LA SECTA PEDAGÓGICA

Foto: la autora, Mercedes Ruiz Paz
Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación (sección Ciencias de la Educación) por la Universidad Complutense de Madrid, así como diseñadora, directora y profesora de la escuela infantil de la Universidad Politécnica de Madrid (1984). Durante muchos años ha estado involucrada en el devenir del sistema educativo de nuestro país, actuando como ponente en numerosas jornadas sobre educación organizadas por entidades como el Ministerio de Educación y Ciencia o la Universidad de Lundt, en Suecia. Su faceta profesional se bifurca en varias sendas bien avenidas: la docencia, las artes audiovisuales y las letras. Como profesora ha realizado una larga carrera en colegios públicos de la Comunidad de Madrid y ha coordinado las prácticas de estudiantes de Magisterio de la Universidad Autónoma.  En las audiovisuales ha sido jefe de producción de la cinta Fundamentos del baloncesto con Romay y Llorente y en el documental Los héroes de Estrabón. Y en lo referido a las letras, son muy numerosos los artículos publicados en distintas revistas (ICCE Comunidad EducativaCuadernos de PedagogíaNueva Revista, etc.) así como los títulos de obras, individuales o colectivas, entre los cuales destacamos Los límites de la educación (1999) y La secta pedagógica (2003). Fuente: www.editorialalegoria.com.


La secta pedagógica, de Mercedes Ruiz Paz es una obra significativa en la investigación referente a las “víctimas de la LOGSE” y sus derivadas sucesivas. Este estudio evidencia la pervivencia del control de la enseñanza por parte de un grupo de presión, más allá de los aparentes cambios de gobierno o  incluso de legislación.

Como hace cualquier organización sectaria, el aparato gubernativo de la educación en España tiene como objetivo maximizar su poder, su control sobre la enseñanza a todos los niveles. En este contexto, lo primero que pretende es ganar para su causa a todos los docentes. Esto, a priori, parece que no suena tan mal. El problema es que se trata de un instrumento al servicio del pensamiento único normalizado por el Estado, y que estamos hablando de la enseñanza y de la docencia, no de la simple instrucción pública. Si atendemos al modus operandi de este monstruoso estado dentro del estado, las cosas se van aclarando. En esta secta, en la que no se cuenta con la típica figura del gurú fanático, de ese “genio” de gran personalidad, se recurre a una suerte de marketing, tratando de disolver o anular los referentes tradicionales del profesional de la docencia: “tus alumnos se aburren contigo”, “explicas las cosas y no dejas que las descubran por sí mismos”, “tu clase es excesivamente disciplinada y se nota en ella una gran falta de libertad”, “¿de qué vale enseñar a los alumnos?; lo que hay que hacer es educarlos”, “a ver si programas objetivos actitudinales y procedimentales, que son los importantes”, “tienes que cambiar la metodología por otra más activa y lúdica”, “el profesor es un más de la clase”,… Existe toda una literatura “científica” en la que se pretende demostrar – los malpensados sospechan que a través de simples regresiones espurias – la excelencia de su esquema pedagógico y la inoperancia de cualquier otro método alternativo, especialmente si perciben en él cualquier inspiración clásica o tradicional.

La siguiente etapa consiste en obligar al presunto mal profesor, a través de la coacción legal de los requerimientos establecidos en los procedimientos selectivos de acceso a la función pública docente, en los de provisión, o bien en los exigidos a los centros de titularidad no estatal en el régimen de conciertos educativos, a realizar infinidad de cursillos para poder opositar, cobrar los sexenios o participar en el concurso de traslados, o apoyando como “manada” a los machos alfa o a las mujeres ultraempoderadas, catedrátic@s  de género, en las “reuniones de trabajo” – lo de claustro es terminología medieval y monástica, ¡qué horror¡ - en que los “vacilones” son amablemente reconducidos a la “ortodoxia”.  El disidente, el que rechaza la “ortodoxia”, es inmediatamente neutralizado mediante la asignación de los peores horarios, los peores grupos, las peores tutorías, salvo… que realmente la secta le tenga ganas, en cuyo caso lo arrojará a los pies de algunos padres activamente comprometidos con la causa, a las de un celoso inspector (o sucedáneo, ¿jefe de unidad de programas?). El pensamiento y la experiencia docente “tradicional” está sujeto a interdicción absoluta, en cuanto desafía la adhesión ciega al soma progresista; cualquier profesor que se atreva a cuestionarlo será inmediatamente fulminado, condenado al ostracismo, por “anti-democrático”, “autoritario”, “involucionista” o cosas peores.

Los sectarios establecen, asimismo, una neolengua (“atraso curricular”, “contenido procedimental”, “adaptación no significativa”, “perspectiva de género”, “lenguaje inclusivo”, PGA, CCP,…), en el sentido orwelliano del término, que les sirve para blindar su hermetismo y, de paso, dar un aire de sofisticación o de pseudociencia a su gnosis. El que se resista a emplearla, no será considerado un buen profesional; quien simplemente no la comprenda, se hace reo convicto del delito de pensamiento, y debe ser sometido de inmediato a un cursillo de perfeccionamiento (¿risoterapia? ¿Tai-Chi? ) en una casa de ejercicios espirituales (Centro de Profesores y Recursos, CPR), bajo la dirección de un experto pedagogo (profesor liberado para estas labores de “guía espiritual”), que le iniciará en los arcanos de la nueva ciencia pedagógica.

Señala Mercedes Ruiz Paz que si hay un rasgo que define como un grupo sectario a este gigantesco parásito del Estado y las instituciones públicas es precisamente su ejecutoria habitual, que consiste en hacer creer a sus sicarios que trabajan para la sociedad, cuando en realidad toda su labor acaba revertiendo en exclusivo beneficio del grupo, del acrecentamiento de su poder e influencia. Surge toda una pléyade de asesores y asesores de asesores, coordinadores, expertos, innovadores educativos, etc., cuya actividad está orientada a la captación de nuevos miembros y a la extensión del área de influencia, sobre el propio sistema educativo y, por ende, a todos los niveles de la sociedad civil. Estas capacidades, este poder siempre creciente, se materializan, por ejemplo, en el ingente volumen de recursos públicos  que los presupuestos asignan para remunerar a estos sabios… así como a los interinos que es preciso contratar para cubrir su deserción de las aulas; en las sumas fabulosas que se invierten en los mismos cursillos de actualización pedagógica que se repiten año tras año, y en los míticos estudios de evaluación de la calidad docente que no hacen sino maquillar la triste realidad cotidiana del llamado sistema educativo. El dinero, siempre el dinero, está detrás de todo en nuestra sociedad sedicentemente democrática. Al final, sirve hasta para el mezquino propósito de manipular los datos y ocultar la verdad, como, por ejemplo, cuando se instrumentan sistemas de evaluación que parametrizan la calidad educativa en función exclusiva o principalmente del número de ordenadores disponibles por alumno.

Apunta la autora que, indudablemente, la pedagogía podría servir para infundir los llamados valores democráticos; sin embargo, en la práctica, las autoridades del sistema educativo “al hacerlo desde el eslogan y la consigna ha incumplido con la tarea que esta misma sociedad le había encomendado: formar ciudadanos responsables y no autómatas independientes”. De este modo, en la escuela española se habría producido un curioso fenómeno: mientras que en los años setenta y ochenta del siglo pasado se procuraba, desde la perspectiva de una pretendida neutralidad, evitar una contaminación axiológica en el ejercicio de la enseñanza, en las últimas décadas enseñar se ha convertido, sobre todo, en “educar en valores”. El discurso pedagógico se ha transformado, de facto, en la correa de transmisión de los valores de la jerarquía política y administrativa. “El resultado fue que al no saber los pedagogos manejarse más allá del tópico (…) su contribución se redujo a la elaboración de una estéril lista de supuestas virtudes”, incorporadas “al plan de estudios en forma de consignas (…) bajo la denominación de «áreas transversales». En este nuevo contexto, donde antes se hablaba de compasión, amor al prójimo, libre albedrío o caridad, ahora se habla de solidaridad, tolerancia, libertad, no violencia, igualdad… Con ello, la pedagogía se ha arrogado a sí misma el derecho y el deber de “educar en valores democráticos”, de hacer que los alumnos se conviertan en buenos “demócratas”, en “demócratas” sin tacha. Con esta “educación para la democracia”, “educación para la ciudadanía”, o como ustedes quieran llamarla, cada escuela se transforma en una pequeña sociedad democrática, en una “reunión de ciudadanos de diferentes edades que participan en las decisiones de la vida escolar en igualdad de condiciones y con derecho a voz y a voto”. Esta transformación no se ha llevado a cabo sin exigir significativos sacrificios: el profesor que da clases magistrales “es un tirano que impone su voluntad a la ciudadanía”. De esta forma, cuanto más “participativa” sea una clase, más “democrática” será, y viceversa. Se incentiva al profesor para que “silencie lo que sabe” y permita a los alumnos “descubrirlo por sí mismos”, relegándole, en la práctica, al papel de un simple presidente en ese pequeño parlamento en que debe convertir su clase. Hoy ya estamos empezando a visualizar los frutos de este proceso, materializados en manadas que perpetran de forma gregaria crímenes nefandos. Hoy ya no se habla tanto de democracia, como de igualdad y de género: es importante el matiz, para saber qué significa finalmente un término cuya invocación ha sido constante e incansable durante los últimos cincuenta años en nuestro país.

La autora describe magistralmente el asalto al poder por parte de la secta. “Muchas son las sectas que han encontrado en la educación el nido donde acumular sus larvas (…). Hace ya veinte años que pedagogos, sindicatos, concejales y falsos profetas tomaron al asalto el sistema de enseñanza español y aprendieron que la ley podía ser una poderosa herramienta de sometimiento de la realidad”. El nuevo sistema sólo pudo implantarse efectivamente “a golpe de machete legal”. Las sucesivas reformas instrumentaron la creación y el desarrollo de una nueva red clientelar que permitiese acomodar a todos los miembros de aquellos movimientos que, desde la década de los setenta, «meritoria y voluntariamente», apoyaban los planteamientos que finalmente se consagraban como ley. La justificación de la reforma del 90 pretendió avalarse con base en una serie de experimentos pseudocientíficos, partiendo de meros “tanteos carentes de fundamento”, pero el Proyecto para la reforma de la enseñanza (1987) del ministro Maravall ya dejaba entrever que aquélla no respondía a causas lógicas o científicas, “sino a otras de carácter político, económico o de otra naturaleza”. En el citado Proyecto, se aludía a los fallos e insuficiencias del sistema anterior (el de la Ley General  de Educación de 1970): “la pervivencia de una doble titulación al término de la EGB genera efectos discriminatorios prematuros casi siempre irreversibles y la principal fuente de discriminación social y de reproducción clasista de nuestro sistema educativo…”.

¿Cómo se afronta este problema, con el propósito de superarlo? Otorgando el mismo título a todos, hagan lo que hagan. En el  Proyecto ya se denunciaba el excesivo “academicismo del BUP”. Se declaró la guerra total a cualquier rastro de lo que la secta entiende como “elitismo” o “clasismo”, de modo que la LOGSE  lo dispuso todo para una igualación del nivel por su límite más bajo y nada para los alumnos arruinados por el tedio y la falta de estímulo. La escuela se convirtió, de este modo, en un fiasco económico y educativo.

Hasta ahora, nunca se han explicitado los argumentos “en función de los buenos resultados y de la buena preparación de los alumnos” a favor de la extensión de la llamada escuela comprensiva en la enseñanza media: “Se ha llegado, en un alarde de demencia sin precedentes, que cualquier modelo para secundaria que no sea el comprensivo es radicalmente incompatible con el régimen democrático”. Señala, de nuevo la autora, que en realidad los “clasistas” son los defensores de la escuela integral, pues convencieron a la ciudadanía de que seguir una enseñanza técnica (la FP) antes que una teórica (el BUP) “le metía a uno en el saco de los pobres”, porque para ellos “no hay «tontos», hay «pobres»”.

El agrupamiento extraordinariamente heterogéneo de alumnos impide dar a cada uno lo que necesita, pero como los “contenidos ya no importan”, tampoco importa la preparación, formación, categoría y la consideración debida a los distintos profesionales de la docencia según su experiencia y pericia acreditada. Esta igualación también se llevó a cabo en el Cuerpo de Profesores de Educación Secundaria, reconvertido a un cuerpo único, lo que permitió, de rebote, neutralizar a los grupos de posibles voces discordantes con la nueva ortodoxia del sistema, entre los que ocupaba un lugar destacado el antiguo e ilustre Cuerpo de Catedráticos de Instituto o de Enseñanza Secundaria. Se suprimió este último, y se le recondujo a una mera “condición” de ciertos profesores de los cuerpos subsistentes, a la que se puede acceder mediante procedimientos restringidos de provisión, que naturalmente se traducen en la valoración de determinados méritos…, oportunamente plasmados en una memoria que acredite que su labor se ajustaba plenamente a los cánones de la más pura ortodoxia logsiana.

Otro aspecto muy relevante es el de la colusión más o menos explícita entre la secta pedagógica y las diversas sectas nacionalistas. Uno de los objetivos declarados de la LOGSE consistió en adaptar el sistema educativo a la nueva estructura autonómica del Estado: “Corresponde a las Comunidades Autónomas, siguiendo el texto de la ley, desempeñar un papel absolutamente decisivo en la tarea de completar el diseño y asegurar la puesta en marcha efectiva de la reforma. En ese mismo horizonte, y atendiendo a una concepción educativa más descentralizada y más estrechamente relacionada con su entorno más próximo”.  La descentralización unida al imperativo pedagógico de la adaptación de contenidos al “entorno próximo” proporcionó a los diferentes grupos nacionalistas el escenario perfecto para un control legalmente incontestable del sistema educativo que les permitiera imponer socialmente su historia, su geografía y su lengua. Este sesgo soberanista de la enseñanza acaba prácticamente por incapacitar al alumno para analizar y comprender las situaciones que se le planteen más allá de las referencias “cercanas e inmediatas”. Por otra parte, el sistema educativo ha quedado “atomizado” hasta tal punto que en la práctica se dificulta la homologación de los mismos títulos expedidos por diferentes Comunidades Autónomas.

Finalmente, se alude a la problemática de los mal llamados alumnos “de integración” o con necesidades educativas especiales. Las acciones – pretendidamente - propuestas para su educación e integración en la sociedad están facilitando, de hecho, su “desintegración” y obstaculizando sus posibilidades de mejora. Un mal entendido paternalismo, está convirtiendo las escuelas poco menos que en albergues, centros de día o casas u hogares de acogida, donde se exalta el multiculturalismo hasta el punto de renegar y execrar la tradición y la cultura propias.


(elaborado a partir de la reseña “Tres libros antipedagógicos, de Marco Antonio Oma Jiménez)

Comentarios