiesan súbditos y declaran reconocer como soberano al que ejerce el derecho de acuñar moneda. Por lo cual declara, en general, la obligación de pagar lo que sea debido»{25}.

Y advierten todavía algunos Santos Padres que Jesucristo ni aun siquiera desciende a declarar qué es lo debido al César, si todos los tributos son justos o no. Establece una regla general, con la que deshace la perfidia de los judíos: Dad al César lo que es suyo. [220]

De esta regla, no hay derecho a concluir una obligación de obediencia a todo poder de hecho, aunque sea ilegítimo.

* * *

Además de este pasaje de San Mateo suelen citarse, en favor de la obediencia a todo poder, unos textos de las Cartas de San Pablo y de la primera de San Pedro{26}.

No vamos a hacer un comentario de cada uno de ellos. Hablan de la sujeción de los súbditos a las potestades superiores, de la obediencia de los siervos a sus amos, y, en general, de la subordinación de todo inferior a su superior. Pero todos ellos suponen precisamente lo contrario de lo que se pretende demostrar: que las potestades sean verdaderas potestades que los amos sean amos con dominio verdadero. San Pedro manda obedecer a los amos, aunque sean díscolos. Pero díscolos no quiere decir ilegítimos, sin derecho a mandar; quiere decir de mala condición, atravesados, traduce el insigne helenista Juan José de la Torre. «No solamente a los buenos y apacibles, sino también a los atravesados.»

También Balmes se hace cargo de estas alegaciones de textos de la Sagrada Escritura, que, por lo visto, son antiguas, y responde de esta manera:

«La Sagrada Escritura, dirán ellos, nos prescribe la obediencia a las potestades, sin hacer distinción alguna; luego el cristiano no debe tampoco hacerla, sino someterse resignadamente a las que encuentra establecidas. A esta dificultad pueden darse las soluciones siguientes, todas cabales: 1ª, La potestad ilegítima no es potestad; la idea de potestad envuelve la idea de derecho; del contrario, no es más que potestad física, es decir, fuerza. Luego, cuando la Sagrada Escritura prescribe la obediencia a las potestades, habla de las legítimas 2ª, el Sagrado Texto, explicando la razón por que debemos someternos a la potestad civil, nos dice que ésta es ordenada por el mismo Dios, que es ministro del mismo Dios, y claro es que de tan alto carácter no se halla revestida la usurpación. El usurpador será, si se quiere, el instrumento de la Providencia, el azote de Dios, como se apellidaba Atila, pero no su ministro; 3ª, la Sagrada Escritura, así como prescribe la obediencia a los súbditos con respecto a la potestad civil, así la ordena también a los esclavos con relación a sus dueños. Ahora bien, ¿de qué dueños se trata? Es evidente que de aquéllos que [221] obtenían un dominio legítimo, tal como entonces se entendía, conforme a la legislación y costumbres vigentes de otra suerte, sería preciso decir que el Sagrado Texto encarga la sumisión aun a aquellos esclavos, que se hallaban en tal estado no más que por un mero abuso de la fuerza. Luego, así como la obediencia a los amos mandada en los Libros Santos no priva de su derecho al esclavo, que fuese injustamente detenido en esclavitud, tampoco la obediencia a las autoridades constituidas debe entenderse sino cuando éstas sean legítimas, o cuando así lo dicte la prudencia para evitar perturbación y escándalos.»{27}

Voces de la Iglesia

Si hubiéramos de condensar en una tesis de escuela la que es, a nuestro juicio, la doctrina de la Iglesia en este punto de la sumisión a los poderes ilegítimos, copiaríamos, a la letra, estas palabras de Balmes: «La religión católica no prescribe la obediencia a los gobiernos de mero hecho, porque, en el orden moral, el mero hecho no es nada»{28}.

Tiene, ciertamente, la Iglesia en esta materia un pensamiento concreto. Y no le ha ocultado cuantas veces ha creído oportuna su manifestación. No habrá dado a esta enseñanza la solemnidad de una definición dogmática, pero ahí está la doctrina, consagrada por el prestigio de un magisterio autorizado. Y ahí está, al mismo tiempo, como ratificación de la teoría, la conducta práctica de la misma Iglesia.

Porque es esta una materia en la que la Iglesia ha sido, no pocas veces, la primera que se ha visto en el trance de cumplir la doctrina, que ha enseñado. Doble lección para nosotros. O, mejor, una sola, doblemente explicada y confirmada, en la teoría y en la práctica.

* * *

Esta lección de la Iglesia nos parece que se podría resumir en estas enseñanzas:

La Iglesia trata con los poderes establecidos de hecho.

La Iglesia, con su conducta, no prejuzga la cuestión de la legitimidad de estos poderes. [222]

La Iglesia, cuando prescinde de la legitimidad o ilegitimidad de un poder, prescribe la sumisión exigida por el bien común; cuando le da por ilegítimo, no impone, antes niega, la obligación de obedecerle.

* * *

Aquella misma razón de bien común, que, como antes veíamos, impone muchas veces a los ciudadanos el deber de sumisión aun a los poderes ilegítimos, obliga frecuentemente a la Iglesia a tratar con ellos. Con mayor motivo porque, en relación con la Iglesia, el bien común cobra los altos fueros de bien común, espiritual y religioso. Ante el supremo interés de las almas, de la religión, de la Iglesia, cede o se suspende todo derecho de legitimidad. Y la Iglesia, una vez constituidos los gobiernos de hecho, establece con ellos relaciones y se comporta, oficialmente, como si nada supiera de su legitimidad o ilegitimidad.

Esta ha sido la conducta de la Iglesia con multitud de gobiernos, a partir de la revolución francesa. Y esta ha sido, últimamente, su norma práctica con el gobierno provisional de la República española. «Sírvanos en este punto de guía para nuestra conducta –decía en su pastoral el Cardenal Segura– la prudentísima actitud de la Santa Sede, que, al darse por notificada de la constitución del nuevo gobierno provisional, declaró estar dispuesta a secundarle en la obra de mantenimiento del orden social, confiando que él también, por su parte, respetaría los derechos de la Iglesia y de los católicos en una nación donde la casi totalidad de la población Profesa la religión católica». Y, por su parte, añadía el Cardenal: «La Iglesia está siempre dispuesta a colaborar, dentro de su esfera de acción, con aquellos que ejercen la autoridad civil»{29}.

Y esto mismo es lo que Pío XI ha repetido en su recentísima encíclica: «Nada de esto ignoraba el gobierno de la nueva República española, pues estaba bien enterado de las buenas disposiciones, tanto Nuestras como del Episcopado español, para secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social»{30}. [223]

* * *

Pero esta conducta de la Iglesia no implica ni aprobación ni reprobación de tales poderes. Más de un Pontífice se ha cuidado de hacerlo notar. Una constitución de Clemente V a este respecto fue sucesivamente ratificada por Juan XXII, Pío II, Sixto IV y Clemente XI. Renuévala, más ampliamente, Gregorio XVI en su Carta Apostólica Sollicitudo, de 7 de agosto de 1831, y en ella declara, de una vez para siempre, que, en el pensamiento de la Iglesia, con el reconocimiento oficial de «aquellos que presiden de cualquier manera la cosa Pública, no se atribuye, confiere, ni aprueba ningún derecho»; que este reconocimiento «ni puede, ni debe acarrear perjuicio alguno a los derechos, privilegios, ni patronatos de los otros» que de él no puede deducirse «ningún argumento de pérdida ni de cambio». «Declaramos –añade el Pontífice–, decretamos y ordenamos que esta condición de la salvaguarda de los derechos de las partes debe considerarse como añadida a las actas de esta naturaleza.»

Es decir, que la Iglesia se inhibe del pleito meramente político y nacional. Este pleito cae fuera de su órbita religiosa. A no ser que roce, con algún contacto, el interés religioso, o que las partes interesadas se sujeten a su decisión. Mientras esto no suceda, la Iglesia se encuentra con un poder establecido. Ella no sabe nada de su legitimidad o ilegitimidad. El bien común y aun el mismo interés religioso exige la existencia de un poder y la relación armónica de la potestad religiosa con la potestad civil. La Iglesia trata con el poder que existe. Los súbditos, los ciudadanos, se encargarán de ventilar el pleito de la legitimidad.

* * *

Entre tanto, mientras ese poder subsista, la Iglesia regula también, con un criterio semejante al que inspira sus propias relaciones, la conducta, que han de observar los católicos con los poderes constituidos. Mas no se hallará un solo texto, en el que se ordene la obediencia a un poder ilegítimo.

En los casos ordinarios, en que la Iglesia, como hemos dicho, no se enfrenta con la cuestión de la legitimidad del poder, todos los deberes, que exige a los católicos, se justifican plenamente en las exigencias del bien social, a que tantas veces nos referimos. [224] Ni suponen legitimidad, ni chocan contra la ilegitimidad. Todos esos deberes, que la Iglesia enseña, se reducen a la sumisión, que hemos explicado. En este sentido habló ya Pío VI a los católicos franceses en su breve Pastoralis Sollicitudo de 5 de julio de 1796. Y este alcance tiene, como hemos de ver, todo lo que León XIII escribió sobre la aceptación de los poderes de hecho en Francia y sus normas concretas para España.

Habló también Pío X de sumisión a los poderes humanos y se refería, particularmente, a la República francesa; pero no se olvidó de señalar aquellos poderes, que podrán sostenerse por la fuerza material, mas no podrán pretender el amor de los ciudadanos. A un poder de esta clase –de los que el Papa describe– «se le temerá –dice– bajo la amenaza de la espada, se le aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo; se le obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, en tanto que no exijan lo que es contrario a la santa ley de Dios. Pero si el cumplimiento de este deber para con los poderes humanos, en lo que es compatible con los deberes para con Dios, hace más meritoria la obediencia, no será ésta ni más tierna, ni más gozosa, ni más espontánea jamás merecerá el nombre de veneración y de amor»{31}.

Comentando estas palabras de Pío X, decía L'Echo de París:

«Todos han comprendido que el Papa, recordando siempre deber de los cristianos de someterse de hecho a los poderes constituidos, condenaba absolutamente todo sumisionismo, intelectual y práctico.»

Pero es en España donde más recientemente se ha visto obligada la Iglesia a hablar de estos asuntos por boca de sus prelados. Y el Episcopado español se ha expresado con claridad y precisión;

«Es deber de los católicos –escribió el Cardenal Segura– tributar a los gobiernos constituidos de hecho respeto y obediencia para el mantenimiento del orden y para el bien común»{32}.

Repetida esta norma en multitud de documentos, de nuevo quedó consagrada en la pastoral colectiva del Episcopado «La Iglesia jamás deja de inculcar el acatamiento y obediencia debidos [225] al poder constitudo. Los católicos españoles acatarán el poder civil en la forma, con que de hecho exista»{33}.

Pío XI acaba de decirnos la gran frase: «Tranquila sujeción al poder constituido». «Disciplina y sujeción»{34}.

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Se dirá tal vez que en no pocos documentos eclesiásticos –en este punto concreto, no nos referimos a los del Episcopado español–, en los que se indican las obligaciones de los ciudadanos, se habla, en general, de obediencia a los poderes de hecho, sin hacer distinción entre poder legítimos o ilegítimos. Esto parece estar en contradicción con lo que nosotros hemos escrito al negar la obligación de verdadera obediencia al poder ilegítimo, y con la rotunda afirmación de Balmes, que encabeza este párrafo.

Es fácil la respuesta. Precisamente esa universalidad, que abarcan tales documentos, aconseja el uso de unos términos –obediencia, sumisión, acatamiento– que pueden y deben ser interpretados en diverso sentido según los casos. Decimos que deben ser interpretados. No se escandalice nadie de la afirmación, que no es nuestra. Un teólogo tan autorizado como el Padre De la Taille escribe: «Del mismo modo que para la interpretación de un texto legal o de jurisprudencia no es superflua la ciencia del derecho, hay ciertas enseñanzas pontificias [alude concretamente a las normas de que tratamos], que exigen ser interpretadas a la luz de los principios teológicos, en que se inspiran y de la doctrina tradicional, que los encuadra»{35}.

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Otro documento se alegará, seguramente, en contra de nuestra doctrina: la carta de Benedicto XV al episcopado portugués, el 18 de diciembre de 1919.

Dice en esta carta el Pontífice: [226]

«La Iglesia, evidentemente, no puede depender de las facciones, ni servir a los partidos políticos; pero la corresponde reclamar de los fieles la obediencia al poder establecido, cualquiera que sea, por otra parte, su constitución política. A este poder, en efecto, incumbe el cuidado de asegurar el bien común, que, ciertamente, es, después de Dios, en la sociedad, la ley suprema. Nuestro predecesor, León XIII, de feliz memoria, lo mostró muy bien en su carta encíclica «Au milieu des sollicitudes» del 16 de febrero de 1892. En otra carta del 3 de mayo siguiente, dirigida a los cardenales franceses, León XIII afirmaba de nuevo que un cristiano está obligado a someterse, sin reservas, al poder establecido de hecho. Vuestros fieles se sujetarán a esta enseñanza y a la práctica de la Iglesia. Esta acostumbra siempre a mantener relaciones de amistad con los gobiernos, cualquiera que sea la forma de ellos y acaba, muy recientemente, de reanudar sus relaciones con la República de Portugal. Los católicos de vuestro país obedecerán, pues, con entera buena fe, al poder civil, tal como está actualmente constituido y aceptarán, sin repugnancia, en vista del bien común de la religión y de la patria, las cargas públicas, que les fueran impuestas.»

Como se echa de ver en las mismas palabras del Papa, Benedicto XV no hace sino renovar la doctrina de León XIII.

Pero notaremos que las recomendaciones de Benedicto XV a los católicos portugueses no contrarían, en lo más mínimo, a nada de lo que llevamos escrito.

Tres son estas recomendaciones: «Un cristiano está obligado a someterse sin reservas al poder establecido de hecho»; «los católicos obedecerán… al poder civil, tal como está actualmente constituido»; «aceptarán sin repugnancia… las cargas públicas, que les fueran impuestas».

Adviértase que Benedicto XV habla a los diez años de constituida la República portuguesa y cuando ésta ha instaurado amistosas relaciones con la Santa Sede.

A un poder así bien pueden someterse de esa manera los católicos. Fuera de que ese sentimiento, que el Papa especifica, no prejuzga nada en favor ni en contra de la legitimidad del poder. Supone, eso sí, la legitimación, que indudablemente confiere a un poder la existencia durante diez años, la tranquila posesión en el momento, en que habla el Papa, y la recta ordenación en el ejercicio de la autoridad, que, después de una revolución, se preocupa de asegurar el bien religioso del país. [227]

* * *

En todos estos casos, la Iglesia, como hemos indicado, se inhibe del pleito doméstico de la legitimidad de los poderes nacionales.

Pero dos documentos hay, entre otros, en los cuales se declaran expresamente los deberes de los ciudadanos para con unos poderes considerados como ilegítimos.

En los primeros meses de 1808 invadía Napoleón los Estados pontificios. El general Miolli ocupó la ciudad de Roma, y el gobierno imperial tomó posesión de las provincias de Urbino, Ancona, Maceratta y Camerino y las declaró perpetua e irrevocablemente unidas al Reino de Italia.

Apenas consumada la usurpación, Pío VII enviaba una instrucción a los Prelados de las provincias usurpadas para aclarar los deberes de los súbditos respecto del poder usurpador. M. Sebzeltern, encargado de Negocios de Austria en la Corte pontificia, comunica a su ministro en Viena el contenido de la instrucción pontificia en estos términos: «El Papa, dice, prohíbe cooperar al establecimiento del nuevo orden de cosas, permitirse acto alguno ni participación en cosas, que le consoliden, prestar juramento de fidelidad u obediencia, ni aceptar ni pedir empleos, que a él pertenezcan. Prohíbe a los Obispos que canten Te Deum en las ocasiones de reunión de provincias o instalación de nuevas autoridades. Como éstas probablemente exigirán juramento, mirándolo como medida necesaria para mantenimiento de la tranquilidad pública, el Papa previene que se limiten a prestar una obediencia pasiva que garantice el orden público y sumisión, pues les prohíbe turbarlo con desórdenes o facciones. Para el caso en que no puedan excusarse de prestar juramento, les prescribe la siguiente fórmula: «Prometo y juro no tomar parte alguna en conjuraciones ni sediciones de ninguna especie contra el gobierno y serle sumiso en todo aquello que no contraríe a las leyes de Dios y de la Iglesia»{36}.

«Obediencia pasiva, que garantice el orden público»; «juramento de sumisión, como medida necesaria para el mantenimiento de la tranquilidad pública». Esto es lo único que ordena y aun permite el Papa.

Y acaso es todavía más explícito este otro documento. Es del [228] Cardenal Mercier y a él hicimos ya referencia. Recuérdese la memorable ocupación de Bélgica por las tropas alemanas en los primeros meses de la gran guerra. El célebre Cardenal, estimando como un atropello, no sólo la invasión, sino la constitución del gobierno alemán en el Estado belga, declaró de esta manera las obligaciones de los ciudadanos para con el poder de hecho:

«Considero como una obligación de mi cargo pastoral, definir nuestros deberes de conciencia frente al poder que ha invadido nuestro suelo y que, momentáneamente, ocupa la mayor parte. Este poder no es una autoridad legítima. Por consiguiente, en el fondo de vuestra alma, no le debéis ni estima, ni adhesión, ni obediencia. El único poder legítimo, en Bélgica, es el que pertenece a nuestro Rey, a su gobierno, a los representantes de la nación. Él sólo es para nosotros la autoridad; él sólo tiene derecho al afecto de nuestros corazones, a nuestra sumisión. Los actos de administración de la autoridad ocupante carecerían por sí mismos de vigor, pero la autoridad legítima ratifica tácitamente cuanto justifica el interés general, y sólo de esta ratificación les viene todo su valor jurídico… Hacia las personas, que dominan por la fuerza militar nuestro país y que en el fondo de su conciencia no pueden menos de admirar la energía caballeresca, con que hemos defendido y defendemos nuestra independencia, tengamos las consideraciones, que exige el interés general… Respetemos los reglamentos, que nos impongan en cuanto no lesionen ni la libertad de nuestras conciencias cristianas ni nuestra dignidad patriótica. No confundamos el valor con la bravata, ni la bravura con la agitación.»{37}

Esta declaración del Cardenal tronó en el mundo civilizado más estremecedora que los cañones del frente. Pero, a la hora de la paz, los mismos enemigos, al retirar sus tropas, hubieron de declarar que el verdadero representante de Bélgica era el Cardenal Mercier{38}.

A. DE CASTRO ALBARRÁN

Notas
{25} Cursus Scripturae Sacrae Comentarium in Evangelium secundum Matthaeum; in cap. 22, 21.
{26} Rom. 13, 2; Ephes. 6, 5; Colos., 3, 22; Tit. 2, 9; 1 Petr. 2, 17, 18.
{27} El Protestantismo..., vol. IV, c. 55.
{28} El Protestantismo..., vol. IV, cap. 54.
{29} 1 de mayo de 1931.
{30} Encíclica, 3 de junio de 1933.
{31} Discurso a los peregrinos franceses, el 19 de abril de 1909.
{32} Pastoral, 1° de mayo de 1931.
{33} 20 de diciembre de 1931.
{34} Encíclica, 3 de junio de 1933.
{35} Dictionnaire Apologétique de la Foi Catholique, artículo «Insurrection».
{36} Cfr. Artaud, Historia de la vida y del Pontificado de Pío VII, Madrid, 1838, t. 2°, p. 187.
{37} Pastoral, Patriotisme et endurance.
{38} Cfr. Zaragüeta, El concepto católico de la vida, según el Cardenal Mercier, t. 1. Madrid, 1930, p. 56 y siguientes.

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