LA EDUCACIÓN COMO REBELDÍA



Quizá este título suene mal a muchos oídos, por el uso que ha hecho de él durante tanto tiempo la mitología progresista. En un artículo anterior ya nos remitíamos al autor que lo emplea en uno de sus libros: el profesor Oliveros F. Otero. Allí hablábamos de la educación como medio soberano para hacer frente a la manipulación. En esta ocasión, al modo socrático, queremos parar mientes en que el fin de la educación es el crecimiento en la verdad y en la virtud (en el bien), y para alcanzar este fin es ineludible la rebeldía, la insurrección contra el error, la ignorancia y el mal. Por el contrario, la persona que no crece se degrada y muere al espíritu.

El hombre, la mujer de hoy, el joven y el anciano, el profesor y el profesional, sin embargo, tienden a interpretar los conceptos de error y de ignorancia con gran superficialidad, en cierto modo hasta con frivolidad. El ignorante, según su modo de ver las cosas, sería tan sólo el analfabeto (¿funcional, digital?). Ignorante, pues, hablando en este sentido, no habría, al menos en los países llamados desarrollados, prácticamente ninguno. Al mismo tiempo, tampoco hay gentes que yerren, por la sencilla razón de que para muchos de nuestros contemporáneos los errores no existen: sólo son “opiniones distintas” (P.J. VILADRICH), verdades de geometría variable, expresiones diversas del multiculturalismo. Quien no cree seriamente en la existencia del error, difícilmente creerá en la existencia y en la posibilidad de acceso a la verdad. Cuanto menos interesada se muestre una sociedad determinada en identificar el error, más incapacitada se muestra para buscar y alcanzar la verdad.

Sin embargo, el error y la ignorancia están ahí, acompañando siempre al hombre histórico, real. La novedad de nuestra época no está en la mayor extensión del error y la ignorancia, pues desafortunadamente la humanidad nunca ha dejado de estar bien surtida de ellos.  Tampoco es una novedad la actitud sofística de tantos, que parecen dispuestos a reconocer todo… menos su propia ignorancia, que no es sino la condición de partida para estar dispuesto a aprender. Quizás lo realmente original del tiempo en que vivimos sea la sistemática y minuciosa conversión de la verdad y de la sabiduría en un producto de consumo, apto para ser dispensado y recibido en cuestión de unos segundos, sin requerimiento alguno de esfuerzo, de disciplina intelectual. Una sabiduría que se consume, pero que no educa. ¿La verdad al alcance de todos? La gran novedad de la manipulación moderna es la adulteración utilitarista de la verdad, en virtud de la cual la verdad se transmuta en un “valor”, pasa a estar sometida a un precio, resultado aparente del juego de la oferta y de la demanda.

Es imposible vivir sin alguna clase de verdad. Por ello, “si no se dispone ya – o se piensa que no se dispone todavía – de una «verdad verdadera», no habrá más remedio que aferrarse a una «verdad convencional». «Verdad convencional», «orden social de valores» o «mínimo ético social» será «el conjunto de asunciones teóricas y prácticas, fácticamente reconocidas en el ámbito de una cultura determinada» (J.A. MARTÍNEZ DORAL, La verdad y el hombre). La verdad, así entendida, no pretende expresar la naturaleza de las cosas, sino simplemente constatar lo que de hecho se acepta socialmente en una determinada cultura. Esta «verdad convencional» reduce la percepción de la realidad a artificio, a construcción humana, a una pobre proyección más o menos coyuntural de los deseos y necesidades social, o mejor dicho, masivamente sentidas”.

He aquí la perenne lección del maestro Sócrates:  para alcanzar la sabiduría es preciso adquirir la actitud intelectual del sabio, y esta actitud no es otra que la humilde convicción de ser ignorante. Es ésta la condición imprescindible para emprender la búsqueda incansable, cada vez más profunda, nunca totalmente satisfecha, de la verdad, de la auténtica naturaleza de las cosas. En los momentos históricos en que los sofistas se convierten en dueños socialmente incontestados del poder y la gloria, esta búsqueda puede revestir una grandeza realmente épica. Para alcanzar esa «docta ignorancia» que tanto encomiaban los sabios de la antigüedad, debemos reconocernos sabedores de meras verdades a medias, conocedores de tópicos, de slogans, de sucedáneos manipulados, de reduccionismos elaborados para el consumidor medio.  Hay que disponerse a amar a la «verdad verdadera», la adecuación entre el entendimiento y la naturaleza o realidad objetiva de las cosas, lo suficiente como para llegar a la convicción de que la mayor parte de lo que sabemos, que creemos que nos otorga el dominio efectivo, no es sino una visión superficial del universo, una profunda y pedante ignorancia.

La educación debe ayudar a no confundir la objetividad de la verdad con la subjetividad de nuestro conocimiento. En la práctica, no es fácil delimitar los campos de lo subjetivo y lo objetivo respecto a la verdad, porque estamos sumergidos en la corriente de la historia y “no podemos decir que sólo alcanzamos la verdad cuando nos confiamos a la marcha de la historia – como si la historia no fuese algo que los hombres pudieran dirigir -; pero en cambio – y aquí es donde se plantea el problema de su descubrimiento y posesión – es solamente en la historia donde aparece lo eterno de la verdad”.

Podemos alcanzar la verdad, a pesar de nuestras limitaciones personales y de los condicionamientos sociotemporales que afectan a nuestra capacidad de conocer. La masificación de las sociedades modernas puede llevarnos a simplificar la realidad que percibimos, por la vía de múltiples reduccionismos, a olvidar nuestras limitaciones personales e incluso a negar la posibilidad de una verdad anclada en el ser o naturaleza de las cosas, lo que hemos llamado una “verdad verdadera”. La educación como rebeldía frente al error, la ignorancia y el mal, puede constituir no sólo el camino para conocer estas limitaciones en nuestra lucha por el hallazgo de la verdad, sino también el que nos guíe en el esfuerzo para superarlas.

Sócrates comprendió de inmediato que el “democrático” pluralismo ideológico de los sofistas, aquella babélica feria de todas las hipótesis y de todos los colmos, no era el fruto maduro de un mutuo respeto, sino el precario statu quo que se derivaba de la impotencia de cada una de las opiniones para imponerse y acallar definitivamente a la contraria. Los sofistas viven siempre de la manipulación de la verdad, de las verdades a medias, se incapacitan para la verdad pura, para la teoría, y acaban cayendo en el cinismo, en una pseudoverdad utilitaria, pragmática; y en esta actitud de fondo, sí que coinciden todos. “El relativista Protágoras, que formuló por vez primera el principio fundamental de todo humanismo sofista de que el hombre es la medida de todas las cosas; Hipias, el desconcertante por sus muchos saberes; Pródico, entendido en explicar lo alto por lo bajo y en desenmascarar la grandeza con lo demasiado humano disfrazado: la realidad propiamente debe ser calculada – decía – según el término medio; y sobre todos, Gorgias, el nihilista corrompido por la elegancia formal que rodea la nada con la ilusión y el encanto de «haute litterature»” (J. PIEPER).

Sócrates optó por emprender su labor educativa desarrollando en primer lugar en sus alumnos una serie de hábitos de higiene mental. En vez de enseñar directamente la doctrina, Sócrates empezaba por interrogar a los jóvenes, invitándoles a exponer todo cuanto creían saber. A continuación, les asediaba con hábiles preguntas, demostrándoles, con la fuerza de la lógica, sin contradicciones, que en rigor no sabían en profundidad nada en absoluto. En su diálogo Cármides, Platón ofrece un ejemplo vivo de esta pedagogía de la desintoxicación. Sócrates aprovecha las dificultades crecientes con las que sus interlocutores tropiezan en su afán de definir qué es la sabiduría, para convencer a Cármides y al resto de sus compañeros de que saben muy poco, quizás nada. De esta manera, les imbuía de la saludable convicción de saberse ignorantes. Y es que únicamente cuando, con humildad, “se sabe que no se sabe nada”, se ha comenzado a vencer al demonio mudo y estéril de la suficiencia intelectual y el entendimiento adquiere aquella contemplativa apertura hacia la realidad objetiva, y se inicia uno en el culto sincero de la verdad.

“Cuando una generación pierde el gusto y la fuerza para enfrentarse, como personas únicas, singulares, cada una irrepetible, con el espléndido reto de buscar con autenticidad la realidad objetiva y la sabiduría; cuando una generación prefiere que le fabriquen una verdad y una cultura «a la pàge», cómoda, comprable, vendible, archivable,… ¿no hay aquí una impotencia enfermiza de vivirse como persona? ¿no estamos en presencia de una como invencible y tibia lujuria de diluirse en lo colectivo, en el seguro anonimato de los sucedáneos masivos?” (P.J. VILADRICH). Existe una correlación prácticamente exacta entre la comercialización consumista de la sabiduría – del utilitarismo sofista – y la despersonalización galopante de todos esos “números humanos” incapaces de adquirir conciencia de su disolución en la masa, en la olla social del omnipresente soma ideológico imperante.

“Hay una delicia epidérmica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa. La cosa carece de novedad en la historia humana. Casi ha sido lo más frecuente. Lo raro fue lo inverso: el afán de ser individuo, intransferible, incanjeable, único. Lo que ahora acontece nos aclara la situación del hombre en los buenos tiempos de Grecia y Roma. No se concedía a la persona libertad para vivir por sí y para sí. El Estado tenía derecho a la totalidad de su existencia. Cuando Cicerón sentía gana de retraerse en su villa tusculana y vacar al estudio de los libros griegos, necesitaba justificarse públicamente y hacerse perdonar su momentánea secesión del cuerpo colectivo. El gran crimen que costó la vida a Sócrates fue su pretensión de poseer un «demonio» particular, privado; es decir, una inspiración individual… Ahora, por lo visto, muchos hombres vuelven a sentir nostalgia del rebaño” (J. ORTEGA Y GASSET).

La labor educativa sólo puede adquirir autenticidad, consistencia, eficacia duradera, si se subleva abiertamente contra la aceptación mayoritaria de la “verdad convencional” como sucedáneo de la “verdad verdadera” o incondicional. No obstante, la actividad educativa, para poder alcanzar y brindar esa verdad objetiva tiene que partir de una verdad ineludible sobre el hombre. Y aquí tampoco vale con salir del paso con fundamentos convencionales, con “verdades plausibles”. O se educa al ser humano o se educa a un fantasma. El ser humano, como todos los seres, también tiene una naturaleza. Esa naturaleza, como toda verdad, no es objeto de invención o de pura construcción, sino de descubrimiento, es preciso esforzarse en desvelar el arcano. “Hay una verdad incondicional acerca del hombre. Las realidades básicas que afectan al hombre y a la vida humana, sus normas y sus valores, sus fines existenciales, los datos primeros de su configuración singular y comunitaria, no son objeto de opinión, no son asuntos de perspectivas o de puntos de vista, cada uno de los cuales anula o por lo menos relativiza a los otros, sino que son objeto de verdad” (J.A. MARTÍNEZ DORAL, op. cit.).

¿En qué podemos fundamentar esta “verdad verdadera”, independiente de nuestro conocimiento limitado, de todo condicionamiento espacial y temporal? En que ella misma procede de un Entendimiento originario de todo lo real. Efectivamente, la verdad, el auténtico ser de las cosas – “ens et… verum convertuntur” -, es una construcción, “pero no del espíritu cognoscente finito, relativamente al cual aparecería siempre la verdad – una verdad precaria, convencional, completamente subjetiva -, sino una creación de ese Entendimiento originario, respecto del cual la verdad queda fundada en su incondicionalidad” (íbidem).

Cuando se prescinde de Dios, se abre paso a las religiones seculares, a las ideologías que idolatran al hombre, tal y como se concibe y hasta pretende construirse a sí mismo. Y en este contexto, ¿no es lógico afirmar que lA “verdad” no es nada más que una construcción del hombre, y, por tanto, relativa a un grupo, a una cultura determinada, que es una verdad que nace, crece y muere con el hombre?

(tomado del libro La educación como rebeldía, de OLIVEROS F. OTERO)

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