Jesucristo y la sumisión al poder ilegítimo
Los partidarios de la obediencia a todo poder distinción alguna, no se han quedado cortos. Han pretendido apoyar sus doctrinas nada menos que en la Sagrada Escritura ,
en el Evangelio y en las Cartas de San Pablo.
Y, como
primer doctor de su teoría, nos presentan a Jesucristo.
Un día, los
discípulos de los fariseos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «Maestro;
sabemos que eres veraz; dinos, pues, qué te parece; ¿es lícito pagar el censo
al César o no?» Esta pregunta era fruto de un conciliábulo, en el que se
habían congregado los fariseos para ver de enredar a Jesucristo en sus propias
palabras. Efectivamente, el pueblo judío gemía entonces bajo la opresión
romana. El César era un poder extranjero. He aquí a Jesucristo colocado en la
alternativa de declararse partidario de la dominación romana o rebelde contra
el poder constituido.
Jesucristo
se da cuenta de la malicia, que encierra la pregunta, y les pide que le
muestren una moneda, la moneda legal admitida por los mismos judíos. Y, a su
vez, les pregunta: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?» —«Del
César», le responden. «Pues dad –les dice– al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios.»
Esta es la
solución, que da Jesucristo. Y en estas palabras es donde se ha querido ver la
doctrina de la obediencia a todo poder de hecho. El poder romano, dicen, era en
Judea un poder extraño, invasor, de mero hecho. Jesucristo recomienda o manda
que se le pague el tributo. Esta es una de las más ciertas demostraciones [219]
de sujeción y obediencia. La consecuencia es innegable: Jesucristo impone la
sujeción y la obediencia a los poderes de mero hecho.
Supongamos
que Jesucristo, al recomendar el pago de los tributos, implícitamente, al
menos, hubiera recomendado la obediencia al Imperio romano. Aun así, no se
podría deducir la obediencia a todo poder de hecho. Los judíos estaban
sometidos al Imperio romano (hacía casi un siglo. Los últimos veinticinco o
treinta años vivían en plena sumisión. ¿No se podía conceder ya alguna
legitimidad a la dominación romana?
Pero es que
Jesucristo, en sus palabras, no resuelve la cuestión de la obediencia, no toca
para nada la legitimidad o ilegitimidad de la sumisión judía. Prescindiendo de
esta cuestión de fondo, enseña únicamente la obligación del tributo. Esta
obligación no necesita fundarse en la legitimidad del dominio romano. Para ella
sí que basta el mero hecho de esa dominación aceptada por los judíos en sus
relaciones sociales, comerciales, y aun religiosas. En tales circunstancias, el
pago del tributo podía ser considerado como uno de los deberes que el bien
común, la tranquilidad pública imponían.
Esta es la
común interpretación de los exegetas. Véase, por ejemplo, la exposición de
Knabenbauer, que recoge las de otros comentaristas como Alapide y Silvio. «Notan
Alapide y Silvio que Jesucristo no quiso disputar si los judíos estaban
sometidos a los romanos y hechos tributarios suyos justamente o injusta y
tiránicamente. El Señor huye de esta cuestión, que algunos disputan con razones
por ambas partes, y supone tan sólo lo que es verdad: al mostrar la moneda,
ellos se confiesan súbditos y declaran reconocer como soberano al que ejerce el
derecho de acuñar moneda. Por lo cual declara, en general, la obligación de
pagar lo que sea debido»{25}.
Y advierten
todavía algunos Santos Padres que Jesucristo ni aun siquiera desciende a
declarar qué es lo debido al César, si todos los tributos son justos o no.
Establece una regla general, con la que deshace la perfidia de los judíos: Dad
al César lo que es suyo. [220]
De esta
regla, no hay derecho a concluir una obligación de obediencia a todo poder de
hecho, aunque sea ilegítimo.
* * *
Además de
este pasaje de San Mateo suelen citarse, en favor de la obediencia a todo
poder, unos textos de las Cartas de San Pablo y de la primera de San Pedro{26}.
No vamos a
hacer un comentario de cada uno de ellos. Hablan de la sujeción de los súbditos
a las potestades superiores, de la obediencia de los siervos a sus amos, y, en
general, de la subordinación de todo inferior a su superior. Pero todos ellos
suponen precisamente lo contrario de lo que se pretende demostrar: que las
potestades sean verdaderas potestades que los amos sean amos con dominio
verdadero. San Pedro manda obedecer a los amos, aunque sean díscolos.
Pero díscolos no quiere decir ilegítimos, sin derecho a mandar; quiere
decir de mala condición, atravesados, traduce el insigne helenista Juan
José de la Torre.
«No solamente a los buenos y apacibles, sino también a los atravesados.»
También
Balmes se hace cargo de estas alegaciones de textos de la Sagrada Escritura ,
que, por lo visto, son antiguas, y responde de esta manera:
«La Sagrada Escritura ,
dirán ellos, nos prescribe la obediencia a las potestades, sin hacer distinción
alguna; luego el cristiano no debe tampoco hacerla, sino someterse
resignadamente a las que encuentra establecidas. A esta dificultad pueden darse
las soluciones siguientes, todas cabales: 1ª, La potestad ilegítima no es
potestad; la idea de potestad envuelve la idea de derecho; del contrario, no es
más que potestad física, es decir, fuerza. Luego, cuando la Sagrada Escritura
prescribe la obediencia a las potestades, habla de las legítimas 2ª, el Sagrado
Texto, explicando la razón por que debemos someternos a la potestad civil, nos
dice que ésta es ordenada por el mismo Dios, que es ministro del mismo Dios, y
claro es que de tan alto carácter no se halla revestida la usurpación. El
usurpador será, si se quiere, el instrumento de la Providencia , el azote
de Dios, como se apellidaba Atila, pero no su ministro; 3ª, la Sagrada Escritura ,
así como prescribe la obediencia a los súbditos con respecto a la potestad
civil, así la ordena también a los esclavos con relación a sus dueños. Ahora
bien, ¿de qué dueños se trata? Es evidente que de aquéllos que [221] obtenían
un dominio legítimo, tal como entonces se entendía, conforme a la legislación y
costumbres vigentes de otra suerte, sería preciso decir que el Sagrado Texto
encarga la sumisión aun a aquellos esclavos, que se hallaban en tal estado no
más que por un mero abuso de la fuerza. Luego, así como la obediencia a los
amos mandada en los Libros Santos no priva de su derecho al esclavo, que fuese
injustamente detenido en esclavitud, tampoco la obediencia a las autoridades
constituidas debe entenderse sino cuando éstas sean legítimas, o cuando así lo
dicte la prudencia para evitar perturbación y escándalos.»{27}
Voces de la
Iglesia
Si
hubiéramos de condensar en una tesis de escuela la que es, a nuestro juicio, la
doctrina de la Iglesia
en este punto de la sumisión a los poderes ilegítimos, copiaríamos, a la letra,
estas palabras de Balmes: «La religión católica no prescribe la obediencia a
los gobiernos de mero hecho, porque, en el orden moral, el mero hecho no es
nada»{28}.
Tiene,
ciertamente, la Iglesia
en esta materia un pensamiento concreto. Y no le ha ocultado cuantas veces ha
creído oportuna su manifestación. No habrá dado a esta enseñanza la solemnidad
de una definición dogmática, pero ahí está la doctrina, consagrada por el
prestigio de un magisterio autorizado. Y ahí está, al mismo tiempo, como
ratificación de la teoría, la conducta práctica de la misma Iglesia.
Porque es
esta una materia en la que la
Iglesia ha sido, no pocas veces, la primera que se ha visto
en el trance de cumplir la doctrina, que ha enseñado. Doble lección para
nosotros. O, mejor, una sola, doblemente explicada y confirmada, en la teoría y
en la práctica.
* * *
Esta lección
de la Iglesia
nos parece que se podría resumir en estas enseñanzas:
* * *
Aquella
misma razón de bien común, que, como antes veíamos, impone muchas veces a los
ciudadanos el deber de sumisión aun a los poderes ilegítimos, obliga
frecuentemente a la Iglesia
a tratar con ellos. Con mayor motivo porque, en relación con la Iglesia , el bien común
cobra los altos fueros de bien común, espiritual y religioso. Ante el supremo
interés de las almas, de la religión, de la Iglesia , cede o se suspende todo derecho de
legitimidad. Y la Iglesia ,
una vez constituidos los gobiernos de hecho, establece con ellos relaciones y
se comporta, oficialmente, como si nada supiera de su legitimidad o
ilegitimidad.
Esta ha sido
la conducta de la Iglesia
con multitud de gobiernos, a partir de la revolución francesa. Y esta ha sido,
últimamente, su norma práctica con el gobierno provisional de la República española. «Sírvanos
en este punto de guía para nuestra conducta –decía en su pastoral el
Cardenal Segura– la prudentísima actitud de la Santa Sede , que, al
darse por notificada de la constitución del nuevo gobierno provisional, declaró
estar dispuesta a secundarle en la obra de mantenimiento del orden social,
confiando que él también, por su parte, respetaría los derechos de la Iglesia y de los católicos
en una nación donde la casi totalidad de la población Profesa la religión
católica». Y, por su parte, añadía el Cardenal: «La Iglesia está siempre
dispuesta a colaborar, dentro de su esfera de acción, con aquellos que ejercen
la autoridad civil»{29}.
Y esto mismo
es lo que Pío XI ha repetido en su recentísima encíclica: «Nada de esto
ignoraba el gobierno de la nueva República española, pues estaba bien enterado
de las buenas disposiciones, tanto Nuestras como del Episcopado español, para
secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social»{30}.
[223]
* * *
Pero esta
conducta de la Iglesia
no implica ni aprobación ni reprobación de tales poderes. Más de un Pontífice
se ha cuidado de hacerlo notar. Una constitución de Clemente V a este respecto
fue sucesivamente ratificada por Juan XXII, Pío II, Sixto IV y Clemente XI.
Renuévala, más ampliamente, Gregorio XVI en su Carta Apostólica Sollicitudo,
de 7 de agosto de 1831, y en ella declara, de una vez para siempre, que, en el
pensamiento de la Iglesia ,
con el reconocimiento oficial de «aquellos que presiden de cualquier manera
la cosa Pública, no se atribuye, confiere, ni aprueba ningún derecho»; que
este reconocimiento «ni puede, ni debe acarrear perjuicio alguno a los
derechos, privilegios, ni patronatos de los otros» que de él no puede
deducirse «ningún argumento de pérdida ni de cambio». «Declaramos
–añade el Pontífice–, decretamos y ordenamos que esta condición de la
salvaguarda de los derechos de las partes debe considerarse como añadida a las
actas de esta naturaleza.»
Es decir,
que la Iglesia
se inhibe del pleito meramente político y nacional. Este pleito cae fuera de su
órbita religiosa. A no ser que roce, con algún contacto, el interés religioso,
o que las partes interesadas se sujeten a su decisión. Mientras esto no suceda,
la Iglesia se
encuentra con un poder establecido. Ella no sabe nada de su legitimidad o
ilegitimidad. El bien común y aun el mismo interés religioso exige la
existencia de un poder y la relación armónica de la potestad religiosa con la
potestad civil. La Iglesia
trata con el poder que existe. Los súbditos, los ciudadanos, se encargarán de
ventilar el pleito de la legitimidad.
* * *
Entre tanto,
mientras ese poder subsista, la
Iglesia regula también, con un criterio semejante al que
inspira sus propias relaciones, la conducta, que han de observar los católicos
con los poderes constituidos. Mas no se hallará un solo texto, en el que se
ordene la obediencia a un poder ilegítimo.
En los casos
ordinarios, en que la Iglesia ,
como hemos dicho, no se enfrenta con la cuestión de la legitimidad del poder,
todos los deberes, que exige a los católicos, se justifican plenamente en las
exigencias del bien social, a que tantas veces nos referimos. [224] Ni suponen
legitimidad, ni chocan contra la ilegitimidad. Todos esos deberes, que la Iglesia enseña, se reducen
a la sumisión, que hemos explicado. En este sentido habló ya Pío VI a
los católicos franceses en su breve Pastoralis Sollicitudo de 5 de julio
de 1796. Y este alcance tiene, como hemos de ver, todo lo que León XIII
escribió sobre la aceptación de los poderes de hecho en Francia y sus normas
concretas para España.
Habló
también Pío X de sumisión a los poderes humanos y se refería,
particularmente, a la
República francesa; pero no se olvidó de señalar aquellos
poderes, que podrán sostenerse por la fuerza material, mas no podrán pretender
el amor de los ciudadanos. A un poder de esta clase –de los que el Papa
describe– «se le temerá –dice– bajo la amenaza de la espada, se le
aplaudirá por hipocresía, interés o servilismo; se le obedecerá, porque la
religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, en tanto que no
exijan lo que es contrario a la santa ley de Dios. Pero si el cumplimiento de
este deber para con los poderes humanos, en lo que es compatible con los
deberes para con Dios, hace más meritoria la obediencia, no será ésta ni más
tierna, ni más gozosa, ni más espontánea jamás merecerá el nombre de veneración
y de amor»{31}.
Comentando
estas palabras de Pío X, decía L'Echo de París:
«Todos
han comprendido que el Papa, recordando siempre deber de los cristianos de
someterse de hecho a los poderes constituidos, condenaba absolutamente todo
sumisionismo, intelectual y práctico.»
Pero es en
España donde más recientemente se ha visto obligada la Iglesia a hablar de estos
asuntos por boca de sus prelados. Y el Episcopado español se ha expresado con
claridad y precisión;
«Es deber
de los católicos –escribió el Cardenal Segura– tributar a los gobiernos
constituidos de hecho respeto y obediencia para el mantenimiento del orden y
para el bien común»{32}.
Repetida
esta norma en multitud de documentos, de nuevo quedó consagrada en la pastoral
colectiva del Episcopado «La
Iglesia jamás deja de inculcar el acatamiento y
obediencia debidos [225] al poder constitudo. Los católicos españoles
acatarán el poder civil en la forma, con que de hecho exista»{33}.
Pío XI acaba
de decirnos la gran frase: «Tranquila sujeción al poder constituido».
«Disciplina y sujeción»{34}.
* * *
Se dirá tal
vez que en no pocos documentos eclesiásticos –en este punto concreto, no nos
referimos a los del Episcopado español–, en los que se indican las obligaciones
de los ciudadanos, se habla, en general, de obediencia a los poderes de hecho,
sin hacer distinción entre poder legítimos o ilegítimos. Esto parece estar en
contradicción con lo que nosotros hemos escrito al negar la obligación de
verdadera obediencia al poder ilegítimo, y con la rotunda afirmación de Balmes,
que encabeza este párrafo.
Es fácil la
respuesta. Precisamente esa universalidad, que abarcan tales documentos,
aconseja el uso de unos términos –obediencia, sumisión, acatamiento– que pueden
y deben ser interpretados en diverso sentido según los casos. Decimos que deben
ser interpretados. No se escandalice nadie de la afirmación, que no es nuestra.
Un teólogo tan autorizado como el Padre De la Taille escribe: «Del mismo modo que para la
interpretación de un texto legal o de jurisprudencia no es superflua la ciencia
del derecho, hay ciertas enseñanzas pontificias [alude concretamente a las
normas de que tratamos], que exigen ser interpretadas a la luz de los
principios teológicos, en que se inspiran y de la doctrina tradicional, que los
encuadra»{35}.
* * *
Otro
documento se alegará, seguramente, en contra de nuestra doctrina: la carta de
Benedicto XV al episcopado portugués, el 18 de diciembre de 1919.
Dice en esta
carta el Pontífice: [226]
«La Iglesia , evidentemente, no
puede depender de las facciones, ni servir a los partidos políticos; pero la
corresponde reclamar de los fieles la obediencia al poder establecido,
cualquiera que sea, por otra parte, su constitución política. A este poder, en
efecto, incumbe el cuidado de asegurar el bien común, que, ciertamente, es,
después de Dios, en la sociedad, la ley suprema. Nuestro predecesor, León XIII,
de feliz memoria, lo mostró muy bien en su carta encíclica «Au milieu des sollicitudes» del 16 de
febrero de 1892. En otra carta del 3 de mayo siguiente, dirigida a los
cardenales franceses, León XIII afirmaba de nuevo que un cristiano está
obligado a someterse, sin reservas, al poder establecido de hecho. Vuestros
fieles se sujetarán a esta enseñanza y a la práctica de la Iglesia. Esta
acostumbra siempre a mantener relaciones de amistad con los gobiernos,
cualquiera que sea la forma de ellos y acaba, muy recientemente, de reanudar
sus relaciones con la
República de Portugal. Los católicos de vuestro país
obedecerán, pues, con entera buena fe, al poder civil, tal como está
actualmente constituido y aceptarán, sin repugnancia, en vista del bien común
de la religión y de la patria, las cargas públicas, que les fueran impuestas.»
Como se echa
de ver en las mismas palabras del Papa, Benedicto XV no hace sino renovar la
doctrina de León XIII.
Pero
notaremos que las recomendaciones de Benedicto XV a los católicos portugueses
no contrarían, en lo más mínimo, a nada de lo que llevamos escrito.
Tres son
estas recomendaciones: «Un cristiano está obligado a someterse sin reservas
al poder establecido de hecho»; «los católicos obedecerán… al poder civil, tal
como está actualmente constituido»; «aceptarán sin repugnancia… las cargas
públicas, que les fueran impuestas».
Adviértase
que Benedicto XV habla a los diez años de constituida la República portuguesa y
cuando ésta ha instaurado amistosas relaciones con la Santa Sede.
A un poder
así bien pueden someterse de esa manera los católicos. Fuera de que ese
sentimiento, que el Papa especifica, no prejuzga nada en favor ni en contra de
la legitimidad del poder. Supone, eso sí, la legitimación, que indudablemente
confiere a un poder la existencia durante diez años, la tranquila posesión en
el momento, en que habla el Papa, y la recta ordenación en el ejercicio de la
autoridad, que, después de una revolución, se preocupa de asegurar el bien
religioso del país. [227]
* * *
En todos
estos casos, la Iglesia ,
como hemos indicado, se inhibe del pleito doméstico de la legitimidad de los
poderes nacionales.
Pero dos
documentos hay, entre otros, en los cuales se declaran expresamente los deberes
de los ciudadanos para con unos poderes considerados como ilegítimos.
En los
primeros meses de 1808 invadía Napoleón los Estados pontificios. El general
Miolli ocupó la ciudad de Roma, y el gobierno imperial tomó posesión de las
provincias de Urbino, Ancona, Maceratta y Camerino y las declaró perpetua e
irrevocablemente unidas al Reino de Italia.
Apenas
consumada la usurpación, Pío VII enviaba una instrucción a los Prelados de las
provincias usurpadas para aclarar los deberes de los súbditos respecto del
poder usurpador. M. Sebzeltern, encargado de Negocios de Austria en la Corte pontificia, comunica a
su ministro en Viena el contenido de la instrucción pontificia en estos
términos: «El Papa, dice, prohíbe cooperar al establecimiento del nuevo orden
de cosas, permitirse acto alguno ni participación en cosas, que le consoliden,
prestar juramento de fidelidad u obediencia, ni aceptar ni pedir empleos, que a
él pertenezcan. Prohíbe a los Obispos que canten Te Deum en las
ocasiones de reunión de provincias o instalación de nuevas autoridades. Como
éstas probablemente exigirán juramento, mirándolo como medida necesaria para
mantenimiento de la tranquilidad pública, el Papa previene que se limiten a
prestar una obediencia pasiva que garantice el orden público y sumisión, pues
les prohíbe turbarlo con desórdenes o facciones. Para el caso en que no puedan
excusarse de prestar juramento, les prescribe la siguiente fórmula: «Prometo
y juro no tomar parte alguna en conjuraciones ni sediciones de ninguna especie
contra el gobierno y serle sumiso en todo aquello que no contraríe a las leyes
de Dios y de la Iglesia»{36}.
«Obediencia
pasiva, que garantice el orden público»; «juramento de sumisión, como medida
necesaria para el mantenimiento de la tranquilidad pública». Esto es lo único que ordena y aun
permite el Papa.
Y acaso es
todavía más explícito este otro documento. Es del [228] Cardenal Mercier y a él
hicimos ya referencia. Recuérdese la memorable ocupación de Bélgica por las
tropas alemanas en los primeros meses de la gran guerra. El célebre Cardenal,
estimando como un atropello, no sólo la invasión, sino la constitución del
gobierno alemán en el Estado belga, declaró de esta manera las obligaciones de
los ciudadanos para con el poder de hecho:
«Considero como una obligación de mi
cargo pastoral, definir nuestros deberes de conciencia frente al poder que ha
invadido nuestro suelo y que, momentáneamente, ocupa la mayor parte. Este poder
no es una autoridad legítima. Por consiguiente, en el fondo de vuestra alma, no
le debéis ni estima, ni adhesión, ni obediencia. El único poder legítimo, en
Bélgica, es el que pertenece a nuestro Rey, a su gobierno, a los representantes
de la nación. Él sólo es para nosotros la autoridad; él sólo tiene derecho al
afecto de nuestros corazones, a nuestra sumisión. Los actos de administración
de la autoridad ocupante carecerían por sí mismos de vigor, pero la autoridad
legítima ratifica tácitamente cuanto justifica el interés general, y sólo de
esta ratificación les viene todo su valor jurídico… Hacia las personas, que
dominan por la fuerza militar nuestro país y que en el fondo de su conciencia
no pueden menos de admirar la energía caballeresca, con que hemos defendido y
defendemos nuestra independencia, tengamos las consideraciones, que exige el
interés general… Respetemos los reglamentos, que nos impongan en cuanto no
lesionen ni la libertad de nuestras conciencias cristianas ni nuestra dignidad
patriótica. No confundamos el valor con la bravata, ni la bravura con la
agitación.»{37}
Esta declaración
del Cardenal tronó en el mundo civilizado más estremecedora que los cañones del
frente. Pero, a la hora de la paz, los mismos enemigos, al retirar sus tropas,
hubieron de declarar que el verdadero representante de Bélgica era el Cardenal
Mercier{38}.
A. DE CASTRO ALBARRÁN
Notas
{25} Cursus
Scripturae Sacrae Comentarium in Evangelium secundum Matthaeum; in cap. 22,
21.
{26} Rom.
13, 2; Ephes. 6, 5; Colos., 3, 22; Tit. 2, 9; 1 Petr.
2, 17, 18.
{27} El
Protestantismo..., vol. IV, c. 55.
{28} El
Protestantismo..., vol. IV, cap. 54.
{29} 1 de mayo
de 1931.
{30} Encíclica,
3 de junio de 1933.
{31} Discurso
a los peregrinos franceses, el 19 de abril de 1909.
{32} Pastoral,
1° de mayo de 1931.
{33} 20 de
diciembre de 1931.
{34} Encíclica,
3 de junio de 1933.
{35} Dictionnaire
Apologétique de la Foi
Catholique , artículo «Insurrection».
{36} Cfr.
Artaud, Historia de la vida y del Pontificado de Pío VII, Madrid, 1838,
t. 2°, p. 187.
{37} Pastoral, Patriotisme
et endurance.
{38} Cfr.
Zaragüeta, El concepto católico de la vida, según el Cardenal Mercier,
t. 1. Madrid, 1930, p. 56 y siguientes.
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