Sigue el culebrón para formar gobierno (de España) y da sus primeros pasos el apenas recientemente muñido gobierno Frankenstein de la Comunidad Autónoma de Aragón. No está claro que se vayan a aprobar las oportunas leyes de presupuestos, pero leyes de ingeniería social y más subvenciones para hacer frente a la desafección y apuntalar la partitocracia, eso, ¡que no falte¡
Los prebostes
del sistema, también los que van por ahí disfrazados de antisistema, que al
final han acabado convenientemente apesebrados
como los demás, se resisten a aceptar la evidencia: esto es una farsa, una
oligarquía tiránica que defiende a capa y espada sus propios privilegios. En
realidad, la democracia ya no es un resultado, una meta a perseguir, una manera
de definir el bien común como objetivo de la actividad política, sino que se ha
convertido en una suerte de expediente de limpieza de sangre que habilita para
beneficiarse de las prebendas del sistema. La democracia se ha trasladado de
manera forzada al origen, en calidad de coartada pseudolegitimante.
Si con mangas
y capirotes, con pucherazos electrónicos o manejos mediáticos, no se logra
obtener el resultado pretendido, o dicho de otro modo, si no cabe casar a
priori los resultados obtenidos con la dogmática roussoniana tradicional,
entonces se fabrica una “mayoría” de
geometría variable. Pero a la hora de la verdad, la legalidad o se sostiene por
su propia fuerza o queda reducida a mera apariencia. Y la legalidad, en estos
momentos, el entero orden constitucional, empieza presentar síntomas claros de
formalismo, de carencia de sustancia vital.
“Este es—señala ORTEGA Y GASSET — el mayor peligro que hoy amenaza a la
civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la
absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad
histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los
destinos humanos”... “El resultado...
será fatal: la
espontaneidad social quedará violentada una vez y otra vez por la intervención
del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que
vivir « para » el Estado; el hombre, « para » la máquina del
gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y
mantenimiento depende de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado,
después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético,
muerto con esta muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo”... “Este
fue el sino lamentable de la civilización
antigua”... “¿Se advierte cuál
es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor
ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone y la
sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado”.
El desarrollo del Estado agota el país. El Estado devora la
sustancia moral del país, vive de ella, se engorda hasta que el alimento se
acaba, es lo que le reduce a la larga por el hambre (Simone WEIL). Y entonces
empieza el “austericidio”, o sea, entonces es cuando no queda más remedio que
recortar el menú, con el propósito último de que el endeudamiento, asumido como
crónico, pueda sostenerse indefinidamente (?), porque tenemos un nivel de vida,
un Estado del bienestar, al que de ningún modo podemos renunciar. Se empieza porque
los hombres sólo quieren las ventajas de la libertad, pero no la libertad misma
en toda su entidad, con sus riesgos y responsabilidades inherentes. Estos
quieren transferirlos al Estado, sin ver que con ello le entregan su propia
libertad. El Estado ha pasado por ser el cuerno de
una abundancia inagotable que distribuía los tesoros proporcionalmente a las
presiones que sufriera.
La política se ha convertido para ellos
en uno de los momentos más o menos pasivos del espectáculo cinematográfico o
televisado. En consecuencia, mientras que la convivencia política venía naturalmente
ligada a la condición socioprofesional de las personas y de las comunidades en
las que éstas se agrupan para la defensa de intereses y libertades concretas,
hoy en día, en cambio, la política se vive, de hecho, como un espectáculo, como
un auténtico reality show. Pero
sabemos que un reality show no es
algo real, que no deja de ser un remedo más o menos hábil de lo que
supuestamente tendría que ser la realidad
de las cosas. Esto explica que para la mayoría de los ciudadanos de un
país, de los vecinos de un municipio, el interés por las cuestiones políticas
pase menos que antes por el canal de los partidos y de los movimientos
políticos. A la postre, acaban interesándose por esta política únicamente los que esperan encontrar en ella un
óptimo medio de vida.
La sociedad de masas parece requerir como
régimen político una especie de cesarismo, en que un demagogo enérgico, surgido
de las propias masas, capaz de sintonizar con ellas, de hablar su mismo
lenguaje, de percibir sus emociones elementales, de compartir sus instintos
primarios y de adelantarse a sus movimientos o desencadenarlos para un
calculado aprovechamiento, se convierte, en gran medida por artes de
propaganda, en el exponente venerado de esas grandes masas que proyectan hacia
su figura sus aspiraciones y que por una transferencia compensan en sus éxitos
las frustraciones personales que toda existencia humana conlleva. Una vez
instaurado el régimen, la propia multitud de la cual brota será la primera
víctima; y el aparato de la propaganda destinado a controlar psíquicamente a la
población del Estado funcionará ya sin descanso, sometiéndola a una actividad
incesante donde nadie encuentra respiro para volver en sí, recluirse en su
intimidad y rescatar su libertad esencial (AYALA).
La
burocratización asfixiante, el estatismo multinivel, la delirante politización
de todas las cosas en España no son sino la consecuencias inmediatas y
necesarias del desinterés de las masas por la política y de sus exigencias
ilimitadas de bienestar al Estado.
Pero la
realidad es tozuda, y el sistema se tambalea con espasmos cada vez más
frenéticos. “No cabe destino más triste
para un sistema político que el de devorarse a sí mismo” (PRADERA). “¿PUEDE PASARLE ALGO PEOR A UN SISTEMA
POLÍTICO QUE NO PODER RESISTIR LA
PRUEBA DE LA
REALIDAD ?” (CAMBÓ).
Parafraseando
el título del reciente libro de Javier BARRAYCOA, La
Constitución
incumplida, es preciso constatar cómo las promesas que se hicieron para
movilizar el voto a favor en el referéndum y, en general, en todo el proceso de
instauración de la democracia (no digamos nada en relación con la célebre Ley
para la Reforma
Política ), han sido incumplidas. No se trata de instaurar la democracia, así
en general, sino de restaurar la sustancia política del régimen de la II República , y en
particular del gobierno del Frente Popular: ésta
y no otra es la única democracia legítima para los actuales dirigentes del
Estado español y de todas sus terminales autonómicas y municipales. El recurso
a FRANCO no puede ser más patético: este es el único argumento al que apela el establishment, poniendo de manifiesto
que carece de argumentos positivos para defender su propia ejecutoria. Toda la
mitología de la llamada transición ha
quedado desmentida: miren ustedes al señor Lluis LLACH, todo un símbolo; el cantautor que componía canciones- protesta y denostaba sin
cesar la represión del régimen franquista – ¡ay l’Estaca¡”-, estabuladito ahora en las filas de un
partido secesionista burgués y amenazando con sancionar (ahora se dice así;
otras veces, se usa la fórmula de que tal o cual conducta “tendrá consecuencias o efectos”) a los funcionarios que desoigan
los imperativos de la Ley de transitoriedad jurídica aprobada por
el Parlament.
“Idear, para legislar, un órgano que por su
propia naturaleza, por su íntima contextura, de manera fatal e irremediable,
había de incorporar a la ley, no el bien común sino el interés de partido, es,
no ya desentenderse de la imperfección de que adolece lo humano, sino amontonar
desde el primer instante todas las imaginables contradicciones con el fin que
debía ser alcanzado. Proponer para la designación de los legisladores un
procedimiento que elimina en los electores los elementos indispensables para
que el acto de la elección sea racional, y que consiente, en cambio, el juego
de las más bajas pasiones, el impulso del interés personal, en pugna manifiesta
con el público, el predominio de la concupiscencia, las explosiones de la
codicia, es, no ya reprimir, contener o contrariar los movimientos de la parte
animal del hombre, sino favorecerlos, estimularlos y hasta justificarlos”
(PRADERA).
Han pasado ya
prácticamente cien años, pero en situaciones análogas, seguimos cayendo en los
mismos errores: “Así resulta, en suma,
que al cabo de tantos esfuerzos encaminados a establecer el gobierno del país
por el país y a concluir con todo gobierno personal, EL RÉGIMEN PARLAMENTARIO
ES EN LA PRÁCTICA UNA
NUEVA FORMA DE ÉSTE, en la que los jefes de los partidos son como a modo de
Césares y dictadores temporales, que se van sustituyendo en el mando. Quizá
alguien diga que éste es un paso necesario en la transición del antiguo régimen
al nuevo, exigido por la falta de educación política de que adolecen ciertos
pueblos, a lo cual observaríamos dos cosas: la primera, que si así se cree,
debe decirse en voz alta a la faz del país, el cual acaso repugne admitir la
posibilidad de una «dictadura liberal», y la segunda, que semejante modo de
educar, es, en verdad, muy extraño, y si hemos de juzgar por los frutos, además
contraproducente, pues resulta el pupilo cada día más torpe para la vida de la
libertad, y el tutor o pedagogo, cada día más corrompido y más inspirado en su
propio egoísmo al ejercer el elevado ministerio que se le atribuye” (AZCÁRATE).
Sólo, pues,
eliminando la privanza del gobierno y el monopolio de la representación de los
partidos políticos cabe establecer unas condiciones razonables para alcanzar el
objetivo de la democracia, entendida como servicio efectivo al bien común del
pueblo. “En primer lugar, resulta de
aquéllos una ‘administración de partido’, la cual, como dice MINGHETI, es la
‘negación de la esencia y del fin del Estado’… Luego, como son tantos los
servicios que corren a cargo del Estado, el desorden administrativo trasciende
a todas las esferas de la vida, resultando así que aquél, en vez de dirigir,
proteger e ilustrar la actividad individual y social, la extravía y la
corrompe. Y como todo esto se hace para satisfacer el egoísmo individual o el
interés de una comunión política…, sucede que muchos, al parecer partidarios de
la libertad, son, según decía TOCQUEVILLE, servidores ocultos de la tiranía”
(AZCÁRATE).
“Es admirable que todas las hipótesis sobre
las cuales se ha levantado la
Revolución hayan sido diametralmente contrarias a las
condiciones que nuestra filosofía de la Naturaleza , apoyada en la experiencia, nos señala
hoy como las leyes más probables de la salud pública» (BOURGET). Y es que,
en el fondo, ya sabemos lo que supone esta democracia
de juguete, que entroniza a perpetuidad el desgobierno de un poder
irresponsable ofreciendo al individuo previamente desarraigado de sus
comunidades naturales la risible potestad de opinar, de votar las listas que
elabora la propia oligarquía imperante. Pero al final, ni por esas, resulta que
el tinglado ya no funciona, y que lo que
tendría que ser, simplemente no es y no puede ser de ningún modo.
“Ved aquí cómo funcionaba el mecanismo. El
Gobierno salía del Parlamento. El sistema tenía el fermento de la ambición y de
la vanidad. Los diputados, que se decían representantes de la nación, no se
preocupaban de representarla, sino de llegar a ser ministros, para lo cual era
indipensable, o sostener a su partido a todo trance en el Poder, o derribar al
contrario, si el contrario era el que le ocupaba. El Gobierno, en consecuencia,
más que de gobernar, se preocupaba de mantenerse en el Poder –como los
diputados, más que cuidarse de representar, se enredaban en intrigas que con su
acceso tuviesen relación -, y para ello necesitaba de una mayoría, y para
lograrla, tener en su mano todos los resortes de la vida nacional; a su
servicio, gentes poco escrupulosas que quebrantasen resistencias, y en
subordinación al orden político y a los fines políticos, el orden moral y las
reglas de moralidad. Pero todo esto se agravaba con que la mayoría buscada por
los gobernantes no era la mayoría de algo que, aunque parcialmente, fuera
intrínsecamente nacional. A la vida nacional se habían superpuesto unas
organizaciones cuya legitimidad jamás ha sido demostrada, y que se habían
arrogado la facultad de expedir o denegar ejecutorias de limpieza de sangre. En
su comienzo, esas organizaciones llevaban nombres de «sistemas» más o menos impuros;
después, francamente, por ley inexorable en su constitución, eran conocidas con
nombres de «hombres». El Parlamento –del que salía el Gobierno-, no sólo, pues,
era un organismo enfermo, porque tenía dentro de sí un fermento de
descomposición, sino que por su constitución «ningún vínculo tenía con la
nación». ¡Cómo había de sorprendernos que la nación se hallase divorciada de un
Gobierno que se engendraba en un Parlamento, que, «por definición», ninguna
relación vital tenía con ella¡ ¡Cómo habíamos de esperar de los partidos
políticos, verdaderas vegetaciones parasitarias, nada favorable a la vida
nacional, si además de no haber emanado de ella, no podían vivir de otra
substancia que de sus jugos vitales¡ ¡Cómo, por último, había de sorprendernos
que el resultado de su dominación fuera tan notorio, que hasta las gentes que
de ellos formaron parte, y aun les dieron nombre, han debido reconocer las
ruinas amontonadas sobre el suelo nacional por su vandálica actuación¡” (PRADERA).
Acaso los
hombres y las mujeres que no somos devotos de las hodiernas religiones
seculares, de las delicuescentes e insulsas ideologías que han clausurado los
serenos templos de la antigua sabiduría, seamos condenados como SÓCRATES, a
causa de nuestra presunta impiedad,
por las sedicentes democracias degeneradas que nos desgobiernan. Hoy no nos
harán beber la copa de la cicuta, simplemente nos aplicarán otra venerable
institución griega, el ostracismo, la interdicción civil. Nada, sin embargo,
nos hará renunciar al cultivo de la sabiduría, a la búsqueda incansable de la
verdad, al esfuerzo de la razón y la reflexión y no a la violencia cuantitativa
de la manada electoral, porque esa y no otra es la única garantía real de una
libertad genuinamente humana.
JAVIER ALONSO DIÉGUEZ
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